Joaquín Díaz

ESTRUENDÓPOLIS


ESTRUENDÓPOLIS

El ruido en establecimientos públicos

12-05-1994



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Suelo tardar bastante en decidirme a publicar un escrito "de
costumbres", pues en él siempre se da, de forma más o menos evidente, una crítica hacia determinados comportamientos, sobre
todo aquellos que, lejos de mejorar nuestra condición, hacen
dudar acerca de la capacidad del individuo de la especie humana
para conseguir un entorno más agradable. En el caso que voy a
tratar, además, el temor se acrecienta, pues constato que cada vez
es menor el número de personas que entienden lo que voy a decir
y lo consideran un problema.

Hace años escribí, con motivo de unas fiestas de San Mateo,
una larga carta a la Alcaldía de Valladolid manifestando, de forma
moderada y personal, que había tenido que abandonar temporalmente mi casa para irme a otra ciudad en busca de una paz que
aquí me faltaba; la causa primera eran unas verbenas nocturnas
que se organizaban en la Plaza donde tengo el disgusto de vivir.
aunque el motivo final —como pueden suponer— no era ése. (pues
nadie con más causas que yo para declararse partidario de tales
festejos), sino el volumen con que emitían el sonido los grupos
participantes, tan elevado que atravesaba la triple ventana que
aísla (?) mi cuarto de la calle y seguía llegando perceptible a mis
oídos; esto hasta las cuatro de la madrugada. Por la misma época
había comenzado a ponerse de moda la "zona" en cuestión y múltiples bares habían abierto sus puertas, con las correspondientes consecuencias. No me entiendan mal; no estoy en contra de lo bares, aunque me parece excesivo que se abran tantos "centro culturales” de este tipo y tan pocos de estudio: El intercambio de opiniones es altamente saludable, pero siempre que uno haya llegado a ellas por un proceso de razonamiento y no por la "chata"
experiencia de cuatro discusiones de barra, el ágora de nuestros
días. Bueno, la cuestión es que venía a quejarme en aquella carta.
no tanto de los gritos y peleas a las cinco de la mañana o de los
bocinazos del alba que habían traído a nu6stro barrio los nuevos
establecimientos, cuanto del ruido en general de la ciudad, que
nos alejaba definitivamente de Europa. Y no por el hecho en sí,
que, desde luego, habla poco en favor de nuestra sensibilidad,
sino porque estamos conduciendo a los más jóvenes por un camino sin retorno, condenando su oído a una degeneración irreversible y empobrecedora. Dentro de unos años, si todavia seguimos en la Comunidad Europea, podrá distinguirse a un joven español de un francés, por ejemplo, en que el primero será incapaz de
entender la música como un arte que desarrolla los sonidos armónica y rítmicamente; y ello. no sólo porque el ruido ambiental
—casa, calle, lugares de diversión— le habrá incapacitado definitivamente para apreciar cualquier melodía, sino porque su lenguaje
inexpresivo y su corto vocabulario estarán casi reducidos al Basic
y a cuatro señas o gestos más o menos educados para entenderse.
Ya sé que alguno me alegará la escasa necesidad que parecen
tener las nuevas generaciones de hablar unos con otros, pero yo
creo que somos nosotros los que, además, les estamos privando de
la posibilidad de enmendar un error colectivo e histórico. Si
alguien adujera a estas alturas que el agua no es necesaria ni para
beber ni para bañarse y que la higiene es una costumbre pasada de
moda, le tacharíamos de loco y de excéntrico. Sin embargo en un
tema como éste aguantamos lo que nos echen en aras de una falsa
modernidad o de una libertad mal entendida. Si uno llega a un bar
y suplica que bajen el volumen de la música (para su oído, estri-
dente) el dueño o el encargado le toma por un quintacolumnista y.
o bien mascullan que de qué árbol nos habremos caído o nos
espetan abiertamente que bares hay muchos y que nadie nos obliga a permanecer allí, donde —todo sea dicho— no se ha quejado ningún cliente hasta ese momento.

La música, evidentemente, es una prolongación del lenguaje y
en la medida que éste carezca de entonación o de matices aquélla
será incomprensible o innecesaria; cualquier sofisticación en las
formas, por tanto, lejos de ser un lujo o un capricho es una meta a
conseguir para alcanzar un más alto y eficaz grado de entendimiento entre los individuos. ¿Hay solución? Yo creo que sí, pero
estriba, como para tantas otras cosas, en la solidaridad; en el cuidado que cada uno ponga para no molestar a los demás. No se
trata de renunciar a ningún derecho, sino de procurar que la forma en que ese derecho se ejercita no ofenda ningún sentido del vecino; ofensa, por otra parte, totalmente gratuita y de contenido agresivo. Las autoridades deben ser las primeras en dar ejemplo; el problema radica en que, según creo, el silencio tiene un mal cartel en la Sociedad española; cualquier establecimiento público en silencio es un sitio triste y, por consiguiente, poco visitado. Parece
como si la ausencia de sonido —al igual que la soledad— asustase
al hombre de hoy. Ni siquiera la juventud, tan cn'tica siempre para
otras cuestiones (como es su deber), percibe el peligro de este
argumento falaz: El silencio "opresor" es sumisión y por tanto hay
que luchar contra el silencio. Nada más falso. El silencio reflexivo
es fecundo y enriquecedor, y, en estos momentos en que vivimos
contaminados y abrumados por el ruido ambiental, el silencio
puede ser, además, purificador para el cuerpo y el espíritu. Ya sé
que las costumbres varían y que se han superado muchas formas
caducas, pero lo justo, lo equilibrado, es siempre deseable, al
menos mientras alcancemos a distinguir entre una patada en las
nalgas y una reverencia.