07-03-1995
Debo confesar que mi relación con el cuento tradicional ha sido, casi siempre, una relación tangencial. Por supuesto que estoy interesado, desde hace más de veinte años, por la cultura tradicional y dentro de ella por aquellos aspectos de la tradición oral que todavía perduran entre nosotros; sin embargo, el primer contacto de tipo académico que tuve con esta modalidad narrativa fue en un congreso sobre literatura donde coincidí con un hispanista especialista en cuentos, sobre todo del siglo de oro: Maxime Chevalier. En una mesa redonda Chevalier recordó que uno de los problemas con que en aquel momento se enfrentaba el relato tradicional era que casi nadie recogía ya cuentos en España; finalizado el acto me acerqué a decirle que ponía a su disposición cerca de un centenar de cuentos que, hasta esa fecha -y como producto colateral de un trabajo de campo dedicado sobre todo a romances y canciones- habíamos recogido en Valladolid. Ambos decidimos hacer un librito juntos y a partir de ese instante me interesé más en serio por el cuento cuya terminología me producía hasta ese momento una sensación de equivocidad; me parecía -y me remito a dichos, a frases hechas y conocidas de todos como "no me vengas con cuentos" o "eres un cuentista"- que tanto lo que se transmitía en esos relatos como la persona encargada de comunicarlo estaban sometidos a un prejuicio crítico por parte de la sociedad. Por otro lado, la amplitud de límites en la definición de lo narrativo, así como la frecuente confusión a que inducían las clasificaciones de los estudiosos, venían a complicar aún más la situación. Decidí, a la vista de aquel enredo, ir al cuento oral, sin olvidar desde luego que podía haber sido escrito previamente; de hecho, cuando hicimos la selección para el librito de que he hablado, tuvimos ciertas dificultades para incluir un relato que había recogido en boca de una buena narradora y cantora acerca de cuyo repertorio no albergaba ninguna duda. Y sin embargo, de entre la veintena de cuentos que me transmitió, éste sobresalía por no ajustarse del todo a las normas habituales del cuento tradicional; finalmente encontramos una primera versión escrita de aquel relato al que ya habíamos bautizado con el título de "El libro de Salomón". No creo que esta señora lo hubiese leído, pues prácticamente no había sido lectora en toda su vida; alguien, probablemente, habría hecho en su entorno familiar una lectura de aquel libro y ella se había quedado con los temas y frases importantes hasta conseguir un notable y eficaz resumen de la narración -larga y a ratos pesada- de Calleja, convirtiéndola en una forma sintética y bastante perfeccionada.
Versión literaria y oral.
De este primer contacto extraje la conclusión de que el género dependía (como en otros modos tradicionales de expresión) de los transmisores, a quienes comencé a considerar, a partir de ese instante, como "especialistas" en comunicación de su repertorio.
Siempre que tengo que escribir sobre ese repertorio tradicional y popular recurro a la metáfora del río: Ante nuestra vista, las aguas de una corriente fluvial nos ofrecen, por lo menos, dos niveles de contenido; el agua superficial, más rápida, que pasa y desaparece (la música y la literatura de época) y las aguas profundas que arrastran sedimentos a través de los cuales se puede llegar a estudiar el origen y las características de las tierras que el río ha ido atravesando hasta llegar allí. Esas aguas se mueven lentamente pero contienen elementos traídos desde muchos kilómetros atrás y llegados al cauce desde otros afluentes que aportaron su raudal a la corriente común. La cultura tradicional es algo así: Depende de esos "especialistas" (el músico popular, el narrador de historias, el alfarero, el herrero, etc), pues cada uno de ellos aporta a la sociedad conocimientos decantados a lo largo del tiempo, pero incorpora además otros que va creando dentro de un "estilo", algo así como un cauce, que, por experiencia conoce muy bien. Ese "estilo", que a veces puede llegar a constituir una seña de identidad, tiene una estructura y se ajusta a unas normas; quien conozca esas normas y las aplique correctamente puede allegar al repertorio común nuevas aportaciones que no desentonarán del resto. Es un acto mecánico y frecuentemente inadvertido, pues, si bien esos creadores o "especialistas" han sido muy estimados hasta nuestra época dentro de la comunidad en la que vivían, su acto creativo no trascendía del ámbito local y si por casualidad alguien de fuera escuchaba esos temas los podía tomar por antiguos o, al menos, colocarlos sin prejuicios dentro de ese "estilo" al estar refrendados por quien los narraba o cantaba y por su conocimiento de la tradición.
