12-05-1994
Creo que una de las más hermosas y completas colecciones
que existen sobre grabados de tipos populares es la que realizó
Miguel Gamborino bajo el título genérico de "Los gritos de
Madrid". Gamborino, nacido en Valencia en 1760, comenzó a
publicar a finales del siglo XVIII una serie de láminas (a imagen
y semejanza de otras aparecidas en Francia, Italia e Inglaterra), en
cada una de las cuales aparecían cuatro personajes de los que en
esa época recorrían las calles de la capital de España pregonando
su mercancía para venderla. A través de] fino y riguroso trabajo
del grabador, podemos observar no sólo la indumentaria especial
de cada vendedor y el producto específico que acarreaba, sino el
grito que le caracterizaba y que hacía salir sin error al posible
comprador a la puerta de su casa; lástima que no haya incluido
Gamborino la entonación —a veces cantinela— con que cada mercadería era voceada, salmodia que, aun siendo algo personal, se ha conservado hasta nuestros días con algunas propiedades comunes y otras peculiares. Sin remontamos a tiempos pretéritos podemos recordar sin dificultad los vallisoletanos los cánticos del trapero—lanero, del piñero, de] botijero o del afilador, precedido este
último de aquel toquecillo único ejecutado en su flautilla de pan;
más atrás en la evocación nos podríamos encontrar con las voces
del arenero, del lañador, del aguador o del vendedor de sangrecilla, oficios todos ellos ambulantes también y necesitados de esa pública y sonora predicación para atraer a la parroquia. Tal vez quienes nos sucedan el próximo siglo se preguntarán cómo nos las arreglaríamos nosotros para comprar sin ordenador, pues a ellos les bastará con escribir el producto que deseen en el teclado y
transmitir la orden a cualquier gran almacén, para recibir al final
del día el pedido completo y cobrado sin necesidad de utilizar
monedas ni billetes. A mí todavía me sigue gustando, sin embargo, ese contacto personal y esa "vuelta" tan poco higiénica pero tan maravillosamente humana en la que nos llega la efigie de don Benito Pérez Galdós oliendo a negrito o a besugo.
Los pueblos han mantenido, por razones de orden práctico la
mayoría de las veces, esa expendeduría trashumante que en otros
tiempos tuvo como escenario todo“el territorio nacional: la mayor
parte de los vendedores que llegan hasta Urueña utiliza ahora
megafonía para hacerse notar: Algunos se aproximan con la pila
del micrófono a medio desgastar y sólo emiten un ruido confuso
que se mezcla farragosamente con el del motor de la furgoneta en
que viajan; otros recurren al estrépito de sus bocinas para el reclamo, sabedores de que el sonido de las mismas o la duración del
toque harán inequívoca la llamada; por fin, algún otro más original llega al pueblo con la música de los "pajaritos por aquí, pajaritos por allá", de tan pertinaz como enfadosa memoria, para convocar en el Corro (que es como se llama aquí a la plaza) a las vecinas que quieran comprarle algún retal. Entre los muchos "gritos" que por estos pagos se escuchan me subyuga y casi me hipnotiza en particular el de un melonero que, elevando paulatinamente la tonalidad de su motete como si de una sirena se tratase va desgranando de trecho en trecho la siguiente retahíla: "Vamos a ver parroquia que ya está aquí el melonero de confianza / con melones que se dan a cala y a prueba, a raja y a cata; / vamos a
ver parroquia que esto es azúcar del Turia...". Melones tan ponderados han de tener la coronilla dura, ser de buen peso y amargarles el pezón, según recomendaban los antiguos, que ya comparaban al melón con el ser humano por la dificultad que ambos presentaban para dejarse investigar: "El melón y la mujer malos son de conocer", dice un refrán. y remata otro "El melón y el hombre
nunca se conocen". Sin embargo, con tantas comprobaciones y reconocimientos como permite el grito de Urueña, ¿quién no se arriesga?