Joaquín Díaz

FRANCISCO VILLARES.


FRANCISCO VILLARES.

Para una exposición de pintura

03-08-2001



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El paisaje actual de Castilla, ese que provoca adhesiones y desapegos, fervores y recelos, no es más que un espejo. Ha llegado a ser tan esencial que sólo refleja -como las aguas de un pozo- a quien se asome a contemplarlo. Así, descripciones literarias o pictóricas reproducen el estado de ánimo, las sensaciones visuales o la monotonía de uno mismo rebotando en el inalterable azogue.

Francisco Villares -con quien me une una vieja amistad y la preocupación por el patrimonio tradicional en todas sus vertientes- ha plasmado en ese paisaje la admiración por los elementos que el paso y el trabajo del hombre dejaron como testigos mudos de su presencia (palomares, ermitas, puertas de acceso a casas, hoy cerradas...), pero también la sombra del hombre mismo. Y creo que no es casualidad que en todos los cuadros de Francisco Villares, siempre apasionado por el ser humano y su difícil trayectoria, no aparezca más que una figura que, además, está de espaldas (en la puerta de la Villa de Urueña), como abandonado el escenario natural de su existencia. Pienso que detrás de esa visión ciertamente personal del artista están, como en un sueño, las cosas importantes (y sólo las cosas importantes) que él ha percibido, el relieve de la vida sobre la línea de los siglos.