Joaquín Díaz

LA MÚSICA EN LA ÉPOCA DE LA REINA JUANA


LA MÚSICA EN LA ÉPOCA DE LA REINA JUANA

Sobre la época de Juana la Loca

14-08-2002



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Parece fuera de toda duda la afición por la música de muchos reyes y príncipes de Castilla anteriores al advenimiento de la reina Juana. Su tío Enrique IV, por poner un ejemplo cercano a la época que vamos a tratar, “preciábase de tener cantores y con ellos cantaba muchas veces”, según rezan algunos escritos de la época. Va más allá todavía quien esto firma, el cronista Diego Enríquez del Castillo, cuando dice del monarca que “en los divinos oficios mucho se deleitaba”. Parece que el temperamento melancólico del rey le conducía a esta abstracción de la que salía con dificultad: “Estaba siempre retraído; tañía dulcemente el laúd; sentía bien la perfección de la música”, dice más adelante el mismo cronista. Mosén Diego de Valera, otro historiador de la época, muestra a las claras, sin embargo, el recelo que la interpretación de la música (no sólo, por tanto, su disfrute) podía despertar en quienes velaban por las virtudes de un monarca, al decir de Enrique IV: “Dióse demasiadamente a la música”.
Su hermana, la reina Isabel, también fue aficionada al arte musical y de ello podrían ser testigos tanto la abundancia de instrumentos que aparecen relacionados en su testamentaría como referencias escritas en las que se verifica su múltiple e incansable actividad: “Callemos de todo, todos callemos ante la muy resplandeciente Diana, Reina nuestra Isabel, casada, madre reina y tan grande, asentando nuestros reales, ordenando nuestras batallas, nuestros cercos parando, oyendo nuestras querellas, nuestros juicios formando, inventando vestires, pompas hablando, escuchando músicos...”, dice Juan de Lucena al relacionar todo lo que Isabel abarcaba con su trabajo. Si comprobamos la lista de oficiales de la Casa de la Reina, redactada en 1498, observaremos que se menciona por su nombre a tres organistas, tres tañedores de cañas, cinco ministriles altos y bajos y cinco trompeteros. Asimismo, en el Archivo de Simancas, en las nóminas de la Casa Real de capellanes, cantores y mozos de coro de los años 1496,1501, 1502 y 1504, aparece consignada una multitud de músicos entre los cuales hay un maestro llamado Hernando de Tordesillas, capellán. Otro Pedro de Tordesillas acompaña el cuerpo sin vida de la Reina Católica, como cantor, desde Medina hasta Granada. Son muy curiosas también las constituciones por las que había de regirse, en tiempo de los Reyes Católicos, la capilla de España, en treinta capítulos –parecidos en el fondo a los de reinados anteriores y encaminados a perfeccionar la técnica y el protocolo en tan gran número de cantores.
Fernando de Aragón también dispuso, viviendo su padre Juan II, de capilla propia en la que desempeñaron su actividad músicos famosos como el flamenco Juan de Wrede o Urrede, autor del himno Pange lingua sobre la tonada española, y Lope de Baena, instrumentista y cantor.
En el entorno del príncipe Don Juan, hermano de la reina Juana y prematuramente desaparecido, también tuvo alta incidencia la educación musical. Haciendo caso de un texto muy conocido, el de Gonzalo Fernández de Oviedo, don Juan era “naturalmente inclinado a la música y entendíala muy bien, aunque su voz no era tal como él era porfiado en cantar. Y para eso en las siestas, en especial en verano, iban a palacio Juan de Anchieta, su maestro de capilla, y cuatro o cinco muchachos, mozos de capilla de lindas voces, de los cuales era uno Corral, lindo tiple, y el príncipe cantaba con ellos dos horas o lo que le placía, y les hacía tenor, y era bien diestro en el arte. En su cámara había un claviórgano y órganos y clavecímbalos y clavicordio y vihuelas de mano y vihuelas de arco y flautas; y en todos esos instrumentos sabía poner las manos. Tenía músicos de tamborinos y dulzainas y de arpa y un rabelico muy precioso que tañía un Madrid, natural de Carabanchel, de donde salen mejores labradores que músicos, pero éste lo fue muy bueno. Tenía el príncipe muy gentiles ministriles, altos de sacabuches y chirimías y cornetas y trompetas bastardas y cinco o seis pares de atabales”.
