17-12-2009
Definitivamente había equivocado el camino; estaba perdido. Había abandonado la cañada real hacía más de dos horas y se había internado por un pinar que se intrincaba más y más a cada paso. Los pimpollos que bordeaban la senda se habían ido cerrando progresivamente hasta casi unir sus ramas. La arena que hollaba se ablandaba a cada pisada y se introducía en su calzado haciéndole más penoso el caminar.
Comenzó a sentir miedo. No le asustaba la noche; había atravesado bosques y montes mucho más peligrosos donde sabía que cualquier fiera podía salirle al paso, pero aquel pinar tenía algo tétrico, algo sombrío.
De pronto se detuvo. Tenía la impresión de haber oído un crujido de tamujas. Escuchó con atención y el ruido se hizo cierto. Sin duda; alguien le seguía o, por mejor decir, venía directamente hacia donde él se encontraba. Se agazapó y se arrimó a un pino bajo hasta que las acículas le rozaron el rostro.
Los pasos se fueron afirmando. No, no parecía un animal; se oía un roce de vestidos suave, casi armonioso en el silencio de la noche. De pronto pareció que el rumor se desviaba algo del sendero y se sintió aliviado. Dejó transcurrir unos instantes y como impulsado por una intuición, por una mano invisible que lo atrajera, se incorporó y siguió a una distancia prudente el cadencioso crepitar.
No habían transcurrido unos minutos cuando fue percibiendo que el camino se abría formando una vereda más amplia. Ahora sí veía claramente. A la luz de la luna las sombras se despejaron y le permitieron ver una extraña imagen vestida de la cabeza a los pies con una especie de túnica; parecía llevar una cántara apoyada en su costado y se mecía dulcemente, como balanceándose.
Casi ni se había dado cuenta de que había dejado atrás el pinar. Ahora bajaba por una trocha y podía aspirar el aroma del romero en flor. Abajo, al final de la senda, se veían unos árboles más altos y se escuchaba un rumor como de agua corriente.
De nuevo se paró.¿Estaría soñando?. Le había parecido oir un lamento. Sí, sin duda era una voz que cantaba mansamente, entregada a una quehacer monótono que distraía con su melodía. No entendía las palabras; ni siquiera eran palabras. Apenas unos sonidos guturales, pero la cantinela era hermosa. Se arrodilló.
No tenía noción del espacio ni de la hora. No supo cuánto tiempo estuvo así. Le despertó el canto de la oropéndola -"tengo frío,tengo frío",parecía decir-. Él también estaba aterido y se incorporó lentamente. Ahora podía ver el paisaje en toda su extensión. A su espalda quedaba el pinar imponente y a sus pies, apaciblemente, discurría un riachuelo de agua clara. En la ribera opuesta un caserío arrojaba un humo blanco y reconfortante. Después de buscar un vado llegó a las primeras traseras. Llamó en una de ellas.
Un viejecito de aspecto amable le abrió y le dio los buenos días. Pidió un tazón de leche caliente por caridad y el hombre se lo ofreció con mucho gusto. Ya dentro del hogar e inclinado sobre la lumbre baja se atrevió a preguntar por el nombre del lugar. Indagó con prudencia sobre su visión nocturna.
-Desde aquí verá usted la cueva. La llaman la cueva de la mora. Algunas personas dicen haber visto a una joven bajar las noches de luna llena hasta el río para llenar allí su cántaro. Hasta hay quien asegura haberla oído cantar. Los antiguos decían que guardaba en un nicho los tesoros que dejaron sus parientes de raza cuando tuvieron que recular hacia el sur. Hay mucho misterio, pero yo vivo aquí hace más de setenta años y en toda mi vida he visto ni escuchado nada. ¿Quién cree hoy día en esas cosas?