14-04-2011
La transmisión de las ideas por medio de la voz es tan antigua como la civilización, que según algunos antropólogos comienza la mañana en que un individuo despierta y necesita explicar a su vecino el sueño que acaba de tener. Tan antiguo como esa necesidad de transmitir es, sin embargo, el recelo que esa capacidad suscita en quien no la tiene o en quien no la comprende o no la acepta porque le asusta. Platón, uno de los primeros filósofos que usa el lenguaje –o sea la palabra- y la sabiduría –o sea la verdad- para dar una respuesta coherente a la sociedad desorganizada de su época, encontró un conflicto entre poiesis y estado, entre caos y organización, entre lo divino o intangible y la existencia cotidiana. Y en su obsesión por crear un estado ordenado y común pone en cuarentena la voz creativa por el enorme potencial que se encierra en tan pequeño órgano, que consigue espantar el miedo, desterrar el dolor, suscitar la alegría y despertar compasión. Preocupado por la fuerza de esa palabra que persuade con su sonido y que es capaz de evocar tantas cosas, escribe:
“... Si arribara a nuestro Estado un hombre cuya destreza lo capacitara para asumir las más variadas formas y para imitar todas las cosas y se propusiera hacer una exhibición de sus canciones, creo que nos prosternaríamos ante él como ante alguien digno de culto, maravilloso y encantador, pero le diríamos que en nuestro Estado no hay hombre ninguno como él ni está permitido que llegue a haberlo, y lo mandaríamos a otro Estado, tras derramar mirra sobre su cabeza y haberlo coronado con cintillas de lana” (Rep. 398b).
La admiración y el temor que suscitaba el canto de cualquier poeta en el organizador del Estado perfecto, no eran gratuitos ni superfluos. Muchos de los que nos hemos reunido aquí para compartir un par de días de experiencias hemos soportado esa incomprensión y hemos conocido sus consecuencias. Pero hemos reaccionado siempre positivamente porque confiábamos en los resultados y hemos podido comprobarlos después palpablemente. Nuestra actitud, que oscilaba entre la “esperanza contenida” y la “prudente desesperanza” podría resumirse en estas tres cualidades que describí ya hace tiempo cuando se me pidió que analizara a nuestra generación y sus características más esenciales:
1. Nuestra generación fue beligerante pero comprensiva; es decir, luchó por determinadas causas, aun sabiendo que eran causas perdidas, y creyó en ellas. A veces incurriendo en la ingenuidad, como cuando pensó que las guerras se podían evitar porque parecían un asunto entre gobernantes y gobernados o entre naciones soberanas.
2. Esa generación dio muchos tipos solitarios pero solidarios; a pesar de que las tendencias sociales comenzaban ya a inclinar a muchas personas hacia el individualismo, la palabra solidaridad fue una bandera bajo la cual nos sentimos muy a gusto.
3. Muchas ideologías del pasado confluyeron en ese siglo y en esos años creando un tipo de individuo ciclotímico: entusiasta pero desesperado. Frente a los avances tecnológicos que proporcionaban bienestar, los más inquietos de esa generación soportaron crisis de angustia existencial.
En realidad, y suplico que no se tome este pensamiento como pedantería, pocas cosas nos diferenciaban esencialmente de los poetas griegos o de los trovadores provenzales: usamos la palabra, como ellos, para sugerir o imaginar sueños eternos, gracias a esa misma palabra pudimos penetrar en las emociones y finalmente guardamos en lo más recóndito de nuestro recuerdo esos sonidos convincentes emitidos por voces distintas, peculiares. El lugar común en el que todos nos encontramos, al que accedimos desde diferentes caminos era nada menos que la vida y su aprendizaje, cuestión a la que el género humano había dedicado ya millones de horas y de páginas. Pero el secreto no estaba en encontrar sino en buscar. Muchos manuales pueden transmitirnos millones de datos y una multitud de conocimientos pero jamás nos podrán enseñar a usarlos correctamente. Ningún libro nos transmitirá la esencia de las cosas y el criterio para poder disfrutar de ellas. Esa es una facultad que nosotros, cada uno de nosotros desde nuestro abismo existencial, tendremos que esforzarnos en buscar.
Jorge Luis Borges escribió en El libro de arena un cuento que tituló “Undr”. Maestro en hacer creíble lo increíble, Borges nos conducía en aquel relato por el laberinto de la palabra para recuperar la poesía como esencia, la voz como precioso venero de la memoria. En el relato, Ulf Sigurdarson, protagonista del cuento y de la estirpe de los skaldos o bardos, cuenta la historia de su vida, permanentemente en pos de una palabra que la diese sentido. A punto de morir en uno de sus viajes por la brutalidad de los hombres, es salvado por otro poeta, Bjarni Thorkelsson, quien le recomienda que huya hacia el sur. Al cabo de mucho tiempo de peregrinación, Ulf regresa y busca al viejo poeta Thorkelsson, que ya se halla a punto de morir: “A todos la vida les da todo –musita el cansado bardo- pero los más lo ignoran”.
