Joaquín Díaz

TIERRA LARA


TIERRA LARA

Presentación de un libro en la Diputación de Burgos

02-08-2001



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La comunidad rural -las pequeñas ciudades, pueblos, aldeas y lugares- fue desde hace siglos el ámbito más adecuado para practicar, desarrollar y transmitir lo que hoy día conocemos como cultura tradicional, es decir, todos aquellos conocimientos que, decantados por el uso, iban comunicándose de padres a hijos con las lógicas variantes que cada generación introducía. La ciudad grande, con su movimiento cultural, económico y social, era un lugar más propicio a la "revolución" de los conocimientos y las formas de convivencia y, por tanto, menos adecuado para la supervivencia de la tradición. Esa pertenencia a ámbitos inamovibles en los que uno vivía y trabajaba sintiéndose como propietario de sus recursos y conocedor de todos sus resortes, ha desaparecido en nuestro siglo -el siglo de las crisis- y nos ha convertido a la fuerza a todos (ciudadanos y rústicos) en individuos universales, suprimiendo muchas diferencias y factores de identificación. Entre esos factores que se tambalean o sobreviven a duras penas está la cultura tradicional, basada habitualmente en el mundo de la palabra, mundo al que tanto los medios de comunicación, como el actual culto a la imagen están debilitando constantemente. Un bien cultural -cualquiera que sea- no se mantiene si no se valora y no se valora si no se entiende; al no entenderse no se practica y llegamos así a la conclusión de que la vergüenza sentida por muchos habitantes del medio rural hacia su propio patrimonio material y espiritual (vergüenza fomentada en el último siglo por el mismo Estado, que se empeñó en que significaran lo mismo los conceptos "antiguo" y "caduco"), motivó el que se huyera de las raíces y no se participara en ningún aspecto de la vida que le emparentara a uno con lo rural y menos aún con cualquier tipo de tradición.

Los especialistas suelen dividir la cultura tradicional en dos grandes apartados: el mundo de las creencias y el mundo material. Ambos conformarían toda la vida del ser humano: sus relaciones, su trabajo, sus formas de expresión y diversión, etc. En el primero estarían las ideas y conceptos de uso común (formados a lo largo de una dilatada historia), el lenguaje (como vehículo de materialización y comprensión de esas ideas) y los ritos y símbolos (donde se encuadrarían las costumbres, fiestas, etc.). Lo material estaría constituido por la arquitectura (vivienda y construcciones auxiliares), los aperos (enseres, útiles de trabajo, mobiliario) y la indumentaria. En este aspecto no es Castilla y León una excepción al fenómeno sucedido durante los últimos setenta u ochenta años en el resto de Europa y así se han eliminado, so pretexto de modernidad, formas arquitectónicas tradicionales, materiales de construcción muy válidos y contrastados que hoy vuelven a utilizarse (para sorpresa de muchos) en los paises más avanzados, etc. Cualquier oficio tradicional o forma de artesanía se ha equiparado equivocadamente con una actividad industrial, midiéndolo con el mismo rasero y acabando sistemáticamente con las producciones familiares que antaño sirvieron no sólo para crear objetos funcionales y estéticos sino para cubrir todas las necesidades de los habitantes de pequeñas poblaciones permitiendo que éstas fuesen prácticamente autónomas.

El mundo de las creencias, tal vez por estar más arraigado y ser algo más personal, ha corrido mejor suerte (si de suerte cabe hablar) y ha resistido los embates del progreso mal entendido. Cualquier pueblo de Castilla y León conserva hoy su fiesta local (a veces hasta dos o tres advocaciones religiosas) con todo lo que ello conlleva -música, danzas, instrumentos, costumbres- y muchas celebraciones comunitarias, siendo normalmente la familia, algunos grupos sociales o las antiguas cofradías los que se encargan de preparar y llevar a cabo todos estos festejos que, frecuentemente, son una afirmación de la comunidad en las creencias de los mayores y, en ocasiones también, una simple excusa para la reunión de esos parientes o amigos que ya no viven en el pueblo y acuden a él sólo para esa fecha determinada.