Ese narrador, pues, conoce la forma, la estructura habitual del género y sabe aplicarla, por lo general, sabiamente. Utiliza entradas de tipo formulaico ("Erase una vez", "pues esto era", "erase que se era") con las que nos introduce dentro del cuento, dejando claro que ha iniciado la narración y abriendo la puerta a un mundo diferente y pleno de sugerencias; a partir de ahí se crea una atmósfera distinta que predispone a la escucha. Luego, el narrador o narradora desarrolla el nudo de la acción, el argumento, que nos presenta con dos tipos de proposiciones, unas básicas o elementales que constituyen el armazón de lo narrado y otras que amplifican o recrean (por medio de recursos y anécdotas añadidas) lo que es esencial e insustituible en el cuento. Así, junto a una estructura morfológica prácticamente inalterable, se acomodan ingredientes fabulados que contribuyen a que imaginemos un personaje o un lugar a través de la descripción más o menos detallada de los mismos. Finalmente, con una resolución que también se ajusta a una fórmula ("Colorín colorado", "fueron felices y comieron perdices", etc) el narrador cierra la puerta de ese ámbito mágico dejándonos la fascinación de haber viajado por lugares ya vistos pero que renuevan en cada recorrido su atmósfera sugerente.
Adentrémonos en el conocimiento de ese personaje, el "especialista", capaz de conseguir (aún en nuestros días en que al espectador le cuesta tanto participar incluso con la imaginación) que soñemos, sublimando las actividades humanas hacia un mundo superior.
Para comenzar habría que aclarar que, desde luego, no todo el mundo puede ser un buen narrador; al igual que en otros campos se requiere un perfeccionamiento: Interés por el tema, conocimiento de un repertorio amplio y variado, posesión de recursos indispensables para el oficio (mente creadora o espíritu amante de la fantasía, facilidad de palabra, facilidad de expresión gestual) todo lo cual configura una personalidad atractiva basada en una preparación singular. Vuelvo a repetir que las personas avezadas en esas técnicas han sido, con su actividad, las controladoras del género hasta hace muy pocos años en que su función se ha visto sustituída, cuando no ridiculizada, por los medios de comunicación que, en virtud de su poder, han confinado la labor del narrador al ámbito familiar y aun en él, han venido a desprestigiar su labor y reducir su importancia bajo excusas de anacronismo o falta de funcionalidad. De nuevo la civilización vuelve a "progresar" por caminos sospechosos despreciando sistemáticamente lo antiguo y pretendiendo sustituir la importancia de los seres humanos con máquinas; el error no está tanto en la máquina misma, sino en la utilización excesiva o desatinada que de ella se haga.
El hecho es que, en el desarrollo de su actividad, los narradores o "especialistas", autodidactas por lo general o con un aprendizaje formal mínimo (hay niños que ya a los cinco o seis años tienen una facilidad pasmosa para relatar cuentos) han alcanzado o adquirido una serie de recursos que nos van a permitir definir algo más los límites del género y la personalidad de sus cultivadores.
El narrador no suele distinguir entre clasificaciones, de modo que puede relatar junto a un cuento maravilloso una facecia costumbrista o una fábula de animales. Utiliza casi siempre esas fórmulas iniciales y finales a que nos hemos referido, que enmarcan lo narrado dentro de un cauce o estilo (si empieza diciendo "erase una vez", se supone que no va a recitar una adivinanza o una oración, por ejemplo; si dice "colorín colorado" se sabe que el cuento ya no continúa); utiliza la narración en tercera persona o los diálogos de acuerdo a su estado de ánimo o al público que le escucha (un cuentista fuera de su contexto tiende a acelerar la narración; a abreviar suprimiendo diálogos); elimina o acumula fragmentos (que no constituyan de por sí una fórmula irremplazable) según su criterio y voluntad. Da por sobreentendidas a veces esas fórmulas o las repite machaconamente para que sean retenidas por la memoria de la audiencia; fórmulas que, por otra parte, son inventadas o creadas muy frecuentemente bajo modelos versificados que varían de unos narradores a otros. Compruébese, por ejemplo, cómo varían las fórmulas rimadas de un cuento bien conocido según las distintas versiones.
El naranjo y el Cristo
Almodóvar trae esta otra copla en una de sus recopilaciones:
Glorioso san Sebastián / criado en mi rabanal
del pesebre de mi burro / eres hermano carnal.
En mi huerto te crié / de tu fruto no comí,
los milagros que tú hagas / que me los cuelguen a mí.
Y Fernán Caballero recoge esta otra copla:
Gloriosísimo san Pedro:
Yo te conocí ciruelo / y de tu fruta comí
los milagros que tú hagas / que me los cuelguen a mí.
