04-06-1998
El individuo de hoy tiende a considerar la cultura como esa serie de datos (podría también hablarse de conocimientos), que una educación escolar le ha proporcionado a lo largo de un número determinado de años -generalmente los primeros de su vida-. Esa acumulación de saberes será mayor en tanto en cuanto no actúe el olvido, pues muchos de esos datos resultan absolutamente inútiles para una vida normal y sólo serían aprovechables óptimamente en algún concurso donde se primara más la capacidad archivística que su perfecta integración en la existencia del propio individuo.
Aún perdura hoy -si bien ligeramente modificada ya-, la idea de que el fundamento de la cultura es la memoria, y tal vez el fundamento más importante pues gracias a ella, de forma mediata o inmediata, han llegado hasta nosotros los elementos que nos permiten reconocernos e identificarnos frente a quienes nos rodean.
En esa memoria donde se asientan todas las antiguas creencias y en su evolución a lo largo de las distintas épocas en contacto con medio étnicos diversos, se podrían distinguir tres mundos o estilos (manuel, oral y escrito) que responden no sólo a tres diferentes modos de expresión a través del espacio y el tiempo, sino a tres aspectos distintos de un mismo hecho, el lenguaje, que ha ido elaborando sus reglas lentamente a lo largo de la historia.
El primer aspecto, pues, que yo destacaría del libro que hoy nos reúne aquí, sería que es un libro de "memoria", es decir una obra cuya base se instala en el recuerdo de detalles, más abundantes y curiosos cuanto más se sumerge el autor en su propio pasado. Ese buceo en añejas evocaciones lo realiza Antonio Diéguez en tres aguas de distinta profundidad:
1.La primera sería la vertiente gestual o manual, es decir la objetivación de lo esencial, aquello que se repite mímica o miméticamente desde algún momento de la infancia: Las actitudes del piliqueiro observadas por los niños para luego ser repetidas; la confección de su traje, ajustada a unas normas y después continuada religiosamente; la forma de vestirlo -casi ritual y con evidente ceremonia-; la danza y su marcha rítmica; los gestos de la Morena -representación del animal genésico por excelencia- levantando las faldas de las mozas en un acto de interpretación única...
Otra vertiente sería la de la palabra. La tradición oral reflejada no sólo en oraciones, conjuros, poemas y pregones, sino en la puja de la subasta o en los versos para invocar en Trez a Santiago, vencedor de los moros, etc.
Y por último el mundo de lo material: La arquitectura principal y la secundaria (hornos , molinos); la indumentaria, la gastronomía; lo escrito en formas y materiales.
Me interesa también el momento en que Antonio Diéguez desciende al ejemplo puntual -a veces el que mejor recuerda- y nos cuenta la historia de un Piliqueiro de excepción, su propio padre, narración en tantos sentidos entrañable para él. No es nueva -aunque sí aplicable en este caso- mi teoría de que el mundo de la cultura tradicional se ha movido habitualmente, gracias a esos especialistas que, además de introducir savia nueva en la forma, refrendaban el interés por el fondo de las cosas. Me interesa ver cómo las tradiciones se van creando y manteniendo con la ayuda del ingenio, del interés y dedicación de esos individuos -los especialistas- cuya labor y esquemas de comportamiento están todavía por estudiar y en los que influyen también, cómo no, las personas del entorno más cercano, familiar y social.
Es una delicia la descripción que hace Antonio de la confección del traje de Piliqueiro por su padre, tarea en la que aparecen elementos tradicionales junto a otros nuevos o importados a cuyo perfeccionamiento van dedicando cuidado y experiencia para que se incorporen a la vía tradicional sin traumas. Las chocas encargadas al cencerrero de Mora, en Toledo, por ejemplo, sólo se aceptan como buenas tras haber sufrido una transfomación que las deja como si las hubiera fabricado al final el propio Emilio Diéguez.
Esta es la cultura tradicional que interesa, tanto por lo que tiene de fuente directa, sin intermediarios, como porque puede ayudarnos a elevar conclusiones científicas si la analizamos, documentamos y estudiamos como método conveniente: El carpintero de Vilameá, por ejemplo, corta la madera con la que va a confeccionar la careta en una luna determinada. ¿Por qué? ¿Cuántas generaciones han tenido que pasar para que la experiencia acumulada aconseje preferir la madera talada en el menguante de enero? ¿Cuántas más para preservar esa creencia, esa seguridad, y convertirla en un hecho cultural? ¿Y cuántas aún para que hubiese una explicación dada por la botánica a ese hecho contrastado? ¿Cuántas generaciones, por fin, para perder esa riqueza inmensa -experiencia y ciencia- amasada con penalidades y esfuerzos por nuestros antepasados?
El libro de Antonio Diéguez, por tanto, me ha interesado por muchas razones, pero fundamentalmente porque elige un camino correcto para su desarrollo -el sondeo en su propia memoria y la reflexión sobre sus propios recuerdos- y además porque sabe conducirnos adecuadamente hasta su principal objetivo que es que todos participemos de esas emociones, de esas vivencias.
Nunca más cierto que en este caso aquel pensamiento que dice: "Se necesitan años de análisis para una sola hora de síntesis". El autor ha ido acumulando todos esos datos en la trastienda del recuerdo pero no ha cerrado ninguna puerta, ni siquiera la de la imaginación, de modo que a través de mitos, leyendas, tradiciones acuñadas o más simplemente historia documentada, nos acerca de forma eficaz y entretenida al mundo de su infancia y de sus emociones. Nada mejor ni más ejemplar en un momento en que el individuo, huérfano de raíces, atrapado por un mundo exterior a él que le domina, vuelve sus ojos cada vez con más ansiedad a ese pasado del que, gratuita, impersonal e injustamente se le ha despojado.