20-06-2006
La frase, acuñada ya desde la época en que el cine se proyectaba en blanco y negro, equivalía a pasar un rato de inquietud, desasosiego y hasta terror porque un indio, un chino, un negro del Africa o un malvado –fuese del color que fuese su piel-, perseguía al protagonista de la película y le angustiaba. Normalmente la situación nos angustiaba más a los espectadores, ya que desconocíamos el final e ignorábamos durante más de una hora cómo iba a producirse el desenlace. Las películas más terroríficas, sin embargo, eran aquellas en que el malo no iba disfrazado de indio sino de persona normal y sus maldades sólo se descubrían al final, cuando la evidencia era innegable.
Hace muy poco tiempo he recibido una carta de un buen amigo que se fue a vivir al extranjero, a una pequeña localidad de la Bretaña, en la que me revela su preocupación por la situación tan extraña que le está tocando vivir. A lo largo del escrito va desgranando el rosario de padecimientos morales y psíquicos que está soportando desde que hace aproximadamente un año llegó al pueblecito en el que vive, una persona simpática y dicharachera con la que, al poco tiempo, trabó cierta amistad. Por sus actividades similares –ambos se dedicaban a la informática siquiera fuese con distintos fines- pronto tuvieron oportunidad de departir más en profundidad sobre sus aficiones y sobre sus gustos. De la noche a la mañana, sin embargo –seguía escribiendo angustiado mi amigo-, “comencé a encontrar ciertas rarezas en esa persona que me hacían cada vez más incomprensible su comportamiento: con un aire de inocencia y haciendo gala de un encanto y una locuacidad incontestables, se estaba encargando de desprestigiarme ante el resto de la comunidad que, primero sorprendida pero atraída después con morbosa actitud por la sucesión de mentiras enunciadas con relajación convincente, acabó por aceptar que convivía con un indeseable y comenzó a sospechar de todo lo que tuviera que ver conmigo. Confieso que las dudas llegaron a hacer mella en mi propia conciencia y llegué a preguntarme si mi comportamiento habría sido tan malo como para suscitar inquinas o reproches tales”…
Pasados los peores momentos, no obstante, mi amigo trató de sobreponerse y acudió a la consulta de un psiquiatra en una ciudad cercana, quien le tranquilizó acerca de sus prevenciones y le explicó que probablemente estaba ante el caso de un psicópata carente de principios: “Me hizo saber –continuaba escribiendo mi amigo- que suele darse un caso cada cien personas, pero que logran sobrevivir con éxito al mantenerse siempre en los límites de lo legal y sobre todo al aprovecharse de nuestra inocente tendencia a pensar que todo lo que hacen debe tener lógica. Me explicó también que comprendía perfectamente mi sorpresa al sentirme “cosificado” pues los psicópatas tienden a quitar a sus víctimas el rango y el valor de personas para actuar impunemente y librarse de cualquier tipo de culpa”.
Parece que las horas angustiosas pasadas por mi amigo no han terminado. Su “pesadilla” sigue haciendo de las suyas a través de un peculiar uso de la libertad, al tiempo que repite sus patrones de conducta, manipulando y seduciendo a costa de la prudencia de las víctimas y de la endeblez de la propia sociedad, incapaz de ofrecer medios de defensa al bueno, y sensible sólo –tan apreciable es ya la sordera- a las voces que más alto y mejor saben descalificar. No sé si el psiquiatra consultado por él le habrá desvelado lo peor –que la psicopatía no tiene cura-, pero yo, desde luego, en nombre de la antigua amistad y de la pena que me causa su caso, sólo me he atrevido a recomendarle alguna dirección de Internet (www.acosomoral.org. , por ejemplo) donde, si no alivio, hallará al menos el consuelo de los tontos, que es el mal de muchos.