Joaquín Díaz

SANTA BÁRBARA, ORA PRO NOBIS


SANTA BÁRBARA, ORA PRO NOBIS

Sobre los ruidos en las ciudades

12-05-1994



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Hay leyendas que aseguran que la pólvora la inventaron los
chinos, aplicándola inmediatamente a un fin bélico, pues algo tan
explosivo sólo podía cumplir una función intimidatoria. Más tarde
descubrieron que, si quien provocaba la explosión avisaba de sus
intenciones previamente, la gente que la rodeaba, no sólo no sentía ningún temor, sino que llegaba a experimentar regocijo con el
ruido y el resplandor; a partir de entonces se aplicó la fórmula a
las fiestas más destacadas del calendario chino que solían ser las
de fin de año, coincidiendo con el día quince del primer mes
lunar, o sea, en cristiano, nuestro febrerillo loco. Quemaban todo
—borrón y cuenta nueva— y ahuyentaban los malos espíritus con el
mucho estrépito de sus salvas.

No crea el lector que el vallisoletano de hoy tiene algo que
envidiar al chino imperial. no; el vallisoletano actual, siguiendo
—eso sí— una acendrada tradición que se remonta al siglo XIII,
deja pequeñas a todas las dinastían mandarinas y petardea lo que
no está escrito en el Libro de los Cambios. Y me he referido a lo
de la tradición a sabiendas de que es ésta una de las pocas que,
lejos de desaparecer, se ha esparcido como un cáncer convirtiendo
lo que podía ser originariamente un simbolismo y luego una costumbre en una forma más de amedrentamiento para el personal.
Cierto que no hubo jamás fiesta rural sin cohetería y que, incluso,
carretillas y buscapiés hicieron saltar a más de uno de nuestros
antepasados aunque no tuviese ni ganas ni fuerza para ello, pero eso era una vez al año. Decía el refrán: "Por la fiesta del patrón,
repique, cohetes, música y sermón". Y qué menos que celebrar
con bombas y algazara una efeméride tan señalada... Luego vinieron los abusos y las correspondientes prohibiciones: "En Carnavales se prohibe tirar cohetes, carretillas, echar mazas, manchar la ropa y demás distracciones que puedan causar riñas y altercados", advertía paternalmente el Ayuntamiento vallisoletano del siglo XIX; y agregaba don Manuel Urueña en un bando de buen
gobierno: "Sin permiso de la autoridad superior no se dispararán
cohetes ni se harán ejercicios pirotécnicos dentro de la población.
No se expenderá pólvora, cohetes ni otro fulminante sino a personas adultas y en cantidades proporcionadas". Tenía la sospecha la primera autoridad municipal de que sus decisiones serían escuchadas por los ciudadanos como quien oye llover; y estaba en lo cierto; Tan cierto como que cada nuevo bando venía a anunciar lo
mismo que el anterior, lo que quiere decir que no se cumplía
nunca. Algunas de esas desobediencias trajeron consecuencias
trágicas, como la muerte del pirotécnico Quintana y su esposa,
cuando se había advertido hasta la saciedad que las industrias
peligrosas debían estar situadas a las afúeras de la población. Pero
el español disfruta mucho más saltándose a la torera las normas
que cumpliéndolas, y así, una tras otra, han ido las corporaciones
municipales gastándose la pólvora en salvas, pues a lo que nuestros corregidores "sugerían" en orden a ese buen gobierno de la muy noble, muy leal e histórica ciudad de Valladolid, correspondían estos o aquellos díscolos con un corte de mangas cohetero.
Lo malo de la situación actual con respecto a la pasada, que ya es
historia, es la cantidad de mangas y la cantidad de días que se dan
los cortes; ya no es un ruidito esporádico aquí o un solemne petardazo allá en tal o cual ocasión. Son todos los días y a horas tan
intempestivas y tan poco festivas como las tres o las cuatro de la
madrugada.

¿Qué malos espíritus desea ahuyentar el vallisoletano petardero? ¿No se percatará de que él mismo es el ave de mal agüero que
atormenta a la población como un nublado seco? ¿Sabrá acaso
que petardo viene del latino pedere y querrá bufarse de la autoridad competente? Ya sé que alguno me argumentará que se ha progresado mucho en educación ciudadana desde que los niños, en el Campo Grande, tiraban chinas a las caras de los músicos mientras tocaban: lo sé. Pero, ¿no resulta chocante que en otros aspectos se haya avanzado tan poco? Ni siquiera se ha sofisticado el arsenal y
se sigue como cuando en los pueblos querían alejar una tormenta
y se liaban a tiros con ella hasta que se desviaba de su trayectoria.
Yo, siguiendo técnicas más depuradas y menos violentas me he
querido librar de estos particulares nublados ciudadanos con tres
fórmulas que hasta ahora habían surtido siempre efecto. Sin
embargo, ésta es la ocasión en que voy a perder la fe en creencias
tradicionales: Ahí está la guirnalda de anemisa que había colgado
en el balcón, dando al Poniente, toda reseca, ineficaz e impotente;
¿y qué decir de los cien pellizcos que me he dado, siguiendo la
virtuosa costumbre de los habitantes de Santovenia y la Cistérniga, que alejaban así infaliblemente las tormentas? Pues nada; unos
cardenales lamentables y aflictivos. Sólo me queda ya la doncella
de Nicomedia; sí, Santa Bárbara. Sé de sobra que se lo pongo difícil porque, además de la abogada contra todo tipo de exhalaciones
y meteoros dañinos, es la patrona de los pirotécnicos, pero una
santa comprensiva como ella que aguantó hasta el martirio tiene
que entender muy bien el mío. Así que: Santa Bárbara bendita que
en el cielo estás escrita con papel y agua bendita, líbranos de esos
cuescos insolentes e inoportunos y protégenos de la despreocupación de las autoridades. Amén. (Repítase tantas veces como sea necesario hasta alcanzar la gracia deseada).