12-05-1994
Más de una vez me ha sorprendido el nutrido grupo de deportistas que con sus correspondientes bolsas, efectos y atuendos espera el autobús frente a mi casa. Mientras unos sueñan con los ídolos de la NBA, otros anhelan emular a los conspicuos futbolistas cuya imagen constituye una especie de espejo en el que se
miran y remiran a la espera de verse alguna vez reflejados en él.
También me ha sorprendido —absorto en esos pensamientos— la
escasez de términos de raíz castellana para denominar la especial
indumentaria con que se viste hoy día el aficionado a practicar
algún juego: Chándal, se dice en ocasiones, olvidando que "chandail", palabra francesa, sólo denomina el traje para corredor o
para ciclista; Suéter, dicen otros, viendo en la palabra inglesa
"Sweater" (que a veces se traduce correctamente como sudadera)
la expresión más adecuada, pues de sudar la camiseta se trata…
En fin. no sé por qué, pero tengo la sospecha de que el deporte no
lo inventamos los españoles, o por lo menos ese tipo de juego que
requiere un notable esfuerzo físico, pues la maldición bíblica sólo
especifica que el sudor de la frente era para ganar el pan y nada
mas.
No queremos decir con esto que antaño no se jugara; por el
contrario, ahí está Rodrigo Caro y sus Dias geniales que demuestran la abundancia de entretenimientos lúdicros entre los antiguos.
Sin ir más lejos, si echamos una ojeada a un pasado no muy lejano, antes de que llegara el fútbol (o pílapié, como se le denominó
primero con calificativo tan cursi como poco afortunado) veremos
que los jóvenes de hace un siglo tenían sus aficiones también. Los
mayorcitos jugaban a la barra con grave peligro para los espectadores, pues más de uno salió del improvisado rectángulo establecido en las Moreras o en el Campo de Marte con los pies por delante y, lo que es peor, sin enterarse de quién había ganado por fin. Otros preferían los bolos y se iban enfrente de San Benito, donde había un local adecuado para ello, para entretenerse con los
birlos o las bochas. Si querían apostar, lo hacían al tango (o tuta, o
tarusa, como ustedes quieran) y si lo que buscaban eran emociones fuertes se acercaban al frontón o juego de pelota de la calle
Expósitos, donde luego podían hasta bañarse con todas las seguridades de salir más limpios que entraron.
Los más pequeños, a su vez, preferían entretenimientos como
la chirumba, horror de los ancianos que, ayer como hoy, sentaban
sus reales en la Plaza Mayor y veían volar sobre sus cabezas los
palitroques de tan peligrosa diversión; más de uno se quejó al
alcalde para que pusiera orden e hiciera cumplir la normativa de
sus bandos de buen gobierno, en los que se prohibía terminantemente tal tipo de pasatiempos en lugares públicos y concurridos.
Otros niños. menos agresivos, se dedicaban al tanguillo o peonza
con la que, a lo sumo, podían romper algún cristal si fallaba el
lanzamiento. De pedreas no digamos nada, porque eran el pan
nuestro de cada día y convertían algunas calles de nuestra ciudad
en un estrecho de Ormuz decimonónico; la honda era el medio
más adecuado para hacer llegar el guijarro a su objetivo (o sea la
cabeza del enemigo o del que inadvertidamente se pusiera por
medio) hasta que se puso de moda el tirachinas. Moda a cuyo
nacimiento asiste, por cierto con no poca preocupación, un gacetillero de El Norte de Castilla: "Hemos tenido el disgusto de presenciar días pasados que los inocentes muchachos han añadido una diversión más a las consabidas de las hondas y la chirumba con que ponen en un hilo la tranquilidad del traseúnte, que consiste en colocar dos alambres paralelos y sujetos entre sí con los que,
poniendo en una especie de hondita pequeña una piedra, es arrojada con fuerza por una goma, pudiendo aquella causar grave riesgo
al que tenga la desgracia de servirle de blanco".
Como antes ya hablé de los juegos de azar sólo mencionaré
aquí las chapas, jugadas generalmente, y para más inri frente a la
Casa Consistorial. Entre los de envite, la carteta o el "pasar" que
antes reunía a los desocupados en los soportales de escribanos y
que aún hoy se sigue ejecutando casi en el mismo sitio. Finalmente, y como diversión curiosa, un precedente del ya casi extinguido
e inocuo barquillero; se trataba de un círculo con una aguja giratoria que al pararse indicaba la ganancia (o la pérdida, pues jugar
costaba dos cuartos). Uno podía resultar agraciado con un pañuelo o una bandeja que, a veces, sobrepasaban en precio a lo estipulado para apostar, pero en otras ocasiones recibía, a cambio del placer de dar vueltas a la flechita, una rosquilla o una pastilla de jabón hecha en casa cuyo valor, ni por asomo se aproximaba a lo empeñado. Hoy son otros los timos y sensiblemente mayores los
valores perdidos pero en el fondo podemos decir sin temor a equivocamos que en este país (como ahora se dice) no hay nada Nuevo bajo el sol.