12-05-1994
En siglos pasados se pusieron de moda los lenguajes sin voz; a
través del abanico, de las ñores, del pañuelo o de la mímica, las
personas se comunicaban su mensaje críptico de amor, de odio, de
pasión o de desdén. Siempre tuvo el ser humano tentaciones de
reducir todas las lenguas del universo a una sola, y para presentar
una advertencia de lo que podía suceder si se multiplicaban los
idiomas, ofrecía la Biblia el caso de la torre de Babel donde la
confusión de conversaciones vino a provocar la ruina de un empeño común; el pasaje bíblico, además de las correspondientes moralejas de índole religiosa, tenía una muy clara de carácter social: cualquier imperio que se precie de serlo debe basar su fuerza de expansión en el medio de comunicación más eficaz a su alcance, que es, naturalmente, el lenguaje. Sin embargo, esa afición que
antes comentaba de traducir todo lo que nos rodea y no comprendemos, a un lenguaje inteligible, nos puede hacer imaginar que otros seres pronuncian frases o palabras que tienen correspondencia en nuestro propio código lingiiístico.
Hay quien oye "pálpalo, pálpalo" cuando canta la codorniz.
Cuando escuchamos "críalo, críalo", sabemos que el llamado cuco
real acaba de hacer su puesta de huevos en el nido de una marica
y está diciendo "ahí queda eso para que me lo empolléis". En las
orillas de los ríos y en los sotos umbríos cualquier paseante atento
puede escuchar el "tengo frío; tengo frío" de la oropéndola. Desde
tiempos remotos, incluso, el hombre o la mujer de campo preguntaban al cuco cuánto tiempo quedaba para su boda o su entierro y
el pájaro, con su cucú característico, iba cantando tantas veces
como años quedaban, ante la desilusión o la sorpresa de quien
había preguntado. (Entre paréntesis diré que en la Edad Media
tenía también el canto del cuco una connotación desagradable,
pues por ser pájaro que pone los huevos en nido ajeno, la simple
audición o el remedo de un ""cucú" significaba que alguien había
puesto sus huevos dentro de nuestra cestilla y nos podíamos con—
siderar cornudos de solemnidad). Si han tenido ocasión de ver a
un gato acechando a una pega, habrán notado que la urraca va
graznando de un árbol a otro, emitiendo lo que se llama el "queo",
dicen unos que para avisar a sus congéneres del peligro y otros
que para darle un corte de mangas sonoro al felino.
En cualquier caso, fíjense si tengo razón en lo de aproximar
todas las expresiones desconocidas o dudosas a nuestro propio
universo, que cuando un perro tiene que ladrar en español dice
"guau" y si lo hace en inglés suena “arf, arf”. ¿Creen ustedes de
verdad que también los animales están empeñados en distinguirse
unos de otros por la forma de gruñir? Pues hay quien piensa que
en la entonación de los sonidos que emite el perro, el toro, la oca
o cualquier otro ser no racional, manifiesta deseos, pasiones o
sentimientos como nosotros. Recordemos el chiste del que asegu-
raba comunicarse perfectamente con su pato y, al llegar a su casa,
para mostrarlo a sus atónitos amigos, le decía al palmípedo:
—Tráeme una corbata.
Cuando el pato contestaba "cuá, cuá", decía el otro:
—Cualquiera, cualquiera, no tengo preferencia.
Para otras personas, por el contrario, las conversaciones entre
animales (aun entre los de la misma especie) son tan reducidas que bien se puede aplicar a su contenido aquel chiste de que están dos vacas en un prado y dice una:
—Mú.
Y contesta la otra:
—Oye, me lo has quitado de la boca.
Ya he hablado en alguna ocasión también del tono ejemplarizante de muchas fábulas en las que hombres y animales conversan sin necesidad de intérprete, pero esto parece ser cosa del pasado o facultad milagrosa, como la que tuvo San Antonio (que recoge un famoso romance) de hablar con los pájaros y que éstos le entendieran: "Venid pajaritos / dejad el sembrado / que mi padre ha
dicho / que tenga cuidado". Ahora necesitamos un traductor para
cualquier cosa y tenemos que ir con el audífono detrás de la oreja
todo el santo día, pues, pese a la sofisticación de los medios de
comunicación, el mensaje sigue siendo el mismo y cada vez nos
entendemos peor.