Joaquín Díaz

DE LOS CUARENTA PARA ARRIBA…


DE LOS CUARENTA PARA ARRIBA…

El colegio de Lourdes

12-05-1994



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Hace poco celebramos, quienes salimos del Colegio de Lourdes hace veinticinco años, las bodas de plata de nuestra promoción. Por una serie de circunstancias me tocó de nuevo en suerte la responsabilidad de salir a la pizarra para hablar ante mis antiguos compañeros. Me resultaba difícil, sin embargo, hoy como
ayer, alzarme como intérprete de las sensaciones de toda una
generación, de sus ilusiones y sus realidades. Traducir los propios
sentimientos al lenguaje de todos o convertir en gestos una vida,
sería además, como traicionar la propia intimidad… Me quedaba la
esperanza de que el recuerdo compartido de tantos sueños en
estancias comunes nos hubiera dejado una misma capacidad para
la emoción. Pedí pues que fuésemos por un instante espectadores
de nosotros mismos y volviésemos, con la añoranza de la juventud perdida, nuestra mirada a un ayer no tan lejano: "Veinte años
no es nada" —decía Carlos Gardel— y veinticinco se me antojaban,
a estas alturas, muy poca cosa. Porque, conscientes de ello o no,
todas las situaciones vividas en aquella época estaban ahí, al
alcance del recuerdo: Las íntimas amarguras, la alegría descontrolada, la sensación primeriza y desconocida de la angustia, las bromas, las pequeñas ambiciones, la generosidad compartida, la envidia amarga, el sutil desasosiego de los pasillos vacíos; las aulas vivas donde treinta o cuarenta pequeños mundos, hechos de paisajes interiores, contemplaban el paso de las horas, entretenidos por la ciencia y con frecuencia seducidos por la distracción de
las ventanas. Ventanas que a ratos dejaban entrar el ruido de la
ciudad viva o las figuras caprichosas de las nubes como mechones
blancos. Ventanas que transmitían como un espejo los reflejos
húmedos del jardín en otoño o los instantes dorados de cualquier
crepúsculo… Y qué decir de las tardes de junio somnolientas con
el rumor de los insectos y el canto de los pájaros recordándonos
que la vida estaba fuera, en el jardín. Aquel jardín del estanque
verdoso y tonos de paraíso prohibido donde todo era extraño y
distinto, desde la desconcertante crueldad del águila, mirándonos
con ojos que hablaban otro lenguaje, hasta el perfume de las rosas
o la floración de los arbustos...

Ciertamente no se respiraba el mismo aroma al subir desde el
patio de abajo; el efluvio artificial de las cocinas, con la oronda per—
sonalidad del hermano Ladislao o el hermano Fermín a la puerta,
eran la respuesta maniquea a tanta y tan atractiva belleza.

Y presidiéndolo todo la figura del maestro, del Hermano, del
educador. Aquel "Ave María purísima", o el "Usted lo pase bien".
La mano que estaba allí para guiarnos a través de la confusión y
del misterio: esa mano que, lo mismo se dejaba besar que nos atizaba un capón en las horas infelices de la incomprensión. Cuántos
rostros vigilantes, cuántas preguntas sin respuesta, cuántas filas
derechas, cuántos silencios contenidos... Ahora que podríamos hablar, sin embargo, las palabras tienen otro valor y otra densidad. Nos sabemos casi todas las lecciones (al menos eso nos parece) y son otras las bocas que demandan
contestaciones; Otras existencias las que requieren el consejo.
Afortunadamente ya no tardan tanto como entonces en pasar los
días; todas las edades tienen su premio y, así, los problemas de
ahora suelen resumirse en la falta de tiempo o en el exceso de trabajo. No tienen nada que ver con la exactitud, a veces exasperante, de los horarios colegiales: Misa. clase, recreo, clase, comida, clase, vela, bendición. etc., y así una y otra vez. Sólo los paseos a la finca para hacer deporte o las visitas extraordinarias del delega do de Nestlé con el reclamo de sus cromos de colores demostraban que podía existir lo imprevisto.

Y ahora que hemos vuelto al Colegio para pasar dos días juntos, creo honradarnente que no merecen la pena los balances.
Todos hemos disfrutado y sufrido entre esas paredes y sólo nosotros conocemos el alcance de aquellas impresiones. Pero los recuerdos infantiles, aunque sólo consistieran en escenarios azulados y sueños imposibles, serían el mejor recurso para demostrar que hemos vivido.

Con los cuarenta años, la existencia del ser humano empieza a
fluctuar entre el futuro y el pasado, y dicen que en el equilibrio
está la dicha. Lo que parece innegable es que, de los cuarenta para
arriba, además de vemos obligados a observar las precauciones
que aconsejan aforismos populares, el recuerdo brota como un
venaje inevitable y complaciente.