Sin embargo, antes de expirar, Thorkelsson le transmite a Ulf el misterio, la palabra Undr, que quiere decir maravilla. Y –termina diciendo Ulf-: “Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.”
Borges recurre a esa metáfora de la palabra personal, distinta, eterna, misteriosa y útil para tratar de imaginar cómo se transmite entre los humanos la experiencia del mundo y de la vida. Pero él mismo nos abre los ojos acerca de la dificultad para comunicar el sentido profundo de los verbos más allá de los sonidos: “nadie puede enseñar nada” –nos dice- recordándonos la necesidad imprescindible de indagar, de buscar por uno mismo en soledad.
Decía antes que el lugar común en el que nos encontramos los desasosegados, los inquietos, los curiosos, es la vida misma. Ese lugar común no es precisamente el paraíso ni el valle de Josafat –principio y fin de la mitología bíblica-, sino una especie de palenque donde luchar en buenas condiciones contra la realidad aplastante, contra la banalidad. Tampoco es el locus amoenus literario: ni es florido vergel ni convención poética sino más bien un emplazamiento mágico desde el que se atisba un mundo que jamás poseeremos y que, por lo mismo, nos ayuda a elevarnos y en cierto modo nos consuela. Está mucho más cerca, en ese sentido, del País peligroso de Tolkien, quien al reflexionar sobre el efecto de los cuentos fantásticos como medio de renovación, de evasión y de alivio (probablemente ante una vida vulgar como la que le tocó a él mismo sobrellevar), escribe:
“Este efecto [el de la alegría que produce la resolución de un cuento] resulta mucho más poderoso y estremecedor cuando se da en un buen cuento fantástico. Cuando en un relato así llega el repentino desenlace, nos atraviesa un atisbo de gozo, un anhelo del corazón, que por un momento escapa del marco, atraviesa realmente la misma tela de araña de la narración y permite la entrada de un rayo de luz.”
Tal vez sea por ahí, por ese resquicio a través del cual parece que penetra un rayo de luz, por donde deberíamos buscar el origen del misterio en las voces distintas. Son distintas no porque sean bellas, bien timbradas, educadas según la ortodoxia académica, sino porque nos sugieren un espacio mítico en el que las palabras tienen una densidad de peso mucho mayor que el que habitualmente poseen en los diccionarios al uso. Platón abrió una época, que ya se alarga demasiado, en la que el mito como sueño común estaba desterrado. Sólo a fines del siglo XIX, y de nuevo por la vía del estudio del alma humana, el sueño recupera su función benefactora e ilumina el mito haciéndolo ganar en profundidad. Los estudios de Sigmund Freud habían destacado el poder terapéutico del viaje al inconsciente personal para tratar de llevar al nivel de la consciencia todo aquello que impidiese que una persona enferma hallara el camino de su curación, incluyendo lo más desagradable de sí misma. Aunque algún alumno de Freud como Karl Abraham estudió en su obra Sueño y mito la posibilidad de penetrar en el mundo mítico a través del psicoanálisis, serán Carl Jung y Otto Rank quienes más y mejor trabajen sobre la importancia del arquetipo en el descubrimiento y comprensión del lenguaje primitivo, es decir del inconsciente colectivo. Para Jung el mito sería una proyección de ese inconsciente colectivo transformada en una alegoría adornada de símbolos. Lo importante no sería si los elementos del mito estaban sacados o no de historias reales, sino que a través del inconsciente analizábamos esos elementos y descubríamos en ellos la sabiduría antigua y común, sabiduría que Platón llegó a conocer y apreciar pero que no quiso nunca utilizar por miedo o por comodidad.
Pero volvamos al tema que nos ha reunido aquí: hay muchas personas que en vez de años parece que cumplen canciones. Algunos de los mejores hitos de su vida han estado señalados por la aparición de determinadas canciones que marcaron su existencia o la dieron sentido. Puede que no recuerden el día que cumplieron 20, 30 o 40 años pero no olvidarán jamás el momento en que compraron un disco de Paco Ibáñez y escucharon su voz condensada y recia invitándolos a masticar y deglutir las palabras de los poetas o aquel otro día en que percibieron a María del Mar Bonet dando vueltas a la noria del vinilo y allegando aromas del Mediterráneo. Lo mismo se podría decir de todos los que están o van a estar aquí. De una u otra forma se han adherido como lapas a nuestro sentimiento. ¿Y por qué? En realidad, muchos de los mensajes que nos transmitieron ya existían previamente en libros de poesía y no nos habían llamado tanto la atención. ¿Qué ingrediente añadieron ellos al cantarlos? ¿Tal vez el encanto arcaico del arte verbal? ¿Algún elemento paralingüístico de esos que tan a menudo son objeto de estudio riguroso en los ámbitos académicos? ¿Acaso la emoción de las palabras como libertad o amor que siempre necesitan ser pronunciadas para ser creídas?
