Joaquín Díaz

LA INFANCIA


LA INFANCIA

Recuerdos infantiles relacionados con mi abuelo y los cuentos

12-05-1994



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Los desplazamientos veraniegos de mi infancia coincidían,
inexorablemente, con la visita anual al abuelo Joaquín; las vaca—
ciones estivales tenían así (todavía ignoro por qué maravillosa
casualidad) un cenit cuyo grado máximo eran los tres o cuatro
días que pasábamos en su finca. Los largos paseos entre frutales,
el aroma de la flor del aligustre, la irreprimible emoción de bor-
dear las colmenas que limitaban la casona, la fuente del zaguán
con su permanente murmullo, eran elementos que hacían cada
año más atractiva la breve estancia; pero lo que realmente nos
transportaba a otro mundo, eran las historias de mi abuelo; sus
acertijos, sus juegos y, sobre todo, sus cuentos. Cuentos largos,
breves, escatológicos, fantásticos, de obispos, de locos, de aldea-
nos; al atardecer, cuando se comenzaba a presentir la tan deseada
brisa del crepúsculo, nos reuníamos la familia, y los cachicanes
que habían regresado del trabajo, en torno al sillón de mimbre de
mi abuelo, quien encendía lentamente su pipa y comenzaba a
engañarnos con sus relatos; no había casi nunca (al menos yo no
lo recuerdo) una introducción formulística que nos alertara del
inicio del cuento, pero es que frecuentemente iban enlazadas
anécdotas chocantes que le habían sucedido a él mismo (cuando
—obligado por su profesión de topógrafo— tuvo que recorrer media
España para levantar planos aquí y allá) con chascarrillos dignos
de la mejor y más florida picaresca hispana. El resultado era for-
midable: Allí reíamos todos, chicos y grandes, hombres y muje-
res, y nos daban las tantas escuchando los cuentos de la mariposita, de Juan sin miedo y de Riquete el del copete, entre otros; recuerdo vivamente aquella facecia que luego he encontrado en algún periódico de época, del loco que se creía la Santísima Trinidad y a quien, por lo desastrado que iba, le pregunta un día el médico del manicomio: Y usted, ¿cómo va asi, hombre de Dios?
A lo que contestaba el orate con resignación: —Es que somos tres
a romper.

Desataba mi imaginación el herrero Panicatorce, vencedor del
infierno y de todos los demonios con su astucia. Para quien no
conozca el cuento, y como un pequeño homenaje a la memoria de
mi abuelo de quien tanto aprendí, me voy a permitir transcribirlo
en una versión, lejana ya a la frescura viva de la oralidad, que
publiqué hace años:

Había una vez un rey que, al casarse su hija, llamó al herrero
Panicatorce para que le hiciese una cama, y le amenazó de muerte
si no se la terminaba en un día. El herrero, que sabía que no la iba
a poder terminar, viéndose perdido, llamó a los demonios para
que le ayudaran.

—Iremos con la condición de que si hacemos la cama te vienes
con nosotros al infierno.

Como Panicatorce no tenía otra solución dijo que sí. De modo
que se presentaron allí unos cuantos demonios y se pasaron toda
la noche trabajando. Por la mañana estaba la cama terminada; se
la llevaron al rey y éste quedó muy contento.

Pero al día siguiente se presentaron los demonios a por Panicatorce, y como él no estaba muy conforme con irse al infierno, les dijo:

— Mirad, mientras yo me prepare, os subís a unas higueras que
tengo ahí en el huerto y os coméis los higos.

Cuando ya estaban todos en los árboles, desde una ventana
llamó a los chicos que salían de la escuela y les dijo:

—Os dejo que tiréis todas las piedras que queráis a las higueras.

Los chicos, qué más querían, se llenaron las carteras de piedras y pim, pam, pim, pam, no dejaron un demonio sano.

Pero al otro día llegaron muchos más y le dijeron:

—Ahora sí que te tienes que venir con nosotros.

—Bueno, pero mientras me prepare, os podéis bajar al pozo que
hay unas truchas riquísimas y las pescáis.

Cuando estaban abajo, cogió Panicatorce una piedra tan grande como el broca] del pozo, la tiró y ya no pudieron salir los demonios.

Pero al pasar unos días vinieron muchos más demonios y se le
llevaron. Al llegar al infierno dijo Panicatorce:

—¿Pero cómo vivís en estas casuquillas? Traer hachas que
vamos a cortar árboles para hacer una buena casa.

Se pusieron a trabajar, y cuando Panicatorce llegó a un árbol
muy grande, llamó a todos los demonios y les dijo:

—Mientras yo corto el árbol, sujetarlo fuerte para que no se
caiga.