En la selección de material influyen factores de orden personal (predilección por determinados temas), familiar (gustan los cuentos en que se reconocen o identifican los protagonistas: Padre, madre, hijos, abuelos, etc) y social (consideración de la comunidad hacia materias específicas: Religión, costumbres, minorías étnicas, oficios, etc). Por ejemplo, muchos de los elementos importantes que aparecen en un relato -como el objeto que da la facultad de conseguir lo que uno quiera- se acomodan a los tiempos y a las creencias: Asi, una varita de cirtud o rama de árbol (con frecuencia rama de un nogal) que durante generaciones poseyó efectos mágicos o milagrosos, se ve convertida hoy en una especie de batuta con una estrellita en la punta por acción y efecto de la sofisticación y el cambio de mentalidad. Los cuentos sobre gitanos, gallegos, vascos, castellanos o catalanes, que tienen gracia según se cuenten en unos lugares u otros, naturalmente, no son sino una velada defensa de señas de identidad (frente a comportamientos que, desde esa perspectiva se juzgan anómalos o perjudiciales) e incluso a veces una forma de sacudirse el mochuelo de los defectos propios para cargarlos sobre la comunidad vecina. La crítica, por momentos inmisericorde, lanzada contra determinados oficios o ministerios (curas, zapateros, sacristanes, segadores) no es sino un control social ejercido por quien posee un eficaz sistema para ridiculizar o ensalzar determinados poderes a muy bajo costo personal, o de relación. ¿Cómo se explica de otra forma que, en un país como el nuestro, donde desde hace siglos ha habido un control tan riguroso sobre las costumbres y hábitos religiosos, existan todavía hoy tantos cuentos que caricaturizan las desviaciones en el comportamiento de frailes y monjas? "A falta de pan, buenas son tortas", dice el refrán, y ante la inexistencia de cauces para censurar o vigilar conductas heterodoxas, la crítica se sublima para seguir otros derroteros menos oficiales.
Las variantes locales también tienen su importancia en cuanto a los elementos que componen el cuento; no se suele hablar de un nogal mágico en un sitio donde no hay más que palmeras, del mismo modo que no existirán burlas contra los gallegos en Valencia, pues la lejanía y la ausencia de fricciones en fronteras comunes les quitaría sentido. Un rito o un elemento del rito pueden variarse para dar significación al relato cuando aquellos han perdido su fuerza original. Por eso en las narraciones maravillosas los oficios suelen ser institucionales o míticos (rey, príncipe, princesa, bruja, etc) mientras en los de costumbres vemos reflejado el entorno (labradores, pellejeros, sacristanos, y, más recientemente, chóferes, aviadores, etc). Esta puesta al día del contenido alcanza también al continente; realmente, muchos de los temas costumbristas de hace años o siglos se han refugiado en los chistes actuales. Véanse, si no, estas dos narraciones, distantes entre sí varias centurias, para corroborarlo:
"Don Diego Tello, un caballero de Sevilla, perdió la vista de un ojo refinando una poca de pólvora; y oyendo referir muchos milagros que la imagen de nuestra señora de Consolación había hecho aquel año, hizo la romería y, al entrar en la capilla, se untó con el aceite de la lámpara muy devotamente ambos ojos, con lo cual sintió grande dolor en ellos y no veía con ninguno. Daba voces diciendo: ¡Madre de Dios, siquiera el que traje!"
Juan de Arguijo: Cuentos, número 82.
"Un devoto de la Virgen de Lourdes, impedido y en silla de ruedas, decide ir al Santuario para pedirle a la Virgen que sane su dolencia y le permita volver a andar. Al llegar a la gruta, la enfermera que empuja la sillita de ruedas, en un descuido, deja rodar ésta con paralítico y todo por una gran cuesta que acaba en un muro de piedra. En el vertiginoso descenso el devoto va gritando:-¡Virgencita mia, por lo menos que me quede como estaba!"
