27-02-2015
En alguna ocasión he relatado la sensación que supuso en mi infancia la primera audición de una banda de música -la Banda de Inocencio Haedo- en la Semana Santa zamorana. No tengo recuerdos visuales del momento pero la estética de aquella sonoridad quedó grabada indeleblemente en mi alma. Pocos años después, y ya en las fiestas de San Roque en Viana de Cega en 1955, llegaría el descubrimiento de un instrumento popular, la dulzaina, cuya historia y repertorio atraerían mi atención hasta hoy. Entre una y otra experiencia, sin embargo -aun siendo ambas musicales-, quedó un terreno inexplorado de extraordinarias dimensiones a cuya naturaleza y cultivo dediqué posteriormente muchas horas. No eran lo mismo, en efecto, los sones de las bandas, tan populares y frecuentes durante todo el siglo XIX -en especial las bandas militares-, que los toques de dulzaina, ligados casi siempre a las fiestas populares y a los bailes al aire libre...Poco a poco, además, fui descubriendo en los músicos tradicionales una serie de peculiaridades que los caracterizaban y los diferenciaban de los intérpretes que habían estudiado en Conservatorio. Tanto como el propio instrumento comenzaron a interesarme las vidas y aventuras de quienes lo fabricaban e interpretaban.
La dulzaina comenzó a tener vida e historia propias a finales del siglo XIX. Los certámenes y reuniones de dulzaineros se prodigaron desde principios del XX, impulsados por el celo de los intérpretes o por las actividades culturales que preparaban y promocionaban las instituciones locales. A esas muestras, organizadas por Ayuntamientos y Diputaciones, acudían (más por el placer de participar o por la honrilla de conseguir una buena clasificación que por los premios en metálico, que solían ser exiguos), los dulzaineros más famosos de la época: Esteban de Pablo, Ángel Velasco, Modesto Herrera, Mariano Encinas, Agapito Marazuela, Antonio Adrián...
Desde que conocí mejor la figura y la obra de Ángel Velasco pensé que el trabajo de este ilustre músico, fabricante e intérprete, debería incluirse en todas las enciclopedias musicales por su temprana contribución a la mejora y difusión de la música popular, y más en concreto de la dulzaina. En efecto, hasta su irrupción como intérprete y constructor, la dulzaina estaba circunscrita al breve espacio físico de la fiesta local y su repertorio fluctuaba entre los escasos toques antiguos que sobrevivían -por la propia inercia de la tradición- y la música de banda ejecutada en parques o en la plaza de toros con limitadas posibilidades para un solista si es que éste no era extraordinario. Los bailes en aquella época se concentraban en tres grandes apartados: los organizados por la burguesía en los salones de moda, que incluían preferentemente repertorios del momento: valses, rigodones, galops, lanceros, etc., los preparados por las sociedades de artesanos en sus bailes de candil y finalmente los tradicionales de aldea, estos dos últimos con la necesaria presencia de instrumentos populares. El mérito innegable de Ángel Velasco y algunos otros intérpretes y constructores de comienzos del siglo XX fue colocar a la dulzaina por encima de todas esas divisiones artificiosas y crear un público adepto y una afición que sabía reconocer y premiaba alborozadamente el virtuosismo.
Su labor consistió precisamente en hacer posible ese virtuosismo. En crear nuevas fronteras técnicas e interpretativas para la dulzaina y en aproximar a público y ejecutantes hasta esos límites. Su influencia en casi todos los campos es innegable: elevaron la categoría del instrumento con mejoras evidentes; posibilitaron la adopción de un repertorio más versátil y acorde con un gusto mayoritario; ampliaron el área de utilización del instrumento llegando hasta comarcas en las que no hubo nunca tradición de dulzaina; crearon un ambiente de interés por la interpretación jamás observado antes...
Cuando se echa la vista atrás y se comprueba con qué cúmulo de obstáculos y dificultades se enfrentaron los defensores de la música autóctona de otros tiempos, nos parece que estamos ante una "edad de oro" de la dulzaina. El organillo o piano mecánico y el acordeón eran enemigos directos de la dulzaina y su repertorio, pues en algunos lugares suplantaron o sustituyeron a los músicos "de toda la vida". Frente a corridos y jotas, arrasaban las mazurcas, los chotis y hasta los tangos, ejecutados a duras penas, aunque siempre con pundonor y dignidad, por los sufridos y versátiles músicos populares. No había medias tintas: o la moda o el olvido.
Quien piense, sin embargo, que la dulzaina es un instrumento limitado, se equivoca; a menudo se puede comprobar la cantidad de recursos y posibilidades que puede ofrecer el instrumento cuando el intérprete es un experto. La misma consideración cabría en lo que respecta al repertorio, que durante muchos años estuvo estancado y limitado por la fácil jota y que en otro tiempo fue tan rico y tan variado. Si hay un hecho que haya influido decisivamente en la revitalización de la dulzaina, además de la proliferación de escuelas, ha sido sin duda la recuperación de las figuras que bebieron de fuentes tradicionales anteriores a la última guerra civil. Muchas de esas figuras llegaron a la música popular con una importante experiencia acumulada a su paso por diversas formaciones musicales y al contacto con otros instrumentos diferentes. Todo ello dio como resultado la creación de un "estilo", fácilmente reconocible y a menudo imitado, que convirtió a esos intérpretes en "maestros" irrepetibles. Cada provincia tuvo sus héroes, aunque muchos lo fueron en varias, atravesando una y otra vez los límites de los mapas provinciales para tocar en fiestas patronales o en certámenes aquí y allá. A esos maestros y a su particular forma de ser y estar va dedicado este trabajo centrado en la provincia de Segovia y en los músicos segovianos.