12-05-1994
En mis tiempos juveniles —entre los años cincuenta y sesenta del siglo XX—
la calle era un lugar común al que uno accedía desde el hogar para
satisfacer varias necesidades, entre las que mencionaré pasearse,
encontrarse con amigos, curiosear los rostros de gentes desconocidas y ver escaparates: los de Valladolid siempre tuvieron fama.
Maniquíes ataviados y colocados en extrañas posturas (posturas
que nunca seríamos capaces de reproducir nosotros mismos sin un
mínimo riesgo para el equilibrio o para la decencia) anunciaban
con rigurosa puntualidad la estación que había de venir: En primavera hablaban del verano, en verano del otoño y así sucesivamente. Hoy día Valladolid es una ciudad abierta que exhibe lo dispar y esconde su provincianismo bajo las rejillas de los sumideros; ya podemos ver a esos maniquíes de antaño desfilando por la calle y denunciando la vulgaridad con su presencia. Suelen ser
como muñecos autómatas dotados de formas y aspectos poco
comunes —delgadez inusitada, bellos rostros, peinados de alarife, tez pálida o de azabache pero invariablemente deslumbrante, maquillajes atrevidos, ropajes que insinúan miembros superiors o inferiores inverosímiles...—. Cuando en los años cincuenta recorría la calle una mujer perfecta, los varones volvían la cabeza en señal de admiración o deseo mientras transustanciaban su hombría en palabras a menudo irreproducibles en otras circunstancias.
Si era un varón atractivo el que cruzaba, las mujeres cuchicheaban y reían maliciosamente —una imagen siempre valió más que
mil palabras y ellas fueron las inagotables titulares de la imaginación—.
¿Qué se puede hacer hoy día frente al maniquí deambulante
que quiere llamamos la atención fuera de una urna comercial? Un
pellizco en la nalga es poco misericordioso pues un verdugón en
esos cuerpos sienta como lañas en puchero. Un "¡Jesús!" podría
servir por polivalente pero haría contestar "qué" a dos o tres viandantes por lo menos. Una mirada de extrañeza nos daría automáticamente el pasaporte para la edad de piedra. Un atisbo en lontananza, indiferencia al paso y displicencia en el adiós sería lo más cristiano, pero revelaría una actitud afectada, impropia de nuestra contrastada naturalidad. Tengo una amiga muy resuelta —y un
poco despiadada, todo hay que decirlo— que opta por hacerse la
encontradiza con el maniquí (si no es así, jamás miran a los ojos)
tras de lo cual lanza un cordial "¡hasta luego!" como si conociese
de toda la vida al dominguillo, que queda de esta forma —como si
hubiese sido rozado por una varita de la virtud—, fatalmente con-
vertido en ser humano.