Joaquín Díaz

LA VOZ DE LA ILUSIÓN EN NAVIDAD


LA VOZ DE LA ILUSIÓN EN NAVIDAD

Sobre la bondad en Navidad

12-05-1994



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Estas fiestas tan felices me aturden; todo es ruido, gritos
extemporáneos, confusión, sonrisas automáticas y gastos superfluos. Belenes vivientes donde el niño se inquieta, la virgen se preocupa, san josé aguanta, la vaca muge y la mula se come la mitad del heno del pesebre. Los felices son más felices y los infelices lo pasan mucho peor; los vínculos cercanos se estrechan y las diferencias se tornan abismos. Media Humanidad se desea paz
mientras la otra media se mata, ávida de venganza y ciega de rencor... Y, sin embargo, cada Navidad volvemos a caer en el pozo
del calendario, ocupados como estamos con el divorcio entre el
espíritu que desea y el mundo que decepciona: las guerras tejen
sobre los pueblos la red de la desesperanza en la que queda atrapado todo el género humano. Y a pesar de todo llega uno a olvidarse de esos momentos en que la vida y la muerte nos adelantan, para entretenerse aspirando el aroma del tiempo pasado o sintiendo nostalgia en el espejo de los jóvenes ojos. que pasan indiferentes a nuestro lado, y en cuyo brillo parece que el mundo tiene un
sentido que nos sobrepasa y que no nos pertenece. Una vida cotidiana en la que no existen la tristeza y las depresiones porque todo ha de responder a una estética y un orden preparados: Como un anuncio de televisión, dinámico, alegre, incitante, absorbente y sustituible inmediatamente por otro, y luego por otro y otro y otro… La inercia de la sociedad actual no deja tiempo para la
reflexión porque ello supondría crear en el individuo una conciencia constante, tensa, y por tanto crítica. Pero la exigencia propia
es moda que no se lleva esta temporada y en consecuencia está
fuera de tiempo y de lugar. Es preferible que nos las arreglemos
con lo que existe, seamos fieles al ciclo monótono y no añadamos
motivos de "inseguridad" a la aparente tranquilidad de las cosas
seguras.

Sin embargo, quisiera creer que entre quienes leen estas líneas,
aún hay algún rincón recoleto donde espera agazapada una ilusión
distinta. que nada tiene que ver con el consumo enloquecido, ni
con las prisas, ni con los malos modos, ni con las envidias, ni con
la ambición de riquezas, ni con los coches rápidos y potentes, ni
con los mejores videos, ni siquiera con el hecho de pasar unas
fiestas despreocupadamente felices. La ilusión de poder creer cada día que uno es mejor; que se esfuerza por hacer más fáciles y
positivas las cosas a quienes le rodean al no esperar grandes milagros de los gobiernos ni de los políticos, porque prefiere empezar
la casa por abajo. y no responsabilizar a las autoridades de todo lo
malo. La ilusión de no tirar papeles al suelo de las calles porque
confía en que una ciudad limpia es más cómoda para todos; la ilusión de no dar bocinazos ni voces a deshora porque piensa en ese
anciano recluido en su cuarto de estar al que el ruido de un claxon
sobresalta y molesta; la ilusión de respetar señales de tráfico aun
siendo peatón porque están ahí para contribuir al orden… Es paradójico que todas estas ilusiones, y otras muchas que se le ocurrirán a cualquiera que tenga un mínimo de imaginación, constituyan, pese a su aparente carácter normativo, el código más revolucionario que concebirse pueda en este momento; de hacerse realidad, cambiarían por completo nuestro entorno y darían sentido a
palabras vacías ya de contenido como ciudadanía, solidaridad o
educación. No estoy confundiendo al enemigo, no. El enemigo no
es ese energúmeno que rompe la farola o destroza una papelera
para provocar la hilaridad de su grupo o para demostrar que también es capaz de ostentar brutalidad u osadía en territorios que no
son los suyos; a ése, sus hijos le sacarán los ojos y bastante dicha
tendrá con no ver que sus nietos le sacarán la lengua. El enemigo
está en nuestra propia desidia, en la apatía que nos deja inermes;
en no saber mantener alta la bandera de lo bello, de lo honrado, de
lo digno y de lo noble. El enemigo está en la desilusión con que
dejamos que gire y gire la rueda del año sin saber muy bien qué
papel nos ha dejado jugar la sociedad que todo lo programa y lo
controla. Ahí está el "quid". Cuando la ética se convierte en algo
tan elevado que parece un aerostato al que ya resulta difícil vislumbrar; cuando la estética es tan colorista, superficial y presumida que sólo espera verse enmarcada y colgada en una galería de arte, uno debe volver su mirada a la tierra, a lo real, y que sus pupilas se empapen en las charcas de lo cotidiano donde se reblandecen las alas de cartón del orgullo ignorante.

Y ahí, sobre las ruinas de tanto corazón desabrigado, que son
como ese espejo frío matutino donde se refleja la miseria de la
sociedad antes de los afeites, debe uno alzarse aguzando el oído
para no seguir insensible a la llamada de una voz que cada año se
aviene a que le pongamos en uri pesebre para darnos cumplido
ejemplo de ilusión. Ilusión que no transmiten los altavoces
estruendosos ni las luces parpadeantes, remedo de estrellas orientales; ilusión que no consiste en hacer las cosas bien una vez al
año sino después, o antes, cuando no hay panderetas que acompañen los sollozos de las soledades ni turrones que endulcen el agrio paladar del contratiempo. A esa ilusión me aferro porque es la
única que me ofrece confianza susurrándome al oído que todo
puede ir mejor.