12-05-1994
Al solecito de la tarde me paro a conversar con el señor Atilano. Al señor Atilano, pastor jubilado, le encanta pasear arriba y abajo la calle Real, para terminar pegando la hebra (que siempre hay con quién) en la puerta de la Villa. Alguien le dijo hace tiempo que habían aparecido varias fotografías suyas en un libro de Miguel Delibes y sintió curiosidad por la obra del escritor vallisoletano; la curiosidad es la fuente del conocimiento y el conocimiento la base de la cultura, y yo estoy convencido desde hace tiempo de que los pastores son curiosos y sabios; no es por casualidad por lo que un ángel les anuncia el nacimiento de Cristo o por lo que la Virgen se les aparece bajo diversas advocaciones.
Desde su pequeña estatura y con sus ojillos vivos el señor Atilano te observa en silencio. Cruza las manos atrás en actitud sosegada, como podría llevarlas un sabio paseando por el campus de Harvard o el duque de Edimburgo en los jardines de palacio.
—Dice Delibes que el raposo y el pastor son los peores enemigos del conejo...
Cuando estoy esperando una defensa apasionada de su oficio,
Atilano esboza una sonrisa maliciosa y me espeta:
—¿Y cómo lo sabrá él? Tiene que conocer cabalmente el campo…
Después reconoce con orgullo que, efectivamente, en sus tiempos, no se le escapaba uno siempre que tuviese unos Buenos perros o una buena cacha. Me confiesa que sí que le gustaría echarse una parrafada con Miguel Delibes y le vuelve a picar la curiosidad:
—Pero, ¿cómo sabrá todas esas cosas?
Y se queda como el colegial al que le descubren su tesoro más
querido y secreto. Cuando le pregunto por la forma de celebrar la
fiesta de aquí en otras épocas me responde que para él no había
fiestas:
—Todos los días eran iguales; pero de trabajo, no como ahora.
Y nos ponemos a criticar a dúo la irracionalidad de esta época
que, pese a tener todos los requisitos para haber podido hacer feliz
al ser humano, le hace tan desdichado. ¿Es la velocidad el símbolo más representativo de estos tiempos? Al menos ejerce un efecto
hipnótico sobre las nuevas generaciones como dicen que la culebra atrae al pajarillo descuidado.
—No hay que tener prisa para nada, pero menos aún para
morirse...
Yo le contesto que el cementerio es como los hospitals, que
hay que ir a ellos lo imprescindible.
—Pues a mí no me importó volver a la Residencia...
El señor Atilano es de los muchos agradecidos a la Seguridad
Social o, por mejor decir, al trato humano y afectuoso de algunos
de sus médicos. Le choca sin embargo que, pasados unos meses
de la operación, le escribieran para preguntar por él e intenta
explicárselo:
—Algunas familias siguen cobrando el subsidio de una persona
después de muerta, pero ese no era mi caso. Ya digo que para
morirse no hay prisa. Pero hay tanto pícaro...