Joaquín Díaz

LA ABUELA DE JULIO CESAR


LA ABUELA DE JULIO CESAR

Recuerdos

01-01-2017



-.-



-Mamá ¿me dejas ir a jugar con Pablo?
-No, Julio. Y vete peinándote que tenemos que ir a la estación a buscar a la abuela...

Julio César aceptó refunfuñando, pero al cabo de un instante ya estaba delante del espejo marcándose la raya. No es que le gustara ir tan repeinado, pero hacía mucho que no le veía su abuela y quería darle buena impresión. La abuela Luciana vivía en Madrid y solo les había visitado dos veces, una cuando regresaron de Cataluña para quedarse a vivir en el pueblo y otra para su primera comunión. La recordaba con una sonrisa permanente y con un moño blanco en forma de castaña que no había visto a ninguna otra señora, ni siquiera a las de más edad.
De camino a la estación, que estaba a las afueras, se cruzaron con un par de amigas de su madre a las que saludaron y que devolvieron el saludo:

-Adiós, hija... ¡Adiós, Julio César!

A veces se preguntaba por qué le habrían puesto un nombre tan largo. Cuando tenía que escribirlo en la escuela todo el mundo terminaba antes que él. Una vez comentó el maestro en clase que era nombre de emperador romano e incluso comenzó a contar una historia mencionando las muchas batallas que había ganado, pero al final solo se le quedó el episodio en que le mataba Bruto. Desde entonces había pensado que lo de Bruto era por comportarse tan mal y haber asesinado a su propio tío. No se imaginaba que alguien pudiera llamarse así... Tampoco se imaginaba que su propio nombre, Julio César, tuviera tan poco que ver con el imperio romano: se le antojó a su padre por haber nacido en el mes de julio y porque era forofo del Barcelona y por entonces -la época en la que emigraron a Manresa- César era un fenómeno que había ganado el Pichichi, se codeaba con Kubala y Basora y metía unos goles de cabeza que daba gusto escuchar en el Carrusel Deportivo, sobre todo cuando los cantaba Bobby Deglané...

-No te acerques a la vía. Espérame aquí que voy a preguntar si trae retraso.

Antes de que hubiese tenido tiempo de volverse, ya salía el jefe de estación con la bandera roja y aparecía en lontananza el tren. Hasta que llegó al andén y paró, sin embargo, le dio tiempo a Julio César para curiosear a las personas que estaban a su alrededor: un cura al que no conocía con una cartera negra, un par de mujeres de las que parecía que una se iba y otra se quedaba, el factor de la RENFE y su propia madre, un poco inquieta y mirando fijamente a los vagones.

-¡Allí está! Ven, Julio...

La abuela les miraba detrás de los cristales de la ventanilla como ausente. Tardó un rato en reaccionar y atender a los gestos un poco exagerados de su hija, preocupada al parecer porque la máquina pudiese arrancar antes de que se hubiese bajado. Finalmente, todo quedó en un pequeño susto y allí estaban los tres abrazándose. Julio César recibió pacientemente los achuchones de la abuela que no hacía más que decir:

-¡Pero qué mayor estás... !



La frase le gustaba, porque parecía que daba importancia a su estatura y le hacía como más responsable, pero tuvo que esperar a la tercera repetición para poder escucharla bien porque la máquina de vapor y el pitido del tren hicieron inaudibles las dos anteriores.
Todo el camino de vuelta a casa lo hicieron cogidos de la mano. La abuela no soltaba a Julio César y cuando lo hacía era para apretarle bien contra su cadera o para acariciarle la cabeza y despeinarle. Iban despacio -a paso de emperador, como decía la abuela- y contándose atropelladamente lo que no se habían dicho en mucho tiempo.

-¿Se acuerda de cuando vino por primera vez al pueblo, madre? Fue poco después de morir su hijo...

A Julio César le extrañó que la abuela no contestara... ¡Si se acordaba hasta él, que era muy pequeño! Lo de su padre sucedió cuando apenas tenía 5 años y fue todo tan repentino y tan triste que solo quedaron en su memoria cuatro o cinco detalles, pero muy nítidos: cuando se despidió de él porque se iba al hospital; los silencios de su madre y sus ausencias repentinas de la mesa para levantarse a por no se sabía qué; la noche en que se quedó en casa de los vecinos intuyendo que algo malo habría pasado; el entierro al día siguiente desde el mismo hospital; por fin, el viaje en autobús hasta el pueblo, que duró casi todo el día... Todas aquellas cosas volvían de vez en cuando a su mente y se presentaban con su color gris, tristes como los días de escuela, cuando se despedía de su madre que agitaba la mano desde la ventana para decirle adiós... Bueno, ahora estaban allí los tres, a punto de llegar a casa, y el sol, un sol de abril que ya se iba a acostar, hacía brillar todas las cosas.

