29-08-2013
Hoy estamos acostumbrados a que la música tenga una presencia significativa en nuestras vidas. Sin embargo esto no es nuevo: ha sido así desde hace siglos, aunque probablemente en la medida en que nos fuésemos alejando del instante en que nos ha tocado vivir podríamos comprobar que las canciones del pasado estaban aún más ligadas que ahora a la existencia de los individuos. El momento en que Delibes sitúa la acción de El hereje es, en la opinión de todos los especialistas, uno de los más creativos y ricos de la historia de la música en España. También en otros países de Europa con los que la trama está en cierto modo ligada. Alemania buscaba la renovación de la vida religiosa en los templos y en la música que en ellos se hacía y lo mismo podría decirse de Francia, Suiza e Inglaterra donde pronto aparecieron libritos con salmos y su melodía correspondiente para difundir el fervor de las ideas y la emoción de las creencias (1). Los salmos fueron para los reformistas un motivo de estímulo espiritual y un consuelo en tiempos de persecución y muerte como lo fueron para los cristianos de los primeros siglos. Cabe dudar de su uso en momentos de miedo o de persecución en que el silencio era la única fórmula imaginable –principalmente en los pequeños conventículos en que los cánticos en alta voz podían delatar el lugar de reunión de los grupos de seguidores de Lutero- pero no hay ninguna duda acerca de la utilización de algún texto cantado, como los salmos 106 o 109, para acompañar el camino hacia el Auto de Fe de quienes serían ajusticiados en Valladolid o Sevilla, aunque fuese musitándolo o cantándolo por lo bajo ya que algunos de los condenados iban amordazados. De hecho, Llorente aseguraba en su obra sobre la Inquisición que Juan González, presbítero de Sevilla y predicador famoso en Andalucía, exhortó a sus hermanas y otros presentes a cantar el salmo Deus laudem meam ne tacueris, una vez que le fue quitada la mordaza (2). Depositar en manos de Dios el castigo de los enemigos (“haré de tus enemigos estrado de tus pies”) mitigaría sin duda el dolor y la angustia de los momentos previos a la ejecución, acto cruel en el que la vida y las esperanzas humanas se acababan y sólo la fe podía contraponer a las llamas el consuelo ardoroso de la canción. Delibes pone en boca de doña Leonor de Vivero la ratificación de la necesaria prudencia en tales circunstancias cuando en una de las reuniones clandestinas advierte que se abriría el acto “con la lectura de un hermoso salmo que sus hermanos de Wittenberg cantaban a diario pero que ellos, por el momento, deberían conformarse con rezarlo”. No cabe pensar en el desconocimiento de la melodía o en la incapacidad para cantarla pues previamente nuestro autor ha declarado la afición de doña Leonor por la música, siguiendo el ejemplo y la trayectoria de tantos reformistas europeos. Sabemos que algunos libros de salmos se hallaban entre los que trajo a Sevilla desde Alemania Julián Hernández “el Chico”, un diminuto terracampino que antes de ser quemado vivo quiso acabar sus disputas con los religiosos que quisieron convertirle cantando la letrilla “Vencidos van los frailes, vencidos van”...(3), probable e intencionado contrafactum del “Corrido va el abad, corrido va” (4). Hay que creer en que el repertorio de canciones que se sabían de memoria los españoles de la época incluía no sólo los temas compuestos por los vihuelistas cortesanos, sino muchas rusticae cantiones como las que recogió Francisco Salinas en su tratado. Considerada como su principal obra, De Musica Libri Septem es en efecto un tratado de musica teórica y práctica muy citado pero poco conocido hasta tiempos recientes en que fue traducido del latín. El libro VI, en concreto, es la mejor fuente para conocer la música popular del siglo XVI pues el autor, al querer demostrar que la lengua castellana era tan apta como la griega o latina para hacer versos y componer melodías bajo unas medidas prefijadas, recurrió a melodías breves y aires de época que insertó entre los párrafos de sus teorías sobre el arte musical. Como escribió Ismael Fernández de la Cuesta: “En la segunda parte de su tratado, Francisco Salinas recogió, en efecto, numerosos pasajes de canciones como pruebas inequívocas de los diversos tipos de fórmulas métricas que, según él, conformaban en su conjunto el ritmo musical. Los tratadistas sobre la música, en su época y posteriormente, no se ocuparon de estudiar el ritmo, sino tan sólo la música armónica, esto es, la naturaleza acústica de los intervalos sonoros basada en su proporción numérica. Seguían de esta manera la pauta marcada para el estudio de la música por el viejo Boecio en su libro de lectura obligada en las escuelas. Ni durante la Edad Media ni en el Renacimiento, los maestros músicos se percataron de que Boecio sólo había tenido tiempo de tratar sobre uno de los dos elementos constitutivos de la música, a saber, sobre la armónica, pero no sobre el ritmo, pues cayó en desgracia del rey ostrogodo Teodorico I y fue decapitado por orden suya en el año 524” (5). Tal vez la mejor definición o descripción de tales canciones la da el propio Salinas cuando escribe acerca de ellas calificándolas como “Melodía natural que impresiona las mentes de todos, que se graba en el espíritu de todos y que finalmente se fija en nuestra memoria de tal manera que no tenemos que pensar y nos hace como despertar de un sueño”.
