12-05-1994
Era costumbre secular en nuestra ciudad, y sobre esto ya he
escrito alguna vez, la de avisar de un peligro grave, como incendio, inundación, etc. por medio de las campanas; cada barrio, apiñado alrededor de una parroquia, tenía asignado un número de toques para que, una vez efectuado el de rebato, los voluntaries supiesen hacia qué calles habían de dirigir sus pasos a prestar
ayuda. Así, la Catedral daba un toque, la Magdalena 2, la Antigua
3, San Martín 4, San Miguel 5, San Esteban 6, San Juan 7, San
Pedro 8, San Andrés 9, San Nicolás 10, San Lorenzo 11, Santiago
12, El Salvador 13 y San Ildefonso 14. Alguno se preguntará si el
sacristán con los nervios del momento no dirigiría a los vecinos
hacia el punto menos indicado. Pues en efecto; así sucedía con
frecuencia. Y si esto pasaba en Valladolid que sólo tenía catorce
parroquias, imagínense lo que podía suceder en Madrid. Tan
grave se puso el problema, que en 1864, un tal López Oliveros
envió un Manual indicador al Ministerio de la Gobernación para
que lo pusiera en práctica. Claro que, si uno lee el proyecto, sospecha que induciria a más confusión si cabe. Sirva como muestra
este párrafo: "Ocurre un incendio en el nº15 de la calle de las
Huertas, casa que en el indicador tiene el nº1525, por ejemplo.
Las dos campanas de la Parroquia que dan la señal tocarán, dando
la primera campana una campanada que señala el número 1 y la
segunda 5 campanadas; dos otra vez la primera y cinco la segunda". O sea que si uno se perdía contando toques podía aparecer en Móstoles con un poco de suerte.
Las campanas tenían y tienen una vida limitada, así que no era
extraño que, de vez en cuando, alguna se abriera o el badajo se
rompiera enmudeciendo temporal o definitivamente. En otras
ocasiones no era el tiempo o una defectuosa fundición lo que acababa con el tañido familiar y útil de la campana, sino la "piqueta
revolucionaria" como sucedió en septiembre de 1868 cuando las
masas exaltadas echaron al suelo casi todas las de Valladolid.
Nuestra ciudad quedó en silencio durante algún tiempo mientras
se extinguía el furor de los más encendidos anticlericales y, poco
a poco, prudentemente, fue reemplazando los antiguos bronces
por otros nuevos costeados por ricos "propietarios", como entonces se decía, o por el fervor de la feligresía que echaba de menos
su sonido. De hecho, casi toda la vida de la ciudad se regía por el
toque —no siempre desesperado, afortunadamente— de la campana. Había volteos que anunciaban actos religiosos y otros civiles (en la Antigua, por ejemplo, existía una memoria para que tocase la campana mayor la víspera del día en que había grado de licenciado de la Universidad). El sacristán o campanero cumplía su
obligación como si estuviera oficiando un ritual y se ayudaba casi
siempre para ello de cancioncillas que correspondían fielmente a
los tirones que debía efectuar en cada cuerda. Alguno se excedió
en sus funciones, causando más mal que bien con su celo, como
sucedió en la Catedral un día de Corpus de 1730, cuando, echada
a volar la campana grande a toda velocidad, se rompió. La reparó, según nos relata Ventura Pérez en su Diario, Raimundo Rodríguez, vecino de Villanueva de Duero, y la subió con un torno desde Los Caños, Pedro de Rivas. Más cercano en el tiempo estuvo el trance que casi ocasiona el jubiloso sacristán de San
Lorenzo al confundir un toque de alegría procesional con el
"reloj suelto" y voltear con tal energía la campana que el badajo
salió disparado, yendo a caer a los pies de un anciano a quien,
con toda seguridad, le salvó su lentitud evitando así el peligro
que le venía de lo alto. Por todo ello, la gente de la ciudad se quejaba de los toques extemporáneos (como el de unas monjas que al acabar una obra de albañilería se alegraban echando las campanas al vuelo), excesivamente violentos (como el de los campaneros que subían a las torres sólo para hacer ostentación de fuerzas, dañando los oídos y las pobres fábricas de las iglesias que tenían
que reponer las campanas rotas). ¿Que quién reponía esas campanas? Había algún fundidor ambulante —casi todos los campaneros eran o habían sido ambulantes— que establecía su taller temporalmente en nuestra capital para atender todas las demandas que se presentaran; enviaba cartas a los párrocos de la diócesis ofreciendo sus servicios y esperaba a recibir solicitudes que siempre llegaban. En algún caso, si era fabricante avalado por su seriedad,
bastaba con que enviase los avisos a los párrocos desde su casa y
éstos le contestaban por correo a su domicilio. Cuando había reunido suficiente número de peticiones como para justificar un viaje, el artista se desplazaba. Tal ocurría el siglo pasado, por ejemplo, con Nicolás María Díez, de Villarente (León) quien, además de en Europa y América, compuso y fundió campanas
para las torres de León, Astorga, Zamora, Palencia, Santander, Burgos, Oviedo y, cómo no, Valladolid. O con Fernando Ballesteros y Lastra, de Meruelo (Santander) quien surtió de campanas a los pueblos de Rueda, La Seca, Villaverde de Medina, Renedo de Esgueva (donde estableció su obrador en muchas ocasiones) y
Valladolid.
Más recientemente, ya avanzado el siglo XIX, algunas fundiciones locales de tipo industrial (como la de Prádanos, en la calle Cantarranas, y la de Cuny, en Fuera el Puente 11) empezaron a hacer la competencia a los artesanos tradicionales, acabando, como en tantos otros casos, con una antigua costumbre.