-Mañana tú y yo vamos a hacer una huerta aquí -la abuela se dirigió a Julio César cuando terminaron de recorrer la casa y llegaron al corral-. He traído en el bolso una docena de corazones de buey y unas plantitas de albahaca, que ya verás qué tomates vamos a sacar...
-Bueno -terció la madre antes de que contestara Julio César- pero con la condición de que trabaje Julio y no usted.

Julio César se ilusionó. No se le había ocurrido nunca eso de poner una huerta con tomates en el corral. ¿Qué sería eso del corazón de buey? Ya se veía con la azadilla escabuchando y regando las plantas. Así no volvería a decirle su amigo Pablo que era un señorito de ciudad...
Después de cenar y recoger la mesa estuvieron un rato de charla. La abuela contó algunas cosas de su propia infancia, de los bisabuelos, del pueblo en el que vivían... De pronto se quedó con la mirada perdida y en silencio.

-Vamos a la cama, madre, que está usted cansada del viaje. Julio, acompaña a tu abuela a su cuarto.

En cuanto supieron que iba a venir la abuela, habían habilitado el cuarto de Julio César y él se había mudado temporalmente a la alcoba del dormitorio de su madre, donde había unos baúles que no se habían tocado desde que volvieron de Manresa. Aunque a veces la curiosidad le impulsaba a mirar qué había dentro, la llave no aparecía nunca y su madre acababa diciendo:

-Ya la buscaré. Otro día los abrimos...

A Julio César le costó dormirse. Estuvo un par de horas en duermevela pensando cómo orientarían la huerta al día siguiente. Había visto que las macetas de su madre con geranios estaban colocadas al abrigo de la tapia, un muro de tapial alto y fuerte donde, bien escondido en una grieta, guardaba su secreto: la navajita de su padre, que era lo único que conservaba de él además de una fotografía que algún minutero ambulante le había sacado en la puerta de la paz en Barcelona con el fondo de la estatua de Colón. Seguro que la navaja le serviría para recoger los tomates de su primera cosecha...
Cuando escuchó al colirrojo que anidaba en la pared del gallinero ya debían de ser las 8 de la mañana. Oyó a su madre trastear en la cocina preparando el desayuno y fue a ayudarla.

-Julio, no hagas ruido que la abuela debe estar durmiendo todavía.

Reconoció el olor de la leche hervida y del pan recién sacado del horno. Algunos días la leche se desbordaba del hervidor y se derramaba por la placa -por eso decía su madre que lo de leche estaba muy bien puesto- y dejaba una peste a requemado que tardaba horas en desaparecer. Esperaron todavía un buen rato -la madre ya había puesto a la lumbre la olla con el cocido para el mediodía- y al cabo apareció la abuela bien arregladita, con su vestido negro de pequeños lunares blancos y su moño. Migaron el pan en los tazones y le añadieron un par de cucharadas de azúcar. Julio César estaba inquieto; estaba deseando salir al corral y comenzar la huerta prometida. Seguro que los tomates iban a crecer tanto como las plantas dibujadas en el cuento de "Juan y las habichuelas mágicas", que habían leído en la escuela en clase de lectura. Ya se imaginaba trepando por las plantas de tomate y subiendo a buscar el castillo del ogro, de donde se traería los huevos de oro y el arpa que sonaba sola...

-Julio, ¿no tenías hace un rato tantas ganas de empezar la huerta?
-Ahora, madre. En cuanto acabe la abuela de desayunar.
-Es que voy despacio porque si como deprisa me añusgo. Adelántate tú que yo voy en un periquete...

Julio César no sabía lo que era un periquete pero le sonó a que en seguida estaría la abuela a su lado. Salió al corral y empezó a buscar las herramientas en la tenada. Habría que preparar unas caceras para regar, así que necesitaba la azadilla. No tenía ni idea de por qué, pero el hierro de la azadilla siempre le había recordado al demonio que aparecía en las estampas, con los cuernos y la capa... A ver qué más... Sí, necesitaría el plantador. Jamás hubiese sospechado para qué servía esa especie de T con un pincho si no se lo hubiese dicho Pablo. Ahora presumiría de ser un experto plantador delante de la abuela... Rodrigones; también necesitaba rodrigones de caña para sostener y enderezar las plantas.
Al cabo de un rato tenía a su alrededor todo lo que podía precisar un buen jardinero. Solo faltaban la abuela y los corazones de buey... ¿por qué tardaba tanto?
Pegó la oreja a la puerta de la cocina pero todo estaba en silencio. Probablemente habrían ido a hacer las camas... Bueno, empezaría a mover la tierra, casi tan dura como el tapial que le daba sombra, y así adelantaría algo la labor.