Hay que tener en cuenta que muchas de las personas que fueron oyentes –y recalco la palabra- en aquella generación, no fueron nunca a un recital ni pudieron escuchar en directo a sus cantantes o poetas favoritos. Simplemente se limitaron a seguirlos por la radio o a poner sus LPs, eso sí, leyendo fervorosamente una y otra vez las notas que los acompañaban: imaginando, en suma. Probablemente quienes con sus discos nos ayudaron a imaginar, usaron la palabra y su sonido no sólo para transmitir mensajes a una sociedad que, es cierto, aprovechaba cualquier circunstancia (como un recital, por ejemplo) para reunirse, sino para dirigirse al corazón de muchas personas que escuchaban a solas y en silencio. Nueva forma de escuchar la música que vendría a añadirse a las ya tradicionales y colectivas. En cierto sentido, esa fórmula íntima, personal, de oír música transformó tanto la perspectiva del oyente como lo hizo la lectura silenciosa a comienzos del Renacimiento. Mateo Alemán en su Ortografía castellana escribía sobre ese proceso que cambió la forma de leer y se impuso poco a poco sobre otras formas colectivas de escuchar a un lector: “Cuando en alguna lectura de consideración hay escritas cosas alegres, parece que a gritos dicen los ojos lo que se va leyendo con ellos, y centelleando en el rostro, se rasga la boca para que pueda salir por ella el gusto. Y si son tristes, el resuello cerrado y oprimido casi revienta el corazón en el cuerpo”.
Alemán está pintando un tipo de rostro nuevo, es decir, está describiendo el resultado de una lectura silenciosa y personal, tan distinta de aquellas lecturas colectivas en las que el más preparado del grupo debía dirigirse al auditorio con tácticas y recursos dramáticos para conseguir mayor efecto en sus sentimientos más primarios o profundos. Me da la sensación de que, tanto esa lectura íntima de los albores del siglo de Oro como la escucha recóndita y doméstica de los discos de los años 60 tuvieron un origen similar y un resultado parecido: la imaginación al poder, aunque corriese el riesgo de quedarse anclada en la realidad antes de haber salido del puerto. Bueno, al menos nos quedamos para siempre con la certidumbre del poder de la imaginación, algo que ya intuía la Internacional Situacionista cuando lanzó en el mayo francés del 68 aquel famoso eslogan que dio en el blanco. Mucho más próximo a nosotros en el tiempo está el experimento de la Universidad de San Luis, en Missouri, debido a los psicólogos Davoli y Abrams, por el cual se ha demostrado que la imaginación es más eficaz de lo que se cree para ayudarnos a conseguir nuestros objetivos. Bueno, eso ya lo había dicho en el siglo XX John Lennon, y había añadido: “podrás decir que soy un soñador”. Erasmo habría puntualizado: “O un loco”. Y Sebastian Brant, el autor de la obra Das Narrenschiff nos metería a todos en el mismo barco y nos dejaría a la deriva, que es más o menos lo que hemos pretendido reuniéndonos aquí, es decir separarnos del rumbo manido de las cosas y tratar de hallar un nuevo derrotero.
Este es el séptimo año que nos juntamos en torno a un recurso inmaterial o intangible como la voz. Hemos hablado en años anteriores de la memoria, del ingenio, de la improvisación, del mito, de la noticia, de la melodía como elementos complementarios del uso de nuestra voz para reafirmar nuestra mentalidad. Los resultados de esas reuniones están en internet, de modo que, hasta que no pegue un petardazo la red, están al servicio de todos. La fórmula de este año es ligeramente novedosa. Se trata precisamente de indagar en la memoria de esos cantantes a los que me he referido hace un momento, por si de sus experiencias pudiésemos extraer alguna conclusión. Para ayudarlos a recordar vamos a estar todos, alumnos, espectadores y los propios ponentes, pero especialmente quienes se sienten con ellos en esta mesa –escritores, periodistas, pensadores- que desempeñarán el oficio de pescadores de ideas. Esperemos no tener que decir como aquel pintor de brocha gorda al que le encargaron un lienzo y al ser preguntado por el párroco sobre cuál era el santo al que estaba representando en ese momento dijo: si sale con barba, san Antón y si no, la Purísima Concepción. Aunque nos salga otra cosa, por lo menos que sepamos lo que es…