06-08-2013
Vuelve a interesar a los estudiosos de la cultura tradicional el fenómeno de la transmisión a través de pliegos impresos. No es para menos; es probable que, detrás de cada simple papelillo de color que contemplamos con curiosidad, y en el que podemos leer romances y décimas junto a alguna que otra copla de época, se esconda un fragmento de la vida social y cultural española demasiado importante como para que sigamos despreciándolo o tratándolo con ligereza. Investigar, observar el complejo e interesante contexto que rodea a la producción de pliegos de cordel podría ayudarnos a interpretar una parte de la literatura escrita que ha tenido influencia capital sobre el repertorio de la tradición oral. Claro que, para ello, habríamos de despojarnos de prejuicios difíciles de erradicar y tal ejercicio es complejo, pues, como ya le pasaba el pasado siglo a Antonio Trueba, en el propio análisis del hecho se producen sentimientos contradictorios: Quien haya vivido o tenga aún presente la imagen del coplero, ¿cómo puede sustraerse a suscribir frases como ésta?: "...tal acogida encontraban estas (coplas) en mí, que no me dormía hasta que las aprendía de memoria o poco menos. Cantarlas y recitarlas era para mí el placer de los placeres". Años más tarde, sin embargo, el propio Trueba llega a una reflexión desengañada acerca del contenido de aquellos romances: "Si en el concepto moral no los encuentro malos, no así en el concepto literario. En este concepto cada vez me han parecido peores, porque naturalmente cada vez se ha ido depurando y haciendo más descontentadizo mi gusto en materia de poesía" (1).
Claro que esa consideración social desfavorable en que muchas veces caían el ciego y su oficio, tanto por su aspecto como por su mediocre inspiración, provenían más de opiniones suscritas por aparentes progresistas (quienes creían ver en ese mundo al fantasma de la España negra), que del propio pueblo. Véase, por ejemplo, cómo juzgaba un gacetillero vallisoletano de mediados del pasado siglo, la tradicional forma de comunicar coplas y romances: "Tenemos la desgracia de sufrir, como siempre, los gritos de los ciegos que son acompañados por tan malos instrumentos como malas suelen ser sus gargantas. Muchas personas se quejan de las incomodidades que les causan, y ya que no se puede hacer una prohibición directa en beneficio de los vecinos que no gustan de canciones a ciertas horas del día, no vendría mal una confabulación para que a esas mismas horas se dijese a los cantantes `llamasen a otra puerta' aunque, después que ellos comprendiesen la causa, sacasen más fruto voceando en horas menos intempestivas y en las que podrían ver más eficazmente la generosidad de los vecinos que sabrían pagar su abstención como corresponde a las personas agradecidas" (2). Y en otro lugar insiste: "Hemos oído estos últimos días a algunos copleros que disparataban a su placer por las calles de la población, recitando coplas que introducen necias preocupaciones en el vulgo y que hacen en tal concepto más daño que bien producen. En un siglo de ilustración como es el que vivimos, debe tenerse en mucho el procurar detener a esta clase de cantores que especulan con desatinos y paparruchas, ofendiendo al bolsillo y a la civilización de la generalidad de las personas... Bueno es que cada uno se busque la vida de la manera lícita que más le convenga, pero es todavía mejor que no abuse de este derecho que a ninguno negamos" (3).