Como vemos, Oviedo no escatima elogios a la hora de alabar las cualidades musicales del príncipe si bien sorprende un poco esa expresión de que sobre todos los instrumentos “sabía poner las manos”, en vez de utilizar la frase “los sabía tañer”. En cualquier caso, ahí están ese Madrid, Johan Vernal o Anchieta para enseñarle las artes de la interpretación y el canto. Por cierto que Juan de Anchieta era bien conocido en la Corte por haber servido a la reina Isabel doce años, continuar con don Juan, seguir con doña Juana y acabar con su hijo el emperador Carlos, de cuya capilla se jubilará por viejo. Al hacerse el inventario de bienes legados por Anchieta a su hija Ana, se lee “Item, dos libros encuadernados de canto y otro libro de canto cosido en pergamino”. De la desaparición de esos libros se lamentaba Barbieri intuyendo que “tal vez en ellos apareciera la clave y modo de escribir el canto figurado en una sola línea con iguales ventajas que en el pentagrama moderno”. Por lo que se deduce de los documentos y escrituras posteriores a la muerte del músico, ni aun después de fallecido pudo reposar tranquilo ya que se estableció un pleito entre las monjas del monasterio de la Concepción de Azpeitia –lugar en el que Anchieta quería ser enterrado- y el párroco de la misma villa, Pero López, quien al final se salió con la suya y sepultó a Anchieta junto al altar de San Miguel en la parroquia. Acerca de este caso mandó investigar el mismo emperador, pidiendo que se realizaran pesquisas de qué delitos se hicieron en la villa de Azpeitia sobre el enterramiento de Johanes de Anchieta, ordenando se castigara a las personas legas que se hallaren culpables. San Ignacio de Loyola, que vivió algún tiempo en Azpeitia vino a traer la paz y la concordia en este asunto que pasó a los anales sin más ruido una vez apaciguadas las partes. Este Juan de Anchieta fue también el mismo que compuso una misa sobre la canción popular “Ea judíos a enfardelar”, circunstancia que menciona Francisco de Salinas, el catedrático de Salamanca, en su De musica libri septem. Aunque esa misa parece haberse perdido, tenemos de él abundantes ejemplos en diferentes cancioneros de la época, principalmente el de Palacio, recuperado y estudiado por Francisco Asenjo Barbieri.
Como digo, la afición musical era notable en la corte castellana así como lo fue en la aragonesa y lo era también en otras europeas, con bien nutridas capillas de músicos que solían servir al mejor postor o al noble con más recursos. Sin embargo, esa mirada estaría incompleta si no abarcásemos otros ámbitos en los que la música se desarrollaba y tenía una incidencia. Desde luego, los mejores músicos, sobre el papel, estaban en las capillas musicales, pero la música religiosa, la que se hacía en los innumerables templos, -fundamentalmente en las catedrales, que contaban con un maestro, músicos y cantores- tenía evidente importancia y tanta como ella la música popular que divertía y acompañaba al grupo social más numeroso. Hasta qué punto el pueblo interpretaba, disfrutaba y practicaba con instrumentos y danzas, nos lo puede traducir el documento del Archivo Municipal de Avila en el que se refieren las honras y duelos por la muerte del príncipe Don Juan en la ciudad amurallada. En uno de los apartados se transcribe el pregón que se lanzó en los mercados, del que extraigo, por su oportunidad, lo siguiente: “Otrosí, porque en el tiempo de dolor, tristura y pesar no es razón de hacer autos de placer y alegría, por ende, mandan los dichos justicias y regidores que de hoy en adelante no se hagan bodas, casamientos ni desposorios ni bautismos con gaita ni tamborino, ni chirimía, ni vihuela ni con otro instrumento alguno de placer, salvo en esta manera y con las menos gentes que ser pudiere, ni bailen ni canten en ellas ni fuera, so pena que el que lo contrario hiciese pierda la cuarta parte de sus bienes para la dicha cámara, y el que tal instrumento tañere tenga la misma pena, y si bienes no tuviere, le den cien azotes”. Bien sabían los corregidores, por tanto, lo difícil que era acallar la alegría y la fiesta populares pese a que, según todos los cronistas, la desaparición del príncipe supuso para toda España, sin distinción de estamentos, un auténtico trauma. Aunque nos parezca excesivo el número de instrumentos mencionado tanto en el pregón como en el escrito de Oviedo, no lo es si tenemos en cuenta la actividad musical de la época. Juan del Encina, poeta y artista en la fecha de la muerte de Don Juan y autor de una de las endechas más sentidas acerca de su temprano fallecimiento, hizo un poema titulado Triunfo de Amor en el que, tal vez sin pretenderlo, nos presenta un catálogo extenso de instrumentos musicales utilizados en ese período:
Fue la música muy alta/ y los músicos sin cuento;
De ningún buen instrumento/ hubo en estas fiestas falta:
Sacabuches, chirimías/ órganos y monacordios,
Módulos y melodías/ baldosas y sinfonías,
Dulcémeles, / clavicordios.
Clavicímbalos, salterios/ arpa, manaulo sonoro,
Vihuelas, laudes de oro/ Do cantaban mil misterios,
Atambores y atabales/ con trompetas y añafiles,
Clarines de mil metales/ dulzainas, flautas reales,
Tamborinos muy gentiles...

