Joaquín Díaz

URUEÑA: VISITA OBLIGADA


URUEÑA: VISITA OBLIGADA

Impresiones sobre la Villa

12-05-1994



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Cuando el viajero se aproxima a Urueña —cosa que puede
hacer por cuatro caminos distintos: la Nacional VI a la altura del
kilómetro 211, el camino que procede de San Cebrián de Malote,
el que llega desde el monasterio de la Santa Espina y el que sube
desde el molino de las cuatro rayas—, la atmósfera y el paisaje
exhalan un mágico aroma. Tal vez el emplazamiento elevado, o
las murallas que ciñen el conjunto urbano, o las nieblas del valle
que de vez en cuando dejan a la villa como suspendida en el
aire... Lo cierto es que quien se acerca aquí (sobre todo si lo hace
bordeando la ermita de la Anunciada) preciosa joya románica del
siglo XII) percibe frecuentemente ese halo de misterio y distinción que envuelve todo lo antiguo y que suele responder a un impulso (involuntario las más de las veces) con el que nuestra naturaleza reverencia y rinde tributo inconsciente a la vida —las horas, los minutos, los segundos, la eternidad— de quienes nos
precedieron… Ahí están las piedras que nuestros mayores colocaron para edificar las casas en donde habitaron. Ahí el barro que amasaron mezclado con las ilusiones. Ahí los tapiales que sobrevivieron a sus constructores y que hoy dejan entrever, a veces con cierta impudicia, las ruinas de una vivienda como huella indeleble del paso del tiempo: la desvencijada puerta de dos hojas,
medio abierta; los muros donde antes estuvieron colgadas estampas o retratos familiares y ahora están desnudos y deslucidos: las estancias que antaño fueron el refugio, el hogar, para tantas existencias, en la actualidad vacías y sin techo, han vuelto su Mirada al cielo ora límpido ora atormentado de las estribaciones de los Torozos.

La vida sigue, sin embargo, inexorable y tal vez halle el viajero, que ya habrá entrado a la villa por la puerta del Azogue, a algún Urueñés que le informará acerca del mejor y más seguro camino para subir a la muralla y contemplar el panorama impresionante que se abre hacia la Tierra de Campos. La gente de aquí
es natural y abierta, no exenta de esa sensación de seguridad que
confiere el hecho de vivir en uno de los polos sobre los que gira el
eje del universo: Día tras día ven pasar los habitantes de Urueña a
visitantes, excursionistas, turistas, curiosos, y, sólo de vez en
cuando, se despierta en ellos el afán de conocer su procedencia o
sus intenciones: lo normal es que saluden al pasar con un
"bueno..." que equivale al "hasta luego" ciudadano o que, como
mucho, al ser preguntado por la Casona o por un lugar para tomar
un café, encaminen correctamente al despistado hacia la calle
Real (la que va de la puerta del Azogue a la puerta de la Villa), o
hacia el Corro o plaza donde estuvo la parroquia de San Andrés
que se vino abajo en el siglo XVIII. Cualquiera de las calles o pla-
zuelas que urden el entramado vial de la población tiene nombre
atractivo y sugerente: calles del oro, de las cuatro esquinas,
catahuevos, calle honda, de los lagares, de la parra, corro del
bolinche, de Santo Domingo, la costanilla... Alguna, como esta
última por ejemplo, aún conserva el empedrado viejo por donde
resonaron mil veces las ruedas de los carros en los que salían de
madrugada los cisqueros hacia el monte. La vida hoy ha cambiado y son pocas las personas que dedican la atención a la madera o a las hierbas medicinales y aromáticas que crecen en las laderas que rodean la villa; la agricultura y la ganadería son la fuente principal de la economía local, aunque excepciones comerciales como la panadería o la carnicería mantienen aún el sabor de lo
"auténtico", de "lo de antes", que, en este caso, es algo así como
una joya a cuidar y proteger tanto como una especie en vías de
extinción.