Joaquín Díaz

PRUDENCIA PARA LLORAR


PRUDENCIA PARA LLORAR

Sobre la placa que recuerda un asesinato en Urueña

12-05-1994



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La desgracia nunca llama a nuestra puerta: entra sin avisar y
nos sorprende en el mejor y más relajado de los sueños. Y pensándolo bien, creo que es preferible así, pues el susto producido por el infortunio que sale a nuestro paso es siempre más llevadero que el horror de conocer en qué parte del camino vamos a tropezar con un destino adverso. La fábula de aquel hombre que sabe su futuro y debe afrontar día a día el espanto de lo "ya visto" es
tan escalofriante como la del que intenta escapar inútilmente de la
muerte que viene a buscarle, huyendo alocadamente hacia otra
ciudad; y digo escalofriante pese a que la literatura suele servir,
tanto para desdramatizar la realidad como para dramatizar lo irreal. Y se preguntarán ustedes ¿a ton de qué estas reflexiones tan
trascendentes en un escrito tan ligero? Me explicaré: si es usted
amante del arte y dedica algunos ratos de su ocio a viajar por la región, conocerá sin duda la villa desde la que escribo estas líneas: Urueña. Y si, como buen viajero, es usted curioso, le habrá llamado la atención una placa colocada sobre un tapial, a unos tres metros de altura, en el llamado Paseo de Oriente de esta localidad.
En esa placa se lee, no sin cierta dificultad, la siguiente inscripción:
"Aquí murió la joven Luisa Ramos Sánchez, el día 3 de octubre
de 1927 a las tres de la tarde, de mano hairada, a los 18 años de
edad. Una horación por su alma". Dos pequeñas calaveras con sus
correspondientes tibias enmarcan el clásico “Descanse en Paz”.

Me ha inquietado tanto la placa como su contenido y no he
resistido la tentación de preguntar a algunos vecinos por los detalles del suceso. Quién más, quién menos, conocía el hecho, algu-
nos por ser jóvenes cuando acaeció y otros por haberlo oído contar
a sus mayores, pero todos coincidieron en atribuir a la joven Luisa
un atractivo especial: "Era como un ángel, pero en rubio", comentaba muy expresivamente un anciano que la conoció y tal vez
admiró en secreto sus encantos; "alegre y simpatica, con todo el
mundo tenía conversación", comentan otros; alguno, finalmente,
se anima a contar lo que siempre escuchó en su casa y que coincide, a rasgos generales, con la noticia aparecida en El Norte de
Castilla el día 3 de octubre de 1927 bajo el título de "Homicidios":
"En el pueblo de Urueña se encontraba ayer paseando en la calle
de Oriente la joven de 18 años Luisa Ramos Sánchez acompañando a dos amigas forasteras. En aquellos momentos se acercó al grupo Casimiro González Marcilla, de 24 años, que había sido novio de Luisa. La requirió nuevamente de amores y como la muchacha se negara a ello, sacando un revólver disparó un tiro
contra su ex-novia produciéndola una herida en la cabeza con desprendimiento de la masa encefálica que la ocasionó la muerte instantánea. La Benemérita de Villagarcia y el Juzgado Municipal intervinieron en el hecho deteniendo al agresor que quedó convicto y confeso de su delito, e incautándose del arma homicida".
Hasta aquí el relato que coincide, como digo, con casi todas las
versiones orales; solamente una difiere en la descripción del
encuentro, pues pone en boca de Luisa, al ver a su novio que estaba tomando el sol en "las peñas", la frase siguiente dirigida a sus acompañantes: "Veréis qué atento es mi novio...". De las atenciones de Casimiro ya tenemos noticia y Dios nos libre de semejantes afectos, que por eso dicen seguramente que hay cariños que matan.

"¿Qué esperas, fortuna, con tantas injusticias y violencias?",
clamaba Séneca al escribir sobre la brevedad de la vida: y continuaba: "¡Impío destino a quien no desarma ninguna virtud!". Todas las virtudes y prendas de Luisa no fueron suficientes para detener la mano airada de su ex-novio. El recuerdo de su corta vida lo constituyen hoy dos o tres detalles en la memoria de las gentes y una placa herrumbrosa que, hasta hace cinco o seis años, venía a
repintar de tiempo en tiempo su padre. La última vez que estuvo
por aquí, ya anciano, ni siquiera pudo subir a una escalera para retocar las letras y tuvo que encargarse alguien del pueblo de hacerlo mientras él, sin lágrimas ya —tantos años y tanta pena por lo que fue y por lo que no pudo ser—, contemplaba inmóvil cómo unas simples pinceladas mantenían vivo aquel recuerdo frío y mudo. Decía el sabio: "Ya que no podemos evitar las penas, sepamos al menos reservar nuestras lágrimas pues habremos de derramarlas a menudo".