-¡Caray, cómo está esto!



Julio César se sorprendió porque le salió un grito un poco fuerte unido a la fatiga de los primeros diez golpes de azadilla. Calculó que necesitaría mucha fuerza y muchos golpes más para arrejacar -como decía Pablo- aquella superficie como una roca. Se acercó a la tenada y buscó una azada. Con el azadón no podía, ya lo había intentado alguna vez y no quería quedar en ridículo delante de su abuela o que se desdijera de lo de ayer.

-Qué mayor estás, qué mayor estás, qué mayor estás...

Julio César empezó a canturrear una cancioncilla con esa letra. El son se le había quedado desde que lo oyó a los músicos que vinieron a amenizar la última fiesta, y de vez en cuando le volvía a la mente hasta casi obsesionarle.

-Qué mayor estás, qué mayor estás, qué mayor estaaaaás...

El último "estás" coincidió con el primer golpe de azada. Esto era otra cosa. Si le viera Pablo ya no le llamaría señorito. Su amigo estaría ahora en la escuela con los otros dos chicos de su edad. A él le había dado permiso el maestro para no asistir a clase con motivo de la visita de la abuela... Se escupió las manos como había visto hacer al padre de Pablo pero se le quedó un hilito colgando entre la boca y la palma derecha que resultó un poco cómico y le quitó bastante autenticidad a una costumbre tan simbólica...

-Bueno, los labradores tampoco nacen enseñados...

Pero ¿dónde demonios estaba la abuela? Se decidió a llamarla:

-¡Abuela! ¡Abueeelaaa!

Ninguna contestación. Ni un ruido dentro de la casa. Se limpió bien los zapatos en el hierro que había al lado de la puerta de la cocina -su madre siempre le advertía que había que hacerlo para no manchar- y entró. Recorrió toda la casa y se convenció de que no había ni un alma. ¿Habrían ido a comprar?



-Qué mayor estás, qué mayor estás, qué mayor estás -le volvió otra vez la cancioncita-...

Se dio cuenta de que era la primera vez que se quedaba solo en casa por la mañana. Los pocos ruidos que oía le resultaban ajenos. Escuchó la voz lejana del frutero que venía a vender al pueblo todos los miércoles. "Ahora llegarán" -pensó-. Pero pasó otro rato que a Julio César se le hizo eterno y nadie daba señales de vida.
Por fin se oyó la puerta de la calle. Entró primero la abuela, que en cuanto vio a Julio César le dijo:

-¡Pero qué mayor estás, Teodoro!

Julio César se quedó de piedra. Pero ¿qué pasaba aquí? No solo le había hecho esperar dos horas en el corral sino que ahora le tomaba el pelo llamándole con el nombre de su padre... No contestó, pero en cuanto se quedaron un momento solos le preguntó a su madre:

-Oye, ¿la abuela está de guasa?
-No Julio, la abuela está un poco ausente. No sé qué le ocurre. He ido con ella a que la viera el médico, porque en Madrid solo la cuida una vecina y yo creo que no tiene médico de cabecera.
-Pero es que me ha tenido esperando más de dos horas...

-Teodoro ¿pero no has ido al colegio hoy? -llegó la abuela-.

Julio César miró a su madre como esperando una solución, pero ninguno de los tres dijo nada más. De fondo se oyó la voz del frutero que anunciaba peras de oficina y que se iba...

Los dos días que la abuela se quedó en el pueblo se le hicieron a Julio César demasiado largos. No comprendía nada: ni que le llamara constantemente Teodoro como a su padre y le repitiera que "qué mayor estaba", ni que se hubiese olvidado por completo de la huerta -el último día de estancia vio los plantones en la basura-, ni que todo pasara de forma tan distinta a como él lo había planeado. Pensó que hubiese estado mejor en la escuela o jugando con Pablo y que su abuela estaba un poco trastornada. Cuando la acompañaron hasta la estación apenas se cruzaron unas palabras y Julio César estuvo como enfadado. Hasta le costó darle un beso de despedida. ¡Vaya chasco! Imaginó que podría hablar más con ella, que iba a plantar una huerta y que le mandaría los tomates a Madrid en una caja por el tren correo; pensó tantas cosas y ninguna había salido...

