20-02-2014
El psiquiatra alemán Hermann Hiltbrunner se inventó una prueba, denominada Baum Test, un experimento que consistía en invitar a sus pacientes a dibujar la imagen de un árbol, sospechando que, de la esquematización de ese esbozo, podrían extraerse conclusiones para el estudio de la personalidad de sus pacientes: siendo la copa, las ramas y las raíces representaciones de la cabeza, los brazos y los pies, podría vislumbrarse en el diseño resultante una especie de “autorretrato” al natural de la persona estudiada y de su carácter. Hiltbrunner suponía además que la verticalidad del árbol constituía, como en el ser humano, el eje alrededor del cual giraba la construcción simétrica que ayudaba a definir los contenidos psíquicos. Pues bien, no es necesario ser un avezado psiquiatra para descubrir el eje alrededor del cual giran la poesía y la palabra de Andrés Bermejo. Para él la tierra, y la vida sobre ella, constituye el centro del que emana la fuerza de su expresión y buena parte del contenido poético de este libro que hoy se presenta, desde la primera manifestación balbuceante, que dedica a sus padres en un recuerdo agradecido, hasta la parte más profunda, cuando hace uso de la pluma como si fuese un arado para abrir surco en aquella misma tierra sabiendo que dará un fruto. En la enseñanza, tarea a la que Andrés ha dedicado un esfuerzo que varias generaciones de alumnos han podido ya reconocer y agradecer, la palabra fruto vuelve a relacionar al ser humano y sus logros con la naturaleza. Tal vez si Hiltbrunner le preguntase a Andrés qué árbol habría pintado para responder a su famoso test, Andrés tardaría en responder. Porque cada árbol en la vida de Andrés tiene su propia personalidad y su recuerdo. Acaso el olmo, que figura en el escudo de Parada de Rubiales, su pueblo. Tal vez la encina porque simboliza el árbol que crece lentamente y permanece como un símbolo en el imaginario de la Salamanca de sus sueños rurales.
Decía San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías, que el nombre latino de la encina, ilex, derivaba de electus, elegido, “pues el fruto de este árbol fue el primero que los hombres escogieron para su manutención”, ya que “antes de que comenzasen a utilizar los cereales, los hombres primitivos se alimentaban de bellotas”.
En fin, en cualquier caso, siembra y fruto, porque así se comporta la naturaleza, maestra de todos, aunque pensemos a veces que podemos enmendarle la plana. En el prólogo a este "Luceras nuevas", José Antonio Herranz recuerda la importancia de la palabra maestro en la vida de Andrés, de Don Andrés. Qué magisterio recto y honrado el de su obra vital. Sí, después de dudar entre olmo, álamo o encina, decididamente me quedo para él con la imagen de la encina, fuerte, afianzada en la tierra y capaz al mismo tiempo desde hace milenios de proporcionarnos alimento o de enseñarnos a conseguirlo.
Escribí hace años, precisamente para presentar otro libro de Andrés, que su forma de escribir creaba un universo personal –muy cercano a su propio origen- y lo adornaba con términos sugestivos, palabras arcanas, que a veces desvelaban la contundencia de una comunicación sin ambages y a veces añadían una pincelada de emotivo lirismo a la acción. Sus palabras –por voluntaria paradoja arcádicas y desamparadas al mismo tiempo- descubrían y descubren situaciones humanas en escenarios familiares para quienes hayan heredado lo rural como referencia.
Hay un par de circunstancias que tal vez destaquen el valor de esas raíces y subrayen su pertinencia en momentos como los que vivimos: la necesidad de un pasado remoto e intangible al que poder enlazar nuestra existencia –lejos de la vulgaridad de la “realidad” imperante- y la magia de las palabras, que todavía seduce aunque no sea más que por el exotismo de los ecos en que se va convirtiendo su significado. Pero es evidente que las palabras, sobre todo aquellas que suenan bien –eufónicas- y sugieren mundos o ámbitos no cotidianos, contagian una fantasía adicional y se convierten en hitos que ayudan a memorizar el camino de la narración o de la vida. Hábilmente combinadas forman frases que esbozan situaciones y dirigen al lector o al oyente hacia la seguridad de una resolución por las diversas vías de la imaginación. Decía Roland Barthes que interpretar un texto no es tanto extraer de él un significado como aceptar la pluralidad que lo constituye, es decir, las distintas explicaciones que dan sentido a su contenido.
Y entre esas explicaciones, la del árbol, la de la encina -es decir nada menos que el árbol sagrado bajo el cual decían los griegos que se sentaba Zeus a meditar-, no es la más descabellada, aunque en el fondo lo que quiera ser y parecer Andrés, la vocación de servicio a los demás y su voluntad de ser útil, se resume mejor en las palabras prudentes y sabias de su poema:
Yo seré de la tierra, el árbol
la raíz abrupta,
la torcida rama:
mejor la hoja
que abona y tapa.
Muchas gracias, Andrés, por ser al tiempo árbol fuerte y hoja flexible.