03-04-2009
Una de las características físicas –tal vez sería más apropiado decir organolépticas- que distinguen a un libro -aparte del papel, de la encuadernación, del diseño o del propio contenido-, es el olor. Decía el novelista Ray Bradbury que el olor de un libro nuevo sólo puede compararse con el que despide un libro viejo, que es mejor todavía. Y no me refiero ahora al olor que se desprende de la microencapsulación, técnica tan usada hoy día, por la cual una página de un libro puede oler a lo que uno quiera gracias a unas gotas de cualquier tipo de fragancia que se descubren al frotar la capa de resina plástica que las protege; tampoco me refiero al olor acerca del cual escribía Bradbury, que procede de una mezcla de tinta, de lignina y de vainilla a la que viene a adherirse poco a poco el polvo del tiempo, sino a ese efluvio mucho más sutil que refleja la esencia de un libro, nos permite conocer mejor su tema y nos transporta a un mundo distinto al cotidiano. En ese sentido, del libro que hoy se presenta emanan dos esencias fundamentales a las que me referiré brevemente.
De un lado, la esencia del tiempo, es decir, no sólo los recuerdos proustianos que nos podrían retrotraer al pequeño placer de revivir la infancia, sus imágenes y emociones, sino también todos aquellos elementos algo menos íntimos que hemos tenido ocasión de compartir con muchos de nuestros coetáneos, o con quienes nos precedieron o siguieron, en un destino común y en un espacio concreto. Anuncios, carteles, etiquetas, papelerías diversas, postales, papeles secantes, programas de cine o teatro, en fin cualquier tipo de papel impreso referente a Valladolid en el que el transcurso del tiempo haya dejado algo más que una huella efímera. La esencia del tiempo, por tanto, como soporte de la emoción, del sentimiento, de la memoria.
De otro lado, el libro despide un olor muy actual, perceptible sin necesidad de poseer una capacidad olfativa fuera de lo común. La parte gráfica de este trabajo es una lección permanente para quien quiera aprobar la asignatura de la comunicación, tan importante y tan necesaria para vivir en esta escuela del mundo que el destino nos ha deparado. Comunicación es palabra de la que se abusa hoy día y que no siempre tiene un significado unívoco. Es más, a veces tiene un sentido incompleto porque hasta hace muy poco tiempo, por ejemplo, los llamados “medios de comunicación” no nos ofrecían muchas posibilidades de interactuar con ellos. Sin embargo es evidente que la comunicación precisa siempre de un transmisor y de un receptor cuyas opiniones son, en último término, igualmente legítimas a la hora de enjuiciar o valorar el mensaje. Porque se trata, no podemos olvidarlo, de ofrecer una idea en forma de mensaje transcrito, cuyos caracteres o grafismos sean reconocidos por quien va a recibirlo e interpretarlo. Por tanto hablamos de lenguajes, visual y escrito, cuyos términos –en la medida en que traduzcan con mayor o menor exactitud la idea a comunicar- nos ayudarán a descifrar todas las claves de la misiva. A veces nos dará la sensación de que el mensaje se ha quedado en la botella porque ésta va cerrada y lacrada, mientras que en otras ocasiones podremos leer entre líneas, como se dice coloquialmente, porque la explicación ha sabido ir más allá de la palabra y de la imagen y sugiere conceptos o juicios compartidos por el subconsciente humano.
En suma, tiempo y comunicación se dan la mano en este trabajo cuya autoría es compartida. Juan Antonio Moreno ha puesto el acento en la historia de las imágenes y de los tipos, historia tan larga como poco conocida, ofreciendo una interesante síntesis de la tipografía como arte y como objeto. Juan Hormaechea ha incidido en la historia de las artes gráficas en Valladolid, detrás de la cual hay personas, nombres, máquinas y edificios, pero también ilusiones y decepciones imposibles de percibir en el objeto estudiado y sólo intuidas a través de los documentos conservados en los archivos. Entre los tres hemos llegado a manejar más de tres mil documentos gráficos de los cuales se ofrece aproximadamente un diez por ciento, esperamos que representativo y significativo.
