Joaquín Díaz

EL ALCALDE RONQUILLO


EL ALCALDE RONQUILLO

Sobre el famoso alcalde vallisoletano

17-12-2009



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-Ego te absolvo a pecatis tuis...
Elevó el clérigo los ojos al cielo y al bajarlos vio al enfermo aparentemente tranquilo. Había confesado lentamente los pecados, como midiendo sus palabras, pero no se había escuchado entre ellas un solo término que reflejara arrepentimiento; antes bien, la relación de hechos de su vida parecía la narración de un bravucón en una taberna.
Dios perdona todo -pensó-; sólo Él puede ver el interior de las personas. Perdón, Señor, por juzgar la intención de este hombre cuya alma apenas conozco...
Tomó en sus manos la Sagrada Forma y con recogimiento se acercó al lecho. Abrió el enfermo con dificultad la boca y a medias extrajo la lengua, pero él lo achacó a las penosas circunstancias, al estado terminal, a la posición en que los criados le tenían, tratando de incorporarle la cabeza...
-Corpus...Jesu Christi custodiat animam tuam...
El cuerpo de Cristo custodie tu alma -pensó- y con el mismo fervor y ceremonia dobló en cuatro partes el paño blanco de lino, lo colocó sobre el copón y salió precedido del monaguillo que hacía sonar a trechos la esquila recitando el Laudate Dominum de coelis. No había llegado al zaguán cuando oyó voces en la parte superior de la casa.
-Padre,padre, suba;apresúrese, el alcalde se muere...
No quiso perder la compostura y menos aún llevando en el cáliz al Señor, así que deshizo el camino andado con cierta parsimonia; poco podía hacer ya por el enfermo y le tranquilizaba que hubiese tomado la comunión. Cuando llegó a la cabecera de la cama sólo pudo certificar la defunción y cerrar los ojos del fallecido que habían quedado girados en un siniestro visaje.
-Dios tenga piedad de él.
Señor, qué extraña mueca; a muchos había visto morir en su larga vida pastoral pero jamás había contemplado un difunto con un rostro tan desencajado, con un semblante tan oscuro, con una expresión tan lóbrega.
Terminó sus oraciones y dio el pésame a la familia del finado haciendo clara alusión a la misericordia divina y dejándoles patente el privilegio de haber podido morir tras recibir los sacramentos. Dispuso con ellos lo necesario para el entierro y acordaron que las exequias serían al día siguiente en la parroquia, en cuya iglesia se inhumaría el cadáver del alcalde.
Aquella noche no pudo dormir. Algo impreciso pero incómodo le produjo un desasosiego empeñado que le desveló. La noche siguiente no fue distinta; lo achacó al cansancio del día, al funeral, al entierro, a tantos acontecimientos y al propio agotamiento de la vigilia anterior. Tras varias horas intentando conciliar el sueño decidió recurrir a la oración: bajaría a la iglesia y en el silencio de sus muros trataría de conversar con Dios, de hacer examen de conciencia para recordar algún extremo que, involuntariamente, inconscientemente, le hubiera producido aquel insomnio.
Entró por la sacristía; iba descalzo y apenas oía sus propias pisadas pero un instinto impensado le detuvo. Apoyó una mano en el cerrojo de la puerta que daba al templo y trató de recordar; sí, estaba seguro de haber cerrado al anochecer ese paso. Acercó el rostro al quicio y le pareció ver sombras. Alguien estaba en la iglesia.
Le dio un vuelco el corazón; miró hacia el altar y vio el sagrario cubierto. No, no lo habían profanado. Quienquiera que fuese buscaba otra cosa. Se oía un ruido de hierros contra la piedra del enlosado. Alguien trataba de levantar una lápida y era en el pasillo central. Al abrigo de una de las columnas se acercó lenta y cuidadosamente. Era un solo hombre de gran estatura; no le veía el rostro que quedaba casi cubierto por un gran capuz.
Ahora parece que levantaba un cadáver. ¡Dios!. Todo el vello del cuerpo se le erizó. La cabeza del alcalde estaba iluminada por un extraño resplandor mientras el resto del cuerpo quedaba en sombras, tan oscuras como el propio templo. De pronto oyó una extraña voz:
-Maut mamina taidotsuc itsirhC useJ...suproC
Al tiempo que pronunciaba estas palabras extraía de la boca del difunto una pequeña Forma -la que anteayer le había dado él mismo a comulgar- quedando el rostro por completo negro.
Aquel individuo corpulento soltó el cadáver, que cayó como plomo en su fosa y con paso lento se dirigió hacia el altar mayor.
Apenas le dio tiempo a ocultarse de nuevo tras la columna. La singular figura pasó por su lado y llegó ante el sagrario. Sin abrirlo introdujo en él una mano y extrajo el copón con las Sagradas Formas donde depositó con cuidado la que llevaba.
El párroco cerró sus ojos y frotó con violencia sus párpados. No podía creer lo que estaba viendo; era una alucinación, el resultado de dos noches sin dormir...
Cuando volvió a mirar había desaparecido la imagen. Corrió a la sacristía y encendió un hachón. Percibió un extraño olor pero lo achacó a la mecha de esparto y alquitrán...
No, en la iglesia no había nadie. No había nadie. Nadie...