Por San Juan llegó la fiesta y llegaron los músicos. Volvieron a tocar aquella melodía a la que Julio César le había puesto letra y volvieron las vacaciones de verano con el calor y los baños en el río. Un día, cuando se habían sentado a comer y estaban empezando el primer plato llegó la señora Juana, la que se encargaba del teléfono, a avisar de que tenían una llamada de Madrid.

-¡Vaya momento, será la pesada de la abuela!
-Bueno, Julio, sigue comiendo que vuelvo enseguida...

Pero no volvió enseguida. Otra vez se le hizo raro a Julio César el tiempo que tardó en regresar su madre. Cuando estaba a punto de salir con Pablo hacia el río -no les dejaban bañarse hasta dos horas después de haber comido para que no se les cortara la digestión, pero entretanto pescaban o jugaban-, llegó su madre un poco alterada.

-No vayas a jugar. Tenemos que salir esta misma tarde. Se ha muerto la abuela.

Tomaron el último tren que salía hacia Madrid y llegaron casi de noche a casa de la abuela. La puerta estaba abierta y había gente que entraba y salía. Julio César no conocía a nadie pero en seguida se acercaron a él unas chicas jóvenes, hijas de la vecina al parecer, y le llevaron al piso de al lado. Allí estuvo con ellas hasta que llegó su madre:

-Julio, te van a preparar una cama y pasas la noche aquí. Yo tengo que velar a la abuela hasta mañana que será el entierro.

Julio César no pudo dormir en toda la noche. Desde la habitación que le habían dado se oía perfectamente el rezo de las personas que estaban al otro lado del tabique. De vez en cuando la persona que llevaba la voz cantante subía el tono y se la oía mejor: "Padre nuestro... "
Julio César recordó a su padre. También a la abuela: la noche anterior a la mañana de su primera comunión durmieron en el mismo cuarto. Los nervios le habían jugado una mala pasada y tenía una sed terrible. Le habían dicho en la catequesis que no se podía romper el ayuno ni siquiera con agua y a él se le había secado la garganta.

-Abuela...
-¿Qué quieres, hijo?
-Que tengo mucha sed...
-Aguántate un poco.
-Es que no puedo, de verdad...
-Espera, que me levanto y te traigo el botijo.

La abuela regresó al momento con el botijo fresco que estaba siempre en el pasillo y lo sostuvo entre sus manos mientras el niño se acercaba al pitorro con la ansiedad de un lechón.

-No bebas deprisa no te vaya a dar un torozón... Y no le digas a nadie que te he dado agua, no la vayamos a liar...

Al día siguiente, después de comulgar, se acercó la abuela a darle un beso y le miró de arriba abajo con un cariño especial.

-Julio César -todavía le llamaba así-, cuando seas mayor te acordarás siempre de esto.
-¿De qué abuela?

Y acercándose más y casi metiendo la boca en la oreja del niño, le susurró:

-De lo buena que estaba el agua ¿verdad? Chist... que no lo sepa nadie...

Qué curioso. En los años que habían pasado desde entonces nunca se había acordado de aquel secreto que compartió con su abuela y que le permitió conciliar el sueño en una noche de inquietudes, como esta que ahora le tocaba pasar en Madrid. Contra la mañana descabezó un sueño ligero y corto. En seguida vino su madre a despertarle y le encontró con los ojos como las liebres.

-Julio, vístete y te pones esta corbata negra. Te quedas en el balcón con las hijas de la vecina y no des guerra...

Hacia las doce, después de haberse peinado, haberse hecho cuatro veces el nudo de la corbata sin quedar nunca bien y haber leído todos los tebeos de la casa, escuchó voces en la escalera. Subían los de la funeraria.

-Ven, Julito, que desde aquí lo vas a ver muy bien.



Julio César se asomó al balcón de la vecina desde el que se divisaban perfectamente los dos extremos de la avenida. Abajo -no lo veía muy bien porque la cabeza apenas le llegaba a la barandilla superior y por la parte inferior no le cabía entre los barrotes- había un movimiento extraordinario. Se oían los cascos de los caballos, cuatro caballos negros, que iban a tirar del coche fúnebre, y un murmullo respetuoso, casi un silencio.
En ese momento le vino a la memoria aquel "qué mayor estás" y le entraron ganas de cantarlo pero su madre le había dicho que no debería cantar en unos meses y se aguantó. Y cuando estaba pensando que efectivamente era ya una persona mayor le dio el hipo, apareció una lágrima tonta e inoportuna y se le nubló todo.