02-05-1992
La noche pasada tuve un sueño. A mis amigos les horroriza
que tenga sueños —sobre todo si salen ellos— pues saben que un
elevado porcentaje se ha hecho realidad y temen el riesgo de verse
envueltos en alguna de mis fantasías nocturnas, tan numerosas
como disparatadas. Bueno, pues en el sueño al que voy a referirme había sido llamado a consulta por el Ministro de Cultura quien, formalmente, a través de una carta requería mi presencia en Madrid para una entrevista. Como experto en la tradición oral hispanoamericana, la Comisión para el Quinto Centenario del Descubrimiento de América solicitaba de mí un informe sobre la extraña
lengua utilizada en un disco de pizarra hallado en unas excavaciones recientes junto a las Coyolxauhqui. La secretaria del Ministerio, con exquisita cortesía, me condujo a una salita —decorada con un gusto ambiguo, como todas las salas de espera— donde debería aguardar a que el Señor Solana acabara de despachar otros asuntos de importancia. Mientras llegaba el momento de la audiencia
estuve repasando el informe previo enviado por los expertos acerca del tema en cuestión; inesperadamente se abrió la puerta por la que yo había entrado y apareció la secretaria con un nuevo visitante, a quien venía ofreciendo el mismo tipo de información y excusas que me había presentado a mí minutos antes. Continué revisando los papeles pero a los pocos instantes tuve que dejarlo
con la sensación de que algo indefinido me molestaba: levanté la
vista y mi mirada se cruzó con la del personaje que se había sentado frente a mí y que en ese momento musitaba:
—Quiero confesarlo...
Dudé antes de contestar, porque en estas situaciones una respuesta inadecuada puede dar origen a una conversación demasiado personal; así que, procurando conferir a mis palabras el matiz más distanciado y frío que pude, solté un poco comprometido "Usted dirá…".
—Vengo dispuesto a confesarlo todo. Son demasiados años con
esa responsabilidad encima. Yo, en realidad, ya había ido…
—¿Ah, si? —contesté, pareciendo interesarme en el tema—.
—Sí; once años antes del viaje, ya habían recorrido estos pies
pecadores algunas sendas de aquellas. Pero sin el permiso de arriba, ya sabe usted... En realidad yo quería convencerles de que la
empresa era posible, porque la seguridad, como comprenderá, la
tenía toda.
—Ya, claro. (Ansiaba que apareciese el Ministro y diese fin a
un diálogo tan absurdo como poco gratificante).
—¿Es usted de aquí? —cambió de pronto el tono críptico de la
conversación—.
—No, no señor. (Si le digo de dónde soy, es capaz de tener allí
algún amigo o pariente y pegar la hebra definitivamente).
—Yo tampoco. Soy de un pequeño pueblo de Palma de Mallor-
ca que se llama Génova: ¿lo conoce?
—Pues no tengo el gusto.
—Allí están todos mis antepasados enterrados, pero, ya ve
usted lo que son las cosas, a mí me vino a tocar Valladolid...
Volví a mirarle de arriba abajo por si reconocía en él a algún
funcionario del Ministerio trasladado recientemente a nuestra ciudad; la cara me resultaba familiar, pero no acababa de encuadrar
con precisión los rasgos en el entorno correcto.
—¿Valladolid, dice?
— Sí. Qué días más angustiosos tengo pasados allí; sin el alivio
de la tierra natal, sin familia... No crea usted que no he pasado
penalidades: y encima esta carga de una mentira tan espantosa.
¡No puedo soportarlo más!.
—Hombre, no será tan grave (quise quitarle hierro al asunto al
ver que elevaba el volumen de la voz y se levantaba). Siéntese
usted...
—No me siento: ya me he pasado tumbado demasiado tiempo
escuchando las historias falsas que han contado sobre mí, diciendo que si era un místico o un iluminado. ¡No! Ya es hora de que el mundo entero sepa que yo había estado allende el océano muchos años antes de 1492. ¡Sí; sí, señor mío. Entérese usted bien de que yo descubrí América en 1481!
Don Javier Solana acababa de aparecer en la sala con su sonri—
sa habitual y un cartel del Quinto Centenario en lujoso papel y a
todo color que anunciaba: "Mucho más allá". Me dio la impresión
de que, a medida que el alegre mohín de sus labios se iba trocan-
do en mueca de espanto, una palidez, a juego con la tapicería de
seda de las paredes, se apoderaba de su rostro.
En ese momento me desperté.