En ese afán demostrado siempre por el progreso y sus voceros de uniformar e igualar a todo el mundo, procurando que nadie destaque por más o por menos, nuestro periodista se compadece, aunque sólo sea por un momento, de la situación personal del cantor ambulante. Si bien el derecho a cantar sólo se le negaba al ciego en los ambientes más "civilizados" era aquí, precisamente, donde hallaba mayores posibilidades de remediar su indigencia o de vender su mercancía, ya que -todo hay que decirlo-, distintas eran las necesidades y las carencias de cada caso. De hecho, resultaría arduo hacer un retrato tipo del ciego callejero. Manuel Llano, por ejemplo, nos describe a un ciego-niño de quien depende (y abusa conscientemente) su familia: "Unas veces iba caminando hacia la villa, hacia una feria, hacia una romería, que eran las mieses de la su cosecha. Otras veces regresaba de un pueblo lejano, de la otra parte del monte, transido, polvoriento, reseco de tanto andar y de tanto cantar romances ante las puertas de la comarca. Su lazarillo era un anciano de espaldas rendidas, flaco, que siempre llevaba una cachava de cerezo con su nombre grabado a punta de navaja en el puño... La desgracia de Salín era la que iba formando la felicidad de los padres y de los hermanos, su alcancía, su hacienda, sus propiedades de terrones y recillas, de manzanos y de nogales. El andaba roto, con su chaquetón de remiendos, con su elástico del color de la yesca, con su boina agujereada y descolorida, envejeciendo en la infancia, su paso a paso de calzada, de vertiente, de collada, persignándose en los umbrales, rezando debajo de los balcones por las ánimas, por las tierras, por los ganados" (4). Antonio Casero, por el contrario, nos ofrece la imagen más popular, por más frecuente, del anciano invidente acompañado por un lazarillo joven:
"¿Hay algo pa el pobre ciego?
-Hombre, sí; dos perras gordas.
(El ciego aguza el oído.
El mozo se las apropia)...
-Ladrón.
-Que m'hace usté daño,
y aunque no ve usté ni gota,
donde pone usté la estaca
pone el cardenal.
-Apronta
los perros.
-Con mucho gusto,
y que le sirvan ahora
de lazarillos, que menda
se pira.
-Ven acá, Roñas,
-¿Con un ciego que ve tanto
yo de lazarillo? ¡Moscas! " (5).
La difícil aventura humana, la picaresca generada por situaciones que pueden llegar a ser cómicas en su tragedia, hacen del ciego un personaje atractivo para muchos poetas y literatos, quienes parecen conferirle una cualidad íntima, profunda que supera cualquier carencia: "Siempre con la cabeza erguida y los ojos muy abiertos, como si contemplara, lleno de curiosidad complaciente, unos panoramas misteriosos, un mundo secreto de colores, de formas y de extensiones guapas, infinitas " (6). "Los ciegos de España eran una de las distracciones de Verhaeren y decía que en ningún país los había visto de tan hermosa tristeza, tan suplicantes ni que se prestaran tanto para tomar notas literarias como los que abundan en nuestro país... 'Qué buscarán los ciegos en el cielo', dice Baudelaire en una poesía; en ella nos hacía pensar en aquel desgraciado, que buscaba algo en el cielo con sus ojos, siempre en movimiento hacia arriba..." (7).
Los costumbristas han preferido, sin embargo, referirse más al oficio o a su función que al personaje, haciendo hincapié frecuentemente en el repertorio. La obra, fuese improvisada, creada o plagiada, acababa por imprimirse en Valladolid, Madrid, Zaragoza, Barcelona, Córdoba, Sevilla o cualquier localidad menor y en el pie de imprenta aparecían los Santarén, los Roldán, los Marés, los Lloréns, los Plá y tantos otros. Se vendían en grandes cantidades (Trueba habla de que reunió en su época más de veinte mil) por mercados, plazas y esquinas de toda españa. Antonio Casero ha intentado captar uno de esos momentos en que el ciego, alertado por su lazarillo de una circunstancia favorable, se ponía a improvisar:
-Total, que por lo que veo
no está la gente pa polkas
y no es auditorio éste
pa que le vengan con óperas;
conque temple usté la prima
y sálgase usté por jotas
y repentice usté alguna
dedicá a una dama gorda
que s`abanica a la puerta
de un almacén de pilongas,
y que es la que tié más tipo
de darnos alguna cosa.
Venga ya, señor Fructuoso;
a templar.
-Ahí va la copla:
"Esa dama regordeta
que s`abanica orgullosa
lo hace por coquetería,
porque ella es la mar d`airosa" (8)".
