12-05-1994
En cierta ocasión se me dirigió una carta a través de la sección
de Correo espontáneo de El Norte de Castilla cuyo contenido
venía a ser una especie de afectuosa azotaina por haber prestado
mi efigie para algo que la comunicante consideraba indigno: La
matanza. El tono de la carta me hacía sospechar que el hecho de
haber sido emparejado gráficamente con un acto sangriento, devaluaba el concepto que la autora de la misiva pudiese tener de mi; argumentaba que eso decía "muy poco en mi favor" y vengo a deducir de esa frase que casi había estado tan preocupada por mi prestigio como por el cerdo sacrificado. Tal vez mitigue el malestar de la comunicante conocer que ni elegí yo la foto, ni el lugar
en que salía, ni siquiera pedí que el fotógrafo estuviese allí. Cierto
que quienes "predicamos" algo corremos siempre el riesgo de
meternos en la intimidad de los demás y chocar con sus convicciones, pero, aparte de esa contingencia —de la que participamos
tanto mi comunicante como yo—, puedo asegurar además que en
aquella ceremonia yo sólo leía la epístola y el oficiante era otro.
Personalmente tendría muchos motivos para disculpar (sin salirme de la tónica del buen humor) lo que en una sociedad tan "sensibilizada” como la nuestra puede molestar a otros aunque uno mismo no tenga conciencia de esa vejación involuntaria, pero profesionalmente no tengo más remedio que confesar que seguiré haciendo cuanto de mí dependa para estudiar todas las costumbres
tradicionales, entre las cuales, naturalmente, está la matanza. Y al
decir "todas" quiero que se entienda claramente que no es de mi
incumbencia (pues ni soy juez de la cultura ni selecciono los comportamientos de las personas) si esas costumbres son cruentas o no; necesariamente debo estudiar lo bueno y lo malo, lo decente y lo indecente, lo digno y lo indigno, porque todas esas apreciaciones suelen ser el resultado de una educación (o de una contraeducación, si se quiere) y por tanto el último paso de un proceso cultura], Así, lo que a nuestros ojos parece un proceder deshonroso o
envilecido, puede ser para los de nuestros vecinos (digo vecinos,
no seres de otro planeta) algo absolutamente natural o ritual. Y
ahí puede que esté la clave de todo, en el rito, pues conozco pocos
que no lleven implícito o explícito (sobre todo los propiciatorios)
el hecho del sacrificio, y éste, querámoslo o no, supone una dosis
de crueldad. Pero en todo rito existe también una iniciación, y la
matanza introduce cada temporada a quienes quieren asistir a ella
en el ciclo anual, en la sucesión inevitable de la vida y la muerte,
y en el dolor; por supuesto que a ello van unidos el placer de un
acto solidario, la comunicación, la alegría de una fiesta que suele
durar varios días reuniendo en casa a familiares lejanos, y la gene-
rosidad. No discuto que se le pudieran ahorrar sufrimientos al
cochino, pero es que la tradición exige por muchas razones que se
le desangre y más aún que sea en menguante de luna para que no
se corrompa después la carne, y que sople el cierzo (no el solano
ni el ábrego) y cien detalles más que no son un capricho ni un
lujo, sino el resultado de años y años de experiencia. ¿Que esa
experiencia nos ha llevado a ser cada día más crueles, insensibles
e incivilizados? Como profesional no tengo más remedio que
hacerlo constar, aunque pueda en ocasiones lamentarlo como per—
sona, del mismo modo que lamento que mi comportamiento haya
podido parecer poco ejemplar a alguien. Pero no entenderá la
decisión (puesta como paradigma por la firmante de la carta) de la
Consejería de Agricultura de la Generalidad de Cataluña, de
suprimir la matanza como espectáculo público, si no suprime al
mismo tiempo los Telediarios.