Joaquín Díaz

A UN GRAN ARTISTA


A UN GRAN ARTISTA

Insignia de oro del Colegio Lourdes a Pedro Zuloaga

02-06-2015



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Al artista se le conoce por sus obras. En ese sentido, bastaría con consultar la biografía artística de Pedro Zuloaga -solo o en compañía de quien formó con él uno de los dúos más completos en la historia de la interpretación a dos pianos, que fue Miguel Frechilla-, para comprobar que esas obras son muchas y muy meritorias, tanto en el terreno de los conciertos como en el de las grabaciones. Las mejores críticas avalan ambas actividades, y su carrera como dúo sirvió de ejemplo para la formación de nuevas vocaciones musicales incluso después del fallecimiento de Miguel, al crearse por parte de la Diputación de Valladolid el concurso internacional de piano Frechilla-Zuloaga por el que han pasado, a lo largo de los últimos años y durante una docena de ediciones lo mejor de las nuevas generaciones en la interpretación pianística internacional.
Ambos, Miguel y Pedro, fueron profesores durante muchos años en el Conservatorio de Valladolid desarrollando una labor de cuya importancia y alcance dará idea el hecho de que numerosos alumnos suyos han seguido las carreras de la docencia o de la interpretación con altísimos resultados. Aprovechando que estamos en el Colegio de Nuestra Señora de Lourdes, centro en el que estudió Pedro, y que la educación lasaliana rara vez suele dejar indiferentes a sus educandos, añadiré que Frechilla y Zuloaga fueron mucho más que profesores porque su vocación fue la de educar. Profesor es quien comparte sus conocimientos con otros y lo hace hablando en público, pero un educador es quien conduce o guía. Hace un par de años, e invitado por el Colegio e escribir un prólogo para una de las magníficas exposiciones que prepara con dedicación y esfuerzo ejemplares Miguel Ángel García, -repito-, hace un par de años recordaba en ese exordio que educar es conducir, dirigir, y que hay implícito en ese ejercicio un sentido de responsabilidad moral o ética, porque no basta con tutelar un recorrido sino que se precisa llevar a alguien desde un punto a otro, sacar de: e-ducar. Y hablaba de la trascendencia de la educación y de la formación en la vida de los individuos: formar es algo más, ya que entre las acepciones de la palabra está también la de congregar a diferentes personas para que constituyan un cuerpo moral. No sólo un conjunto de hileras más o menos ordenadas parecidas a las que se hacían cuando, a toque de silbato, nos reunían en el patio antes de subir a clase, sino un cuerpo moral, es decir un grupo de personas imbuidas de la misma necesidad de compartir valores, de contribuir a mejorar la sociedad o de transmitir una experiencia existencial –aunque sea de viva voz- a los más jóvenes. Una de las mejores virtudes de Pedro Zuloaga es que ha querido compartir sus valores -los que recibió en este Colegio y los que adquirió después a lo largo de toda su vida artística y musical-, con sus alumnos, con quienes se han acercado a su magisterio para conocer y apreciar mejor el Arte con mayúscula. Cuando hace unos días le pedía a Diego Fernández Magdaleno, premio nacional de música y extraordinario pianista también, que me recordara alguna anécdota de su época como alumno de Pedro en el Conservatorio, me confesaba sin dudar un momento irrepetible, una circunstancia única que había tocado su sensibilidad como una luz repentina e iluminadora. Y me decía Diego: "En sus clases del conservatorio -y me aclaraba que Pedro enseñaba Estética e Historia de la Música- explicaba en profundidad las obras y los compositores menos frecuentes. Uno de mis recuerdos más hermosos de la etapa en la que fui alumno suyo es la audición, una mañana de sábado, con un frío terrible, de "Le jeu de Robin et Marion", de Adam de la Halle. Realmente inolvidable" -concluía Diego-. Y es que ese momento en que la música se hace realidad, se manifiesta dando alas a nuestros sentidos, puede cambiarnos la vida gracias a la indicación leve o a la orientación elegante y sabia de un educador.
Muchas personas han descrito con admiración y sorpresa el instante en que percibieron, por encima de la frialdad de los estudios o de la aridez de los signos, la elegancia de la música: ese aroma antiguo, esa emoción exquisita que nimba las formas y el contenido de aquello que un músico se encargó previamente de trabajar y pulir con esfuerzo y sensibilidad. Y ese instante al que me refiero suele llegar en forma de rayo que descabalga y convierte a la persona, como dice el Nuevo Testamento que le sucedió a San Pablo camino de Damasco. Uno está distraído, absorto incluso en los propios pensamientos y una sensación desconocida se cruza como una exhalación obligándonos a reflexionar o, lo que es lo mismo, a doblar, retorcer o hacer añicos nuestra rígida concepción de las cosas y conduciéndonos a través del goce estético hacia el crecimiento personal y artístico. Puedo aportar un testimonio más: cuando hace muchos años coincidí con Pedro como miembro de un jurado, hablando de todo un poco le comenté mi entusiasmo por una obra de la que estaba disfrutando en ese momento: el concierto para violoncello en DO de Haydn. Lejos de apaciguar ese entusiasmo Pedro me habló casi con la misma vehemencia de otro concierto que yo no había escuchado todavía, el concierto en RE para el mismo instrumento, también de Haydn, en el que la exigencia y dificultad para el solista engrandecían el virtuosismo que yo parecía buscar en aquel momento como principal aliciente. Debo confesar que esa forma inteligente de conducir el gusto aprovechando impulsos entusiásticos se me quedó grabada como algo paradigmático.
Y eso, junto al éxito mucho más evidente y difundido, es lo que hoy quiere reconocer esta distinción que le va a entregar la Asociación de Antiguos Alumnos del Colegio de Lourdes. La capacidad de entrega y la ejemplaridad de un magisterio que trasciende lo puramente artístico para acceder a un humanismo que enriquece y dibuja con firmas trazos de bonhomía a una gran persona.