Antonio Muñoz, en otro sentido, nos habla de un poeta que compone para que algún ciego lo interprete: "Para el camino, marchando como pobres que somos, nada es menester; para salir de aquí puedes hacer un buen romance, veremos si hay forma de imprimirle, y dado a los ciegos para que le vendan y pregonen, puede dejarnos algún útil" (9). Son pues los cantores ambulantes quienes crean y recrean la novedad poética imponiendo modas de mejor o peor gusto, o contribuyendo en gran parte a su difusión; no debemos alvidar, sin embargo, que mantienen también un repertorio de tipo tradicional: "La Jacarandina y la zarabanda, famosas ambas por su desenfado, son hoy el ole y la tirana, y aun la tonada de la zarabanda se tañe y canta pura y primitivamente en muchas partes de España, que de tiempo en cuando la resucitan agradablemente los trovadores de esquina, que por no ver el tanto que quieren se suelen llamar ciegos" (10).
Otro caso, también frecuente, por cierto, era el del invidente preocupado por el desarrollo de la sociedad que le rodeaba, lo que le conducía, inevitablemente, a hacerse eco de proclamas políticas conducentes, según su criterio, a traer vientos de libertad o de mejora para todos: "Estas (coplas) que vamos a entonar no las podemos arrojar por los aires ni en la Puerta del Sol, ni en la calle de Carretas, por la sencilla y poderosa razón de que no hay libertad de canto... Nuestras gargantas están oprimidas y no falta más que nos cuelgen de un árbol como los perros" (11).
Estos grupos de ciegos de que habla García Tejero, verdaderos colectivos de apoyo mutuo, nos devuelven a nuestros días, en que entidades como la ONCE se ocupan de integrar al ciego en su entorno, o a instituciones y agrupaciones más antiguas, como "La esperanza y fe", sociedades de socorro de invidentes que, por medio de suscripción o donativos, ayudaban a sus miembros. Precisamente de esta sociedad es un pliego, firmado por Nicolás Domínguez Illán (ciego), del que tomamos dos décimas -entre las muchas que componen la obra titulada "La escabrosa odisea del ciego"-; con ellas concluimos este breve prólogo que podía haber sido (y tal vez lo sea) el comienzo de un trabajo más extenso sobre la figura del ciego cantor y su repercusión en la literatura española.
¿Qué daño puedo causar
al invitar noche y día
con delicada armonía
a quien la quiera escuchar?
Si molesto en mi cantar
o mi música sonora
no os es encantadora,
perdonad: es un lamento
que brota del sentimiento
del ser que sin vista implora.
Pues, por más que falto vive
de la vista material,
posee la intelectual,
y filosofa y describe
lo que su mente concibe;
y aunque habita en el dolor
siento lo llamado amor
y como hombre, en su ceguera
adora a su compañera
como el vidente mejor. (12)
Verdaderamente, toda una filosofía.
Joaquín Díaz
NOTAS
(1) Antonio de Trueba: De flor en flor. Oficinas de la Ilustración Española y Americana, Madrid, 1882; pp.273-283
(2) El Norte de Castilla, Valladolid, 19-VIII-1859.
(3) El Norte de Castilla, Valladolid, 19-VII-1859.
(4) Manuel Llano: Obras completas, I, Fundación Marcelino Botín. Santander, 1968; pp.59-61.
(5) Antonio Casero: De Madrid al cielo. Sáenz de Jubera Hnos, editores. Madrid, 1918; pp.193-197.
(6) Manuel Llano: Obra citada.
(7) Emile Verhaeren y Darío de Regoyos: España Negra. Imprenta de Pedro Ortega, Barcelona, 1899; capítulo V.
(8) Antonio Casero: Obra citada.
(9) Antonio Muñoz: Aventuras en verso y prossa. Imprenta y librería de Manuel Fernández. Madrid, 1739; p.211.
(10). Serafín Estébanez Calderón: Escenas andaluzas. Citado por Evaristo Correa Calderón en Costumbristas Españoles, Aguilar, Madrid, 1964; p.804.
(11). Alfonso García Tejero: El pilluelo de Madrid. Dedicada a Don Wenceslao Ayguals de Izco, S.l; s.a.; p.40.
(12). Pliego suelto editado por LA ESPERANZA Y FE, sociedad de socorro de ciegos, como reagalo a las sociedades protectoras y demás entidades obreras. Titulado La escabrosa odisea del ciego. S.l. ni a.