12-05-1994
Después del primer escrito sobre las campanas en Valladolid, muchos amigos vinieron a recordarme datos o curiosidades acerca del tema, instándome a que completara los aspectos menos conocidos de este sonoro instrumento. Aun a riesgo de resultar pesado, no resisto a la tentación de insistir sobre ello. Para empezar, ¿se han fijado ustedes en el rico vocabulario que genera su
uso? La campana puede sonar, doblar, repicar, tocar, volear, voltear... Eran tantos los toques diferentes que casi a cada instante se le
podía denominar de un modo distinto. Había tres momentos del
día que eran recordados a través del sonido de los bronces: El
alba, toque que recibía el nombre de "Ave María", el mediodía,
que correspondía al "Angelus", y el ocaso que era cuando la campana tocaba a la oración. Junto a estos tres hitos cotidianos sonaban recordatorios de actos litúrgicos, como misas, rosarios, procesiones, bodas, funerales y toques de difuntos. Y entremezclados con ellos, convocatorias a acontecimientos civiles o religiosos como podían ser el toque a concejo, a hermandad o cofradía, a
vecera, a fuego, a vísperas, o incluso contra el nublado que amenazaba la cosecha. Hay gente mayor que todavía recuerda cuando se convocaba por medio de la campana a concejo abierto en el que, de forma ordenada, cada vecino expresaba sus carencias o se tomaban decisiones colectivas; hace poco, durante un viaje realizado al valle de Ancares, en León, he visto tocar a vecera para
que el ganado se reuniese junto a la fuente del pueblo y la persona
a la que le tocaba el turno saliese hacia el monte con las cabras de
todos los convecinos. Hermosa, justa y solidaria forma de convivencia que soluciona de manera práctica el problema de cada vecino que tenga que salir diariamente con su ganado; así, cada tres o cuatro cabezas, por ejemplo, obligan a conducir el rebaño propio y el de los demás un día a la semana, repartiéndose de ese modo la pesada carga de estar todo el día pastoreando y permitiendo, al mismo tiempo, la realización de otras tareas ineludibles.
Otro detalle que pone de manifiesto la solidaridad comunal, por
desgracia debilitada de día en día, era el de las cofradías. Precedente honroso de organizaciones que hoy realizan sus funciones de
forma mucho más fría, la cofradía cumplía, a través de sus miembros los cofrades, con el humanitario deber de acompañar en la
agonía a un hermano o de enterrarle en sagrado aunque hubiese
muerto lejos de su tierra. Pues bien, hasta la agonía de ese ser
humano tenía su toque campanil especial que convocaba al resto
de la comunidad a despedir a uno de sus miembros. Para distinguir
después si quien había muerto era hombre o mujer, el sacristán
tocaba un número diferente y determinado de veces (tres para el
hombre y dos para la mujer, por ejemplo). La muerte estaba presente de modo natural y consciente casi todos los días del año,
aunque había uno especialmente —mejor dicho, una noche— en que,
o bien para recordar a los seres queridos que se fueron o bien para
evitar que sus espíritus volvieran —que para todo hay interpretaciones—, una persona (el sacristán o algún cofrade de Animas) se
encargaba de doblar durante la noche con un toque lento y lóbrego
que en el silencio y la quietud nocturnas se hacía más dramático:
Era la noche de difuntos; y ya he escrito alguna vez que el encargado o encargados de hacer sonar la campana reunían leña (a veces
víveres y bebida también) y, si bien no frecuentemente, podían
acabar la noche o en borrachera (que igualmente era sonada) o en
incendio, pues la lumbre preparada para calentarse alcanzaba alguna madera de la torre y se comunicaba al resto de la iglesia.
La campana era, pues, un simbolo popular aunque sobre él
sólo tuviesen jurisdicción ordinaria determinadas personas: El
párroco, quien asimismo tenía el privilegio de ver su nombre perpetuado a veces en el bronce (muchas campanas llevan inscrito, además de "JHS", "Ave María" y el año de fabricación, el nombre del cura que las encargó: "Se hizo siendo párroco don Fulano de Tal"), y el sacristán, aunque éste tuviera que delegar sus poderes
en otra persona para que efectuara los toques preceptivos cuando
él acompañaba al párroco en procesiones o entierros, haciendo
bueno aquel antiguo refrán que dice: "Repicar y andar en la pro-
cesión, cosas incompatibles son".
Sólo una vez al año callaban las campanas, sustituidas por las
ásperas carracas, como testimonio de respeto a la tristeza de la
Iglesia por la muerte de Cristo. Restallaban entonces las lengüetas
y los mazos de carracones y matracas cumpliendo, con el mismo
orden y precisión, la tarea habitual de las campanas mientras
esperaban éstas, desatada la cuerda del badajo para alejar tentaciones, que llegara el día de Gloria para volver a sonar.