23-04-2009
Poner unas líneas –sean de entrada o de cierre- al libro de Jesús Salamanca, constituye un placer. La lectura del texto, entretenido y sugerente, me ha llevado a sacar algunas conclusiones que desgranaré con brevedad. La primera es que, para el ser humano, la memoria es como el eje que le une con el pasado y le hace girar sobre sí mismo alrededor de la vida, al modo en que la tierra gira y al tiempo describe su órbita en torno al sol. Dicho eje servía de centro a una constante actividad que llenaba la existencia de fiestas, de trabajos, de emociones, de sentimientos; todo eso que se ha ido modificando de forma alarmante en los últimos años. Tanto, que algunas personas sensatas como Jesús han interpretado que deberían intervenir de algún modo para implicarse y evitar que las siguientes generaciones se viesen privadas del recuerdo. La pérdida paulatina a lo largo del último siglo de los conocimientos que interpretaban de forma cercana el universo, ha sido irreparable. Nadie con autoridad ha sido capaz de explicar convincentemente el error en que se incurría al menospreciar esa sabiduría contrastada y eficaz. La tecnología ha ensoberbecido de tal modo a la sociedad que se ha decidido prescindir de aquellas preguntas eternas –origen de los mitos y de los relatos tradicionales- que hacían pensar al individuo, para quedarse sólo con las respuestas que la ciencia oficial podía “certificar”. La consigna ha sido: “el pasado ya no es necesario para el futuro”. Sin embargo, libros como éste siguen demostrando hasta qué punto la educación tradicional, práctica y funcional, era coherente por estar basada en una vetusta trama sobre la que tenía sentido entretejer la urdimbre vital para dar pleno sentido a la existencia.
La segunda conclusión es que los adelantos, el progreso, el superior nivel de vida, no han aportado la felicidad al individuo. Separado de sus raíces, incardinado a la fuerza en lugares a los que se veía obligado a recurrir para encontrar trabajo, el hombre del siglo XX perdió su sentido de orientación y caminó incansablemente en una dirección equivocada. Más de cien años han sido necesarios para reparar en el error. A estas alturas del siglo XXI nos damos cuenta de que todos los placeres artificiales de la vida moderna no alcanzaban ni de lejos la hondura de las emociones, el valor de los sentimientos, el sentido de la amistad, la fuerza de la experiencia. No se trata, por tanto, de dos mundos enfrentados que se han hecho incompatibles (como se quiso hacer ver interesadamente durante mucho tiempo), sino de una falsa interpretación histórica de nuestro papel en una sociedad que ha considerado más importante los medios que el fin.
Tercera y última reflexión: tal vez el hecho que más ha influido en la consideración de la tradición como fenómeno cultural, es el cambio producido en la comunicación y aprendizaje de los conocimientos antiguos, que pasaron de ser ”cultura vivida” –es decir, incorporada e integrada en la propia existencia- a ser “cultura aprendida” -esto es, vinculada a un tipo de aprendizaje o instrucción menos natural aunque, como es evidente, mejor fue eso que nada. En ese sentido este libro se convierte en un auténtico “libro de texto”, es decir una guía imprescindible para conocer la vida y los oficios de quienes nos precedieron. Y repito que carecería de sentido considerar esa vida sólo como un resto arcaico sin valor: lo que daba verdadera fuerza al ser humano y le confería una significación cabal de su existencia era la capacidad para relacionar y relacionarse; la constatación de que vida y cultura eran la misma cosa y no tenían futuro la una sin la otra.