Como decía antes, el trasvase de músicos de unas cortes a otras era frecuente. No podría tener comparación, lógicamente, con la difusión de la cultura musical que hoy han establecido los medios de comunicación, pero los historiadores musicales nos muestran con cuánta frecuencia los reyes competían para tener los mejores intérpretes y compositores en sus capillas. Entre 1502 y 1506 trabajan en la corte castellana varios músicos flamencos que habían venido acompañando a Felipe el Hermoso. Durante su primer periplo por España los músicos de cámara y cantores de su capilla se unieron a los españoles de las ciudades por las que pasaban para cantar en la iglesia y entonar el Te Deum de rigor. Todo el viaje está salpicado de referencias a los momentos en que trompetas, cornetas rectas y curvadas, oboes y chirimías sonaban en actos públicos y privados. Tal vez la anécdota más curiosa acerca de la vida de los músicos esté en la mención a un instrumentista que, como muchos otros debía de acompañar a pie a su Señor, pero que al haber elegido el órgano como instrumento debía de llevarlo a cuestas. A Juan Banduin, que ese era su nombre se le dan diecinueve libras y diecinueve sueldos por los doce años que acompañó a Felipe el Hermoso en sus viajes y por lo mucho que sufrió y tuvo que soportar cargando a hombros su instrumento de trabajo.
De todos esos músicos, algunos se quedarán, incluso, después del fallecimiento de Felipe, siendo en todo momento tratados con deferencia por Doña Juana y pagados más que religiosamente, ya que hay documentos acreditativos acerca de los emolumentos dados a los músicos tres meses antes de que el tiempo de los gajes se cumpliera. No está tan claro el momento en que unos músicos y otros pasan de la capilla de Felipe a la de su esposa. Tampoco cuántos eran flamencos y cuántos hispanos. Hay un detalle que ponderan los historiadores acerca del rey Fernando de Aragón cual es el de haber escogido sus instrumentistas entre los mejores músicos de su reino, algo similar a lo realizado después por la reina Católica. De hecho, todos los especialistas coinciden en afirmar que el número y filiación de músicos en activo en las cortes de Fernando e Isabel contribuye a confirmar la alta importancia que los Reyes Católicos dieron a la música y a los músicos de su propio país. Esa importancia no era sólo artística; el historiador Bernáldez, en su Historia de los Reyes Católicos hace referencia al sitio de Baza y a la llegada de la Reina, espectacular, rodeada de trompetas bastardas, clarines, trompetas italianas, chirimías, sacabuches, dulzainas y atabales, “que parecía que el sonido llegaba al cielo”.
Doña Juana y su hijo Carlos (al poco tiempo de su llegada a España) mantienen conjuntamente la nómina de cantores e instrumentistas, si bien se aprecia cierta predilección en la primera por los músicos de cámara y en el segundo una clara inclinación por la música instrumental más que por la vocal, según se deduce de los músicos que acompañan al emperador por toda Europa, procedentes muchos de ellos de la capilla de su abuelo Fernando. En la documentación se suele mencionar un número variable de ministriles (de siete a diez), un grupo de trompetas (entre cinco y ocho) y cuatro atabaleros; a veces se especifica también algún instrumento de cámara, como flauta, vihuela, tamborino o clavicordio. Carlos V ordena en 1558 estando en Zaragoza que se alimente mejor a sus músicos por ruego expreso de éstos: “Mayordomo y contadores de la despensa y raciones de nuestra casa: los trompetas que fueron del Rey Católico...que ahora recibimos para nuestro servicio y los de la Reina mi señora madre, nos han hecho relación diciendo que a ellos y a los otros trompetas que fueron de su alteza...les solían dar a cada uno, en cada día de los que caminaba su alteza, un real, de valor de treinta y un maravedíes y todos los días de fiesta y tiempo que suben en poblado, ración de pan y vino y carne, y de su plato sendas gallinas cada día, como parece por una fe que mostraron del contador que fue de la despensa y raciones de su alteza”.
Este breve y yo diría que abrupto repaso a la vida musical en la época de la Reina Juana desvela, pues, varios ámbitos de desarrollo de esa actividad artística: de un lado el cortesano, con sus vertientes privada o de cámara y pública, y de otro el popular, planeando sobre todo ello la música religiosa de cuyo aprendizaje y práctica partían la mayor parte de los intérpretes y compositores.