Joaquín Díaz

NUESTRO ROMANCERO


NUESTRO ROMANCERO

REVISTA LABRANZA

23-05-1994



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El romance es, seguramente, el género que más y mejor recuerdan nuestros mayores del medio rural, almacenado en su memoria desde que, ya en su infancia, lo aprendieron de la madre, de alguna vecina o en el misma escuela. No es extraña tal predilección teniendo en cuenta que las ocho sílabas de su verso, su melodía sencilla y su temática siempre interesante lo hacían asequible y atractivo para público de todas las edades. Sin embargo, como el Guadiana, el romance tradicional ha pasado muchas veces por períodos de ocultación en los que, hasta los propios especialistas y estudiosos, dudaban de su existencia o de su continuidad. Menéndez Pelayo, por ejemplo, pese a recoger una buena colección en su Antología de poetas líricos castellanos, duda de que aún pervivan en la memoria de los labradores. Lo mismo piensa su discípulo Menéndez Pidal hasta que, en 1900, le sucede la anécdota que ahora voy a recordar.

Hallándose Pidal con su esposa María Goyri en viaje de luna de miel, se detuvieron en Osma para contemplar el eclipse de sol del día 28 de mayo; buscando un entretenimiento se pusieron a conversar con una lavandera de la localidad a la que María recitó un romance. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que, no sólo conocía ese tema sino muchos más con los que hacía menos pesado su trabajo de lavar en el río. Después comenzó a cantar con melodiosa voz uno tras otro haciendo las delicias del nuevo matrimonio que decidió quedarse unos días para terminar de anotar todas las versiones.

¿Qué es lo que sorprende y entusiasma tanto a Pidal y su esposa, hasta el extremo de -según sus palabras- perderse el gran eclipse solar que se estaba produciendo? Sin duda, el hecho de poder constatar por sí mismos que, tras un período de arrinconamiento por parte de los estudiosos y eruditos, volvía a brillar el sol de la tradición oral. Pidal descubría que el romance estaba vivo; y no sólo el romance de pliego, ese que se había difundido a trabés de los papeles vendidos en plazas y mercados de toda la geografía española por los ciegos, sino el viejo y tradicional, es decir, aquellos que nunca habían tenido más soporte que la cadena de la tradición enlazando sus anillos de padres a hijos.

Es una verdad incontestable que el ser humano aprecia poco lo que tiene y, frecuentemente, lo valora más en manos de otra persona. A veces, incluso, nos extasiamos ante un mobiliario de la época de los Reyes Católicos y nos deja indiferentes un romance que ha sobrevivido cinco siglos de boca en boca. De vez en cuando aparece, sin embargo, un Pidal entusiasmado que, afortunadamente para todos, extrae la piedra preciosa depositándola con todo cuidado en una vitrina donde, bajo una luz adecuada, muestra toda su belleza; así podemos sentir un legítimo y natural orgullo por se los únicos poseedores de un género que entusiasmó a los hermanos Grimm, a Goethe, a Hegel, a Lord Byron, a Chateaubriand, a Washington Irving y a tantos otros literatos y artistas que quedaron deslumbrados ante tal maravilla. ¿Ha cambiado algo desde la época en que ellos se embelesaron ante la obra de arte? La obra en sí apenas; se ha enfriado, eso sí, el entusiasmo por nuestro propio patrimonio y se ha venido a debilitar el uso de la palabra -esencial para el romance- y el aprecio por la oralidad en un mundo de imágenes fijas o estereotipadas que, paradójicamente, es cada vez menos imaginativo.

Un bien cultural -cualquiera que sea- no se mantiene si no se valora y no se valora si no se entiende; al no entenderse no se practica y llegamos así a la conclusión de que la vergüenza sentida por muchos habitantes del medio rural hacia su patrimonio espiritual y material (vergüenza fomentada en el último siglo por el mismo Estado, que se empeñó en que significaran lo mismo los conceptos "antiguo" y "caduco"), motivó el que se huyera de las raíces y no se participara en ningún aspecto de la vida que le emparentara a uno con lo rural y menos aún con cualquier tipo de tradición.