¿Qué canción tararea Minervina mientras mueve al niño Cipriano a su compás, casi eufórica por haber sido confirmada como rolla por don Bernardo? Seguramente uno de aquellos ritmos infantiles con los que ella misma creció en Santovenia y que no estarían muy lejos de los que describió Rodríguez Marín en su artículo titulado “Varios juegos infantiles del siglo XVI” (6).
Delibes habla en dos ocasiones de la nutrida biblioteca de don Ignacio Salcedo que albergaba casi 500 títulos, pero ¿cuántas canciones podía aprender y recordar una persona normal en el siglo XVI? A todos los temas que la propia tradición permitía que se trasladasen de forma natural de una generación a otra habría que añadir los títulos que se podían aprender en la plaza pública o en el mercado traidos y llevados por los copleros ambulantes y los temas que la liturgia forzaba a memorizar, por repetidos y comunes pese a cantarse en latín. Nuestro autor menciona el “Dies irae” interpretado habitualmente por los muchachos del Hospital al que lleva a Cipriano su padre, en las ceremonias fúnebres a las que se les obligaba a asistir, pero también se hace eco del himno “Un castillo inexpugnable es nuestro Dios” que tuvo fuera de España tanta resonancia como podía haber tenido el “Te Deum” en nuestro país. En efecto, el himno Ein Feste Burg ist Unser Gott, atribuido a Lutero y considerado por algunos como el himno por excelencia de la Reforma sería cantado una y mil veces en Europa, particularmente en Alemania, porque además de tener un cierto aire marcial y pegadizo se dice que fue compuesto por Lutero durante la reclusión en el castillo de Wartburg. Cuando Tellería, Salcedo y Berger discuten en el Preludio de El hereje sobre religión, el primero confiesa que en París se convirtió al calvinismo después de escuchar el salmo “Levanta el corazón, abre los oídos”. Se refiere Delibes al himno “Leve le coeur, ouvre l`oreille”, para el que Clement Marot compuso una bella melodía que se difundiría junto con las teorías de Calvino sobre la predestinación.
En fin, canciones y fórmulas, aprendidas de viva voz pese a la supremacía que ya comenzaba a tener lo escrito, se iban almacenando como un tesoro encubierto en la memoria hasta crear con la ayuda del tiempo y la contribución preciosa de la mentalidad –que iba seleccionando y relacionando con milagrosa oportunidad-, un repertorio vital. Y en esa expresión –repertorio vital- se podrían incluir todos aquellos temas, musicales o no, que a lo largo de la vida iban llegando a través de diferentes medios –la voz de la madre o de la nodriza, los primeros cánticos con los compañeros de colegio, la cantinela de los ciegos en las esquinas, las representaciones teatrales, etc.- y, por diversas razones causaban un impacto estético o emocional. En consecuencia, esas canciones pasaban a formar parte de la existencia y se grababan en la memoria, condicionando o modificando en ocasiones el propio comportamiento. Una canción podía entrar en ese repertorio porque su letra o su música gustaran, porque el texto contuviera algunos elementos que se correspondían o se ajustaban a una peculiar concepción de la vida, o bien porque despertara antiguos recuerdos o suscitara nuevas posibilidades de afrontar esa misma vida. El repertorio comenzaba a almacenarse desde edad temprana, la infancia, continuaba nutriéndose en los años jóvenes y se completaba en la madurez, edad a la que no llega el protagonista de la novela de Delibes. El autor no nos revela qué canción repetiría obsesivamente Cipriano Salcedo cuando era conducido mansamente al quemadero por su fiel Minervina. Como en el caso de las baladas truncadas, que siempre resultan más sugestivas porque dejan paso a la ficción o al mito, Delibes acierta otra vez permitiendo al lector que ponga la melodía y la imaginación.
Joaquín Díaz
(1) Johannes Calvinus: Aucuns Psaulmes et Cantiques mys en Chant. Strasburg, 1539.
Juan Le Quesne: Los Psalmos de David metrificados en lengua castellana, 1606.
(2) Juan Antonio Llorente: Historia crítica de la Inquisición en España. Barcelon, Imprenta de Oliva, 1835, Vol 4, página 59.
(3) Ibíd. página 84-85.
(4) Margit Frenk trae varios ejemplos en su Nuevo Corpus de la Antigua Lírica Popular Hispánica, (México, Tezontle, 2003), con el número 1854 B.
(5) Ismael Fernández de la Cuesta: Francisco de Salinas, músico. En “Canciones populares del siglo XVI: Francisco de Salinas”. CD, 2006.
(6) Francisco Rodríguez Marín: Varios juegos intantiles del siglo XVI. Madrid, Tipografía de Archivos, 1932.