Conque pusieron los demonios las manos en el árbol y cogió
Panicatorce un hacha muy grande y ¡zas! dio un golpe tan fuerte,
tan fuerte, que les dejó a todos sin manos, y se fue de allí para no
volver jamás. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Cada verano soñaba yo con las casuquillas del infierno y, en
las duermevelas (a las que contribuía no poco el pesado zumbido
de los mosquitos en la oscuridad) acababa preguntándome a
dónde se podía haber ido Panicatorce para no volver a ver jamás a
los demonios, y recordaba a Elías, el misterioso personaje bíblico
de quien nos aseguraban en el colegio que estaba en algún punto
de donde volvería para el juicio final. Así, colocaba en el mismo e
idílico lugar a Panicatorce con su enorme hacha y a Elías con su
carro y ambos en amigable conversación. Pero al imaginarme al
herrero como héroe no podía por menos que aplicarle la cara y los
gestos de mi abuelo a quien, por cierto, habíamos mitificado ya
por las rarezas que nos contaban de él: Que si para salir de viaje
en sus años jóvenes se vestía con una indumentaria que no se quitaba hasta que regresaba a casa un mes después, quemándola en el
jardín antes de entrar a saludar a mi abuela; que si se había quedado calvo por la costumbre de mojarse el pelo y ponerse inmediatamente la boina calada hasta las orejas; que si al comienzo de la guerra había perdido la vista por completo para recuperarla, a poco de finalizada la contienda, como negándose a contemplar
voluntariamente tanta locura; que si (pese a su incipiente cáncer)
se obcecaba en comer alubias todas las noches aun sabiendo que
iba a vomitarlas irremisiblemente, porque el placer de comerlas
era muy superior a la molestia de arrojarlas; que si no había ido
nunca a misa pero le gustaba que los curas le fuesen a visitar,
dando por cumplido así el precepto dominical... En fin, un individuo irrepetible por tantas cosas, mi abuelo, pero fundamentalmente (y por eso le traigo a colación), por la facilidad para transformar la realidad en fantasía y viceversa.

No voy a aburrir otra vez repitiendo la cantinela de que con el
abandono alocado del idioma, de sus giros y expresiones, se nos
va lo más valioso e interesante de nuestra identidad; ya lo he
dicho tantas veces que ahora no me queda más consuelo, —pobre
consuelo— que comprobar resignadamente lo tristemente cierto de
mi vaticinio aunque, en lo que respecta a mi trabajo, todavía trate
de paliar las consecuencias y los efectos secundarios del error
cometido.

Por eso creo que sigue teniendo sentido la publicación de
libros de relatos, donde los niños aún pueden contemplar —como
en el retrato de un antepasado— los rasgos que caracterizaron a las
gentes de esta tierra, para valorarlos y estimarlos como algo propio y preciado. Incluso, deteniéndose en ello y esforzándose, todavía se pueden reconocer en ese retrato facciones y gestos que, pese al tiempo transcurrido, corresponden exactamente a los que nos vemos todos los días en el espejo.

En cualquier caso, frente a la memoria que encadena a los pue—
blos a sus propios errores yo me quedo con la memoria libertadora de mi abuelo que convertía todo en fantasía con su retórica
maravillosamente mendaz. Déjenme que les cuente una historia
más, tal vez una de sus favoritas, a la que cada año le añadía un
detalle y perdonen de antemano la pobre transcripción:

Antes, la visita del obispo al pueblo era un acontecimiento;
sobre todo, si el lugar era pequeño y la visita no era anual, la llegada, que coincidía con la época de las confirmaciones, revolucionaba a todo el mundo. Se reunía el concejo y se tomaban los acuerdos pertinentes para que su ilustrísima se sintiese como en casa. Bueno, pues en este pueblo llevaban varios meses con la intranquilidad en el cuerpo porque se acercaba la fecha y todo el
personal quería aportar ideas. Y en una reunión se le ocurrió a un
concejal (el mundo se ve siempre a través del propio cristal) que
tenía el muelle flojo y el cristalino turbio, que el obispo, a pesar de
toda su santidad, podría tener un apretón y había que tener dispuesto un retiro adecuado. La propuesta inquietó no poco a la corporación porque en el pueblo no había —ni siquiera en la major casa— más que el clásico corral donde cada cual se despachaba a gusto con la ayuda de su propio esfuerzo y la colaboración, no
siempre positiva, de las gallinas picamierda. En fin, que se avisó
al carpintero y en un anejo de la sacristía se dispuso un sitial que
talmente parecía un patíbulo, de forma que un acólito pudiera
situarse debajo con un escobón para, una vez finalizado el sencillo
pero vital acto, dar un pase esclarecedor y definitivo sobre las ilustres posaderas del visitante. Conque, mira por dónde, la abundante
comida o el ajetreo movieron el vientre del señor obispo tan reciamente que, con discreción, tuvo que preguntar al vicario por un
lugar suficientemente privado para aliviar su necesidad. Con enorme satisfacción se le indicó el improvisado retrete y allá que fue nuestro prelado para evacuar y no precisamente consultas. Pero al aldeano apercibido para el caso, que siempre había puesto el huevo a la primera, le faltó tiempo, en cuanto vio que había pasado el primer envío, para dar el brochazo consiguiente con decisión
y energía. Sorprendido el obispo ante tan inesperado ataque se
levantó sobresaltado y quiso observar qué extraño y diabólico
fenómeno le tentaba por su parte menos sagrada. El aldeano que
percibió movimiento en el trono y pensó que su trabajo no había
quedado completo, lanzó un segundo viaje con el hisopo en el
momento justo en que su eminencia asomaba el rostro, dejándole
hecho un Tobías y rebozado en la naturaleza de sus propia cámaras. Esto digo y no miento, que como me lo contaron lo cuento.