16-06-2000
Hay miradas que penetran más allá de los umbrales de la realidad; son miradas privilegiadas que descubren detalles, sintetizan circunstancias o amplifican aspectos de la vida hasta los límites de una rica complejidad. Yo espero que muchas de las miradas que este libro contiene, y cuyos criterios me toca ahora inexplicablemente representar, tengan la fuerza del asombro o la serenidad de la contemplación, factores ambos que van implícitos en el verbo “mirar”. En cualquier caso se trata de que constituyan una fuente donde poder beber el hechizo del pasado o saciar la eterna sed de lo futuro.
Ya sé que en este florilegio de miradas predomina lo subjetivo. El poeta Rainer María Rilke se preguntaba angustiado: ¿Acaso puede decirse “yo” y no mentir?
No sabemos, ciertamente, dónde comienza y dónde acaba el espacio vital del ser humano. Ni siquiera si ese espacio es real o se trata más bien de una ilusión, pero estoy seguro de que en todas estas formas de ver u observar el presente de nuestra patria común, también hay un espacio importante para el yo primitivo, para el yo indiferenciado, ese lugar de todos en el que podemos reconocernos y en el que la experiencia se hace colectiva y útil. De ese “yo” antiguo y recóndito, en cuyas fuentes raras veces nos bañamos, podemos esperar grandes sorpresas, pues tiende a integrarse con lo universal y nos protege contra visiones parciales o excesivamente personales de lo que nos rodea.
El análisis que de Castilla y León hacen los entrevistados tiene (debe tener, si quiere ser eficaz), muchos aspectos críticos. Pero la crisis es sinónimo de evolución. Todos los períodos históricos que han estado marcados por una crisis o han padecido su influencia suelen dejar, pasada esa época, algún fruto de interés, nacido entre contradicciones y madurado por el propio e inexorable transcurso del tiempo.
Y es justamente en esos períodos de crecimiento, de creación, cuando se hacen más necesarias las miradas atentas, que incidan sobre los hechos y sus causas, y las voces que transmitan el eco de otras voces que claman, desde los trasabuelos hasta las generaciones que han de venir y todavía ignoran en qué lenguaje –tradicional o informático- levantarán su propio clamor. Toda reflexión es positiva aunque asuste o incomode. Hay un miedo antiguo en el ser humano a estudiarse; un temor pánico a contemplarse en el espejo que refleja defectos y virtudes. Es cierto que el individuo queda sobrecogido y exhausto al comprobar toda la problemática de esa terrible ocupación que le hace cobrar experiencia de sí mismo y enfrentarse en solitario con su propio destino. Y sin embargo ahí está el verdadero sentido de la vida en sociedad. En dar opinión personal y contrastar esas conjeturas con las de quienes nos rodean. Porque en ese intercambio de formas y contenidos se forja la identidad, ese conjunto de referencias que, ante nosotros mismos y ante los demás, nos caracteriza y distingue de alguna forma.
Hace unos días contemplaba en un programa de televisión una tertulia que me dejó sin respiración. Unos jóvenes –reconozcamos el valor de su opinión en cuanto que suele ser un trasunto de la nuestra, por exceso o por defecto-, unos jóvenes, digo, se quejaban de no tener una lengua común para Castilla y León porque el castellano era patrimonio de España. La barbaridad histórica, el capricho semántico no me parecería tan grave si no trajera aparejada la consecuencia, que no llegué a escuchar, gracias a Dios, en aquel programa :¿Tenemos ideas en común?
Las miradas pueden ser concebidas hacia fuera o hacia dentro. Hacia fuera traducen lo que el individuo ve; hacia dentro lo que el individuo contiene. Tener y ser, dos conceptos a los que Erich Fromm dedicó un libro entero. En él, precisamente, el filósofo lamenta la tendencia de la especie humana hacia la posesión de las cosas, privándose de ese modo de la posibilidad de identificarse con ellas, postura que sería más lógica y generosa. Poseer una cultura no significa necesariamente identificarse con ella, y ahí radica uno de los conflictos más graves de nuestro tiempo: el individuo ha desplazado de su eje vital el papel y la importancia de la cultura, que ha pasado, de ser un cúmulo de conocimientos incorporados de forma natural a la propia existencia, a ser un apéndice de la educación, siempre externo, permanentemente ajeno, rara vez sentido y casi siempre artificial, sin fundamento. La consecuencia de esa disociación ya podemos verla. La inhibición generalizada de los más jóvenes ante temas y valores que no resultaron indiferentes a sus antepasados puede ser una demanda encubierta –hecha en el lenguaje insolente y tierno de la juventud- para que pongamos ideas en común; paraq ue seamos capaces de demostrarles que formamos parte de una cadena más sólida e importante que nuestro propio eslabón.
Yo espero que este libro sea, no sólo un catálogo de opiniones más o menos valiosas, más o menos personales, más o menos ciertas, sino un motivo obligado de reflexión para todo aquel que perciba y valore esta Región como un patrimonio irrenunciable.