Sobre todo esto y mucho más han escrito los autores del libro que hoy se presenta, mostrando el microcosmos pasado y presente de Tierra Lara. En un país como el nuestro, donde los conocimientos suelen llegar por la vía de la sangre y asentar sus reales por tanto en el campo de lo sanguíneo, parece ejercicio recomendable éste de mirarse en el espejo de la escritura o de la oralidad y reflexionar sobre la imagen que cada uno tiene de sí mismo, de sus costumbres y de las costumbres de los demás. No es malo, por tanto, saber que muchos de los reflejos más inmediatos que contemplamos en ese espejo, si bien están profundamente arraigados en nuestra personalidad, no son exclusivamente nuestros, y así, tradiciones que se toman como patrimonio personal, familiar o comunitario único, lejos de constituir el centro alrededor del cual gira el universo, son más bien eslabones de una cadena de círculos excéntricos a través de la cual se articula la historia misma de la Humanidad. Pero esto, que es punto de partida para el estudio de las tradiciones, hay que decirlo o escribirlo, de modo que no nos entren tentaciones de pensar que antes de nosotros la nada y después el diluvio. Tampoco conviene aferrarse al parecer contrario, el que opina que somos una parte tan minúscula de esa atomización cultural que no merece la pena preocuparnos por nuestro pasado ni menos aún por el destino que nos aguarda. No; del equilibrio entre el propio conocimiento y el conocimiento de los demás deriva un beneficioso flujo que es ingrediente esencial para la convivencia. tanta sabiduría se ha dilapidado y tanto conocimiento útil se ha arrumbado so pretexto de ilusorias modernidades, que produce sonrojo y vergüenza. La tradición es un tesoro de pública utilidad y no podemos derrochar ese patrimonio o renunciar temerariamente a él sin provocar un grave deterioro en nuestra identidad o un brusco frenazo en el camino siempre arduo de una evolución positiva.

Quien desee adentrarse por ese camino del estudio del propio patrimonio observará, sin embargo, que hay temas curiosos sobre los que apenas se ha escrito y otros banales cuya abundancia de bibliografía llega a sorprender; provincias o comarcas poco tocadas y otras con un elevado número de aficionados o estudiosos. También para este tipo de trabajos existe una tradición que no se puede inventar. Es cierto que necesitamos investigadores pero también es cierto que, tal vez antes, hace falta gente que lea y atienda a esos estudiosos; es preciso presentir, respirar esa demanda social primero, que luego vendrán -y posiblemente con más facilidad- el esfuerzo y los frutos. Pero un trabajo abnegado y duro como el de la investigación necesita, previamente el reconocimiento (que es necesario para cualquier tipo de quehacer, intelectual o no) una corriente colectiva de apoyo a la persona que lleva a cabo esa investigación para que tenga la sensación de que es la propia Sociedad la que delega en él la búsqueda de soluciones y le hace depositario de su confianza para que le represente en la consecución de esas aspiraciones. Y reconozco y aplaudo las declaraciones esporádicas de algunos ministros cuando consideran importantísimo el desarrollo de la investigación en España, pero muchas veces olvidan (por considerarlos consabidos o familiares) a los que ya trabajan, en condiciones difíciles frecuentemente, e intentan suplir vanamente los contratiempos varios con una voluntad a toda prueba. Parece como si una mano gigantesca hubiese agitado nuestro país hasta colocar a todos sus habitantes en el sitio contrario al que deberían ocupar por sus inclinaciones: Los políticos trabajan en el terreno de la utopía mientras que los idealistas deben conformarse con la cruda realidad.

Cierto que no existe una tradición investigadora en España, pero algún día hay que empezar a crearla; no se puede acallar la conciencia con el argumento de que un polígrafo o un científico, de tantos en tantos años, viene a paliar nuestras necesidades o a representarnos dignamente en el mundo. Espero que se me permita la exageración sacrificando la ecuanimidad en aras de la síntesis, pero, a decir verdad, algo hay de todo esto: Investigar, gastar el tiempo en algo que no rinde beneficios inmediatos, no está de moda, y creo que jamás llegará a estarlo si seguimos por este camino. Se hace indispensable, por tanto, tratar con exquisito cuidado al escaso porcentaje de jóvenes que aún optan por la embarazosa y nada cómoda actitud de irle desvelando poco a poco a la vida sus misterios. En cualquier estudio científico la verdad se presenta como una luz intangible y hay que estar constantemente atento a sus señales que, multiplicadas, proceden de los puntos más diversos. La audacia es inversamente proporcional a la profundidad en el campo de estudio y, al ampliarse éste, uno repara en la necesidad de apoyos complementarios que refuercen y den solidez a las hipótesis; de aquí que los trabajos interdisciplinarios como éste sean fundamentales en cualquier obra de esta naturaleza, contribuyendo a crear unos pilares más o menos sólidos donde construir ese edificio con tantos volúmenes, luces y sombras que es la interpretación de nuestra tradición.

Quisiera, sin embargo y a pesar de todas las dudas expuestas, que estas líneas dejaran una sensación positiva. La situación es manifiestamente mejorable pero el esfuerzo de todos puede hacer variar el rumbo. Y hoy, precisamente, estamos ante un ejemplo de lo que se debe hacer. Enhorabuena a los autores y gracias a la Excma. Diputación de Burgos por hacerse eco de esa necesidad.