12-05-1994
¿Por qué jugamos tanto los vallisoletanos? Me estoy refiriendo a juegos de azar, naturalmente, y formulo la pregunta en plural porque yo también —aunque no sea más que tres veces en toda mi vida— he jugado a la lotería, como es lógico con resultados adversos. Pienso que algo funciona mal en nuestra sociedad
cuando, con una obsesión casi enfermiza, seguimos empeñados
en cambiar de vida sólo nosotros; porque no hay en la intención
que nos impulsa, ni siquiera la generosidad del narrador de cuentos que en los recreos infantiles del recuerdo acababa siempre
con aquella retahíla de "y fueron felices y comieron perdices y a
mí no me dieron porque no quisieron". No; en realidad nos daria
lo mismo que los protagonistas se comieran las perdices (que
además dan ácido úrico) con tal de que nos permitiese la diosa
Fortuna que la propinásemos un irreverente y personal pellizco.
"Sólo unos milloncejos"... Dicen algunos inocentemente. "Lo
justo para pagar las letras del piso y del coche y quedarme a
gusto". A veces somos pobres hasta para pedir. Hay otros, por el
contrario, a los que parece haberles hecho la boca un fraile:
"Pues a mi me tenía que tocar de verdad; se iban a enterar el
Julio Iglesias y toda la patulea de la Jet de lo que es un millonario. Caviar iraní a cucharón, que se me iban a quedar las boqueras más negras que las cejas de Jomeini". Bueno, ni tanto ni tan calvo.
El caso es que uno anhela quedar libre de tales o cuales cargas y ahí está el Estado con sus ordenadores (puede leerse ordeñadores) dispuesto a hacernos compartir, quieras o no, los sentimientos de solidaridad. El Estado siempre ha sido así; ya desde que se inventó la lotería en Génova, allá por las postrimerías del siglo XV para apostar qué político saldría elegido como Signoría, le vio posibilidades al juego haciéndose al poco tiempo con el
negocio de los envites. En eso no ha tenido nunca escrúpulos
morales aunque a ratos se las diese de confesional: "Los predicadores que se cansen fustigando el vicio del juego y sus funestas
consecuencias. que nosotros mientras tanto lo controlamos". Una
vez al siglo, el Estado se da golpes de pecho, se viste el hábito de
la venerable orden tercera y prohibe el juego; y entonces es peor,
claro, porque hasta que nos priven de algo para que lo busquemos con doble ahínco. ¿Que san Juan Crisóstomo advierte de los
desasosiegos y peligros de los ricos? También Bernardino de
Riberol decía que al perro flaco todo se le vuelven pulgas y a la
postre vienen a ser los pobres los más molestados con injurias,
amenazas y agravios; así que más vale cuerno de la abundancia
en la mano y que se ponga cara de Pluto, que andar coritos con
una mano atrás u otra delante como nuestra madre nos echó al
mundo.
En cualquier caso, lo que parece evidente es que jugamos porque estamos insatisfechos de nuestra vida presente; se nos antoja
vacía, monótona y tronada, pero en cuanto hay un indicio de
dolor, al más leve roce con la muerte hacemos fú y decimos como
el paralítico que iba a curarse a Lourdes y acabó con su carrito
descontrolado rodando camino de una tapia: "Virgencita mía, que
me quede como estoy". No en vano llamamos a este tipo de juegos, "juegos de azar"; el azar, que originalmente era la cara del
dado que hacía perder, se ha convertido hoy, por voluntad colectiva, en la casualidad, en lo fortuito; en la posibilidad de ganar,
aunque sea remota. Nos agarramos a un clavo ardiendo porque
somos incapaces de hacer una reflexión personal o comunitaria
sobre nuestros problemas. La inercia de la vida nos hace girar atados a una rueda de la fortuna gigantesca y medieval que nos
impulsa hacia aquí o hacia allá simulando que muda nuestra suerte cuando lo único que varía es el lugar en que nos sitúa: Ahora
arriba, más tarde abajo, después de este lado y, por fin, a aquel
otro que pensamos que jamás nos tocaría... Decimos que ya no
creemos en los cuentos, que eso son cosas pasadas, y cada vez
estamos más dominados por los símbolos que los dieron origen:
El tesoro maravilloso, el oro, el reino lejano; no confiamos en
alfombras mágicas pero utilizamos objetos encantados que nos
transportan de un lugar a otro; nos reímos de la varita mágica o
varita de la virtud, pero nos tragamos las propiedades milagrosas
de una raíz adelgazante. Nos burlamos de las bolas de cristal pero,
cada vez que tenemos ocasión, nos ponemos ante un pedazo de
vidrio que nos ofrece escenas ficticias de amor y odio, de abundancia y necesidad, de vida y muerte. ¿Qué diferencia hay entre
un muñeco de esos que sirven de animación a tantas tardes infantiles (que quedan rebanados, planchados, chamuscados y descuartizados y vuelven a la vida a la historieta siguiente) y los cadáveres que aparecen y desaparecen en los telediarios? La respuesta no es tan obvia como parece. ¿A eso hemos reducido la esperanza del ser humano“? ¿Es esa toda la sabiduría que somos capaces de
transmitir a lajuventud? Antes, en los cuentos, a los niños se les
llevaba al bosque para que se los comiera el lobo y así no fueran
un obstáculo para los designios de los padres, acabando de un plumazo con la lucha generacional; ahora, hasta con colocarles ante
la televisión para que se transformen en patitos o la bruja se les
coma el meollo y así no puedan enredar con él. Es mejor no pensar: no participar, que la ruleta nos lleve donde le plazca. Hagan juego…