Chiste tradicional
No podemos pensar, sin embargo, que todo este material tan rico y diverso ha sido producto exclusivo de la mente de los especialistas en narración oral. El documento escrito ha constituido algo así como los pilares de un acueducto, siendo de vez en cuando el apoyo imprescindible en que descansaba todo ese material tradicional que se movía en el cauce de la oralidad. Pliegos, colecciones de cuentos, cuadernillos impresos, reversos de envoltorios de caramelos, calendarios y tantos otros medios, han sido vehículo eficaz para acercar a una vía tan casual e imprevista como la hablada, un material contrastado, fértil y abundante como era el literario. De la suerte que corrió todo ese corpus pueden hablar los estudios comparativos entre colecciones conocidas y documentadas y la tradición en el momento presente: Cuentos actuales se pueden reconocer en narraciones de Anacreonte, de Apuleyo, del Libro de los Gatos, de Grimm o de Perrault. Sin embargo no conviene caer en tentaciones genesíacas pensando que tal o cual narración nacen en el mente de éste o aquel "inventor" de cuentos. Aquí la palabra "inventor" tendría su sentido original (invenire=encontrar) y vendría a designar a quien, habiéndose topado con un tema adecuado, sabe darle el tratamiento preciso para que después la suerte o la moda lo difundan a los cuatro vientos; por supuesto que tal tratamiento deberá entrar dentro de ese peculiar "estilo" que define a todo lo tradicional y que resulta a veces tan difícil de delimitar. En cualquier caso la gente sabe distinguir un cuento bien narrado de uno que no lo está, así como en estos momentos (por sensibilidad o porque las modas y costumbres varían) aprecia mejor un texto de Fernán Caballero que uno de Antonio Trueba, aun perteneciendo ambos al mismo siglo.
Que no estoy de acuerdo con la tesis de que el folklore (y permítaseme que al menos una vez utilice el término tan querido y por desgracia tan equívoco), por una serie de circunstancias está muriendo, creo que es evidente. Para mí existe, como ha existido siempre, una transformación, una evolución lenta, dolorosa en ocasiones, pero habitualmente fructífera. Hemos atravesado una época ciertamente crítica, pues el cambio en las preferencias y el sistema de vida del ser humano han dado al traste con muchos elementos tradicionales que parecían inamovibles. Nadie piense que cuando hablo en términos laudatorios de la sociedad tradicional y del medio rural, lo hago porque considere que en ellos está la panacea o la verdad. No; lo que sucede es que defiendo un sistema de vida equilibrado, lejos de la aceptación ciega de novedades como solución a nuestros tradicionales defectos y lejos también de ambiciones y deseos de poder o riquezas, por cierto tan criticados en los cuentos; y alguno podría alzar aquí la voz alegando que por eso los cuentos son anacrónicos, porque defienden valores caducos o pasados de fecha. Sin embargo se podría volver el argumento si consideramos que la sabiduría popular está basada en el empirismo ("La experiencia es la madre de la ciencia") y que por bastantes avatares habrá pasado ya el ser humano para que se atreva a ofrecernos sus observaciones de siglos resumidas en breves pero sustanciosas moralejas. Porque, no lo olvidemos, podríamos decir de hecho que todos los cuentos poseen un arquetipo ético disfrazado detrás de los ropajes del protagonista y su antagonista o, en otras palabras, tras el bueno y el malo.
Siempre hay un bueno y un malo; o un comportamiento ejemplar y otro que no lo es. Y ¿quién juzga lo que es ejemplar o no para una comunidad en un momento determinado? Sin pretender trascendentalizar la ponencia yo diría que la economía, así como la moral y las costumbres, han tenido mucho que ver en esos súbitos amores y desamores por el cuento y otras manifestaciones orales; y no es extraño, ya que en la propia entraña del relato hay siempre ese mensaje más o menos oculto que puede incomodar o resultar interesante para los fines de quienes gobiernan o dominan la sociedad. No se puede olvidar que el cuento fue siempre, además de un motivo lúdico o de distracción una escuela de costumbres; que hasta el siglo XVIII los niños crecían, sobre todo en el medio rural, rodeados de una cultura oral que recivían en las veladas cotidianas junto al fuego o en el hogar después del trabajo. Hay pues, bajo el aspecto de un simple elemento como el cuento, una lucha por alcanzar el poder de influir, retenerlo y controlar sus resortes. No de otra forma se explica la abundancia de fábulas y relatos moralizantes en el siglo XVIII que contrasta con la liberalidad (o la despreocupación si se quiere) de otros siglos. Los ilustrados quisieron acabar con el "atraso" del mundo rural olvidando que en él estaban los cimientos de su propia cultura y que la traza aparentemente innoble de un pastor o un labrador podía esconder a veces respuestas ponderadas y filosóficas a las eternas preguntas del ser humano. Habríamos de reflexionar si nuestra sociedad actual, tan culta, tan sofisticada no está incurriendo en el mismo error al despreciar todo lo pasado. No se cuestiona aquí si hemos de elegir entre pasado y tradición, sino si podemos ser capaces de "controlar" ese "progreso", generalmente impuesto, que con más frecuencia de la deseada resultó en otras ocasiones un paso atrás.