12-06-2007
Casi a diario recibo todavía invitaciones para actuar. Las insinuaciones me llegan de todo el mundo, pero particularmente de los países de habla hispana: Argentina, Chile, Venezuela, Colombia, Perú…Las demás tentaciones proceden de lugares en los que la música que he interpretado puede significar algo: Israel, los Estados Unidos, Japón, Polonia, el Reino Unido…Me siento halagado por semejante interés pero jamás tentado. La época de la música en directo terminó hace muchos años. Fueron momentos de gran intensidad, de indudable presión y de inevitable desgaste. Probablemente di más de mil recitales a lo largo de diez interminables años y recorrí tantos kilómetros como se quiera uno imaginar incluyendo todos los medios de transporte posibles. Al no tener coche ni desear tenerlo casi todos los desplazamientos fueron sin embargo en tren o en avión. Los trenes de la época solían incluir eternas sesiones nocturnas en las que pensaba y descansaba alternativamente durante horas y horas. Solía ser así porque nadie me acompañaba y además porque me desplazaba de un lugar a otro durante la noche para llegar de madrugada al sitio en que tenía que actuar, descansar unas horas en el hotel, comer muy ligeramente, pasear brevemente y finalmente acudir al teatro, colegio, asociación, local, salón de actos o lo que fuese, con la intención de concentrarme una hora antes de la cita musical. Durante los años en que actué aprendí a aislarme de lo que me rodeaba con mis propias técnicas y una de ellas incluía sentarme ya en el escenario media hora antes de la actuación y preparar los textos o calentar los dedos mientras el público llegaba y se iba sentando. A veces esas interpretaciones de melodías que se me iban ocurriendo y que iba desgranando en la guitarra me sirvieron como argumentos melódicos para temas que componía después. Para lo que servía siempre esa preparación era para captar al público y envolverlo en la atmósfera deseada. Casi nunca repetía un programa aunque la audiencia reclamara con frecuencia aquellos temas que le resultaban más familiares o que había escuchado en discos o en la radio. Sin embargo el repertorio lo preparaba para mí. Me preocupaba que algún día pudiera sentirme aburrido o indiferente al interpretar una canción. El año 1974 comencé a sentir esos síntomas. Además de algunas críticas incómodas de las que ya he hablado se me planteó un grave dilema: si quería transmitir un sentido artístico no podía actuar tanto; cada vez me resultaba más complicado ser sincero y estar todos los días a las ocho de la tarde en perfectas condiciones para hacer un recital redondo. Me hice de día en día más exigente y empecé a sentir una presión de mi propio organismo que me advertía seriamente acerca del peligro de no estar conforme uno mismo con lo que hace. Ese, evidentemente, no era el camino que trataba de buscar, en el que la música y la comunicación debían ocupar el lugar preferente. La crisis no tardó en producirse y, con gran alarma de los responsables de la empresa discográfica en la que estaba que pensaban que no volvería a vender un disco, decidí alejarme para siempre de las tablas de un escenario. La verdad es que me aparté con alivio porque los años en que anduve de un lugar para otro no fueron, desde el punto de vista artístico, los más propicios para desarrollar mis preocupaciones musicales. Noté, eso sí, el calor y el cariño de la gente que acudía a los recitales pero jamás me di por aludido al escuchar los aplausos. Cuántas noches me parecieron injustos por no creerme acreedor de ellos y sin embargo cuántas otras me pareció que se aplaudía poco a algún detalle que apenas se había percibido y que para mí era un hallazgo. En el escenario me sentí terriblemente solo. Luego también, debo reconocerlo, pero la responsabilidad ya se había atenuado y no había una exposición directa al público de la actividad artística. Debo reconocer que durante muchos años –esto ya lo he dicho en bastantes ocasiones- me sentí como el náufrago que, aislado y distante de la civilización, va enviando de cuando en cuando algún mensaje metido en una botella vacía para que el mar lo lleve hasta la playa lejana y presuntamente habitada. Esa sensación, íntima pero equivocada me duró demasiados años. No sabía hasta qué punto las grabaciones que fui haciendo calaron en un público fiel y fueron utilizadas para distraer morriñas, para aliviar nostalgias, para aprender español, para revivir infancias, para hacer más cortas y llevaderas las excursiones, para curar melancolías, para sentirse más persona, para recordar a los abuelos…Estas y muchas más razones me han expuesto quienes, por miles y miles, me han hablado en los últimos vente años de su relación con mi música. ¿Se puede pedir más? Tal vez fue una buena decisión retirarme a tiempo y ser absolutamente exigente con el resultado de mi trabajo. Probablemente quienes ven en ello una seriedad, una emoción y un medio de comunicación sincero, están ahora de acuerdo con aquella decisión que, en su momento, casi nadie comprendió.