Hemos querido demostrar que los tipos de letra, los dibujos alusivos, las representaciones gráficas, ayudaron a los comerciantes vallisoletanos a transmitir su mensaje doble: es decir el mensaje del producto y el de quien lo avalaba. La traducción correcta de ese mensaje es más sencilla a medida que nos acercamos al tiempo y las circunstancias en que fue concebido. Ya sabemos que al ser humano siempre le ha gustado imaginar, adivinar: las formas de las nubes sugieren rostros o figuras, los posos del café dibujan la forma del destino y las manchas de tinta le están comunicando al psicoanalizado los secretos de su propia personalidad. Pero, efectivamente, la interpretación es más sencilla en la medida en que el mensaje nos es familiar y sincrónico. ¿Cómo va a olvidar el Hotel Conde Ansúrez quien lo visitó y tomó una copa en sus elegantes salones? ¿Será posible que quien quedó a las cinco de la tarde semana tras semana en el teatro Pradera para disfrutar de su programa doble, no se acuerde de su atrio y sus columnas? ¿Y quien probó los dulces Freixas, no sentirá un estremecimiento placentero al ver representado el papel que los envolvía? ¿Y cómo no recordar la ilusión de los rostros infantiles pegados al escaparate de Hijos de Moliner los días precedentes a la fiesta de Reyes? Estas imágenes no se pueden contemplar aisladamente. Detrás de ellas, o al lado, está nuestra propia historia, nuestra vida. Muchos de los comercios o firmas comerciales cuyas marcas o marbetes se pueden observar en este libro ya no existen, pero algunas otras sí, lo que demuestra que el tiempo en unos casos ha sido el verdugo y en otros la víctima. Ha habido una evolución necesaria, del mismo modo que en la tradición recibimos lo mejor, lo más selecto del pasado para enfrentarnos al futuro con la certeza que ofrece lo conocido y lo contrastado.
El período estudiado coincide en el tiempo con una época de innumerables cambios: guerras, invenciones, tendencias estéticas, cambios sociales, avances y retrocesos económicos, explican mejor la mentalidad y el deseo de superación de una ciudad, Valladolid, y de uno de sus sectores más importantes, el comercial, cuya capacidad para ilusionar, asombrar o soñar, se muestra hoy en forma de libro.
Decía Ramón Gómez de la Serna que el coleccionista de sellos se cartea con el pasado. El coleccionista, cualquiera que sea el objeto de su afición, tiene, en efecto, una voluntad de trascendencia que le hace cabalgar a lomos de la historia, aunque muy frecuentemente cambie el caballo por una alfombra mágica. Pero el coleccionista además da sentido a una simple manía porque relaciona los objetos, los pone en comunicación y, gracias a su curiosidad e interés, los sitúa en un contexto que estudia y valora. Digo todo esto porque precisamente la idea de este libro partió de la visita a un coleccionista cuya esposa había recopilado en los años 50 un curioso muestrario de etiquetas de Valladolid. Por lo que después he ido viendo, la costumbre era una moda nacional –no sé si internacional- en esos años y los niños de entonces depositaban sus sueños en los brillos dorados de esos marbetes que, al igual que los cromos, contribuyeron a formar nuestro sentido estético tanto como Fidias y Policleto. Hora es de reconocerlo.
Para terminar, será de justicia mencionar a quienes han seguido más de cerca la elaboración de este trabajo –Juan Antonio Moreno y Paco Rodríguez, de Tfmedia-, -José María Gutiérrez y Carlos Gutiérrez, de Gráficas Andrés Martín- y la sensibilidad de la Cámara de Comercio, hoy representada por su Presidente don José Rolando Alvarez, y de la Consejería de Cultura, en la persona de la Directora General de promoción e instituciones culturales, doña Luisa Herrero, por haber aceptado y confiado en este trabajo de la Fundación del que estamos sinceramente satisfechos.