Joaquín Díaz

YA VIENEN LOS REYES


YA VIENEN LOS REYES

Prólogo para el catálogo

24-09-2001



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Entre los recuerdos más emotivos de mi infancia –cada vez más lejana y sin embargo más presente- está la evocación del período navideño, época de frío corporal y calidez del alma, que nos llegaba puntualmente con su hermosa historia, con sus leyendas ejemplares y sus buenos deseos de bondades imposibles. Y entre todo aquel encantador mare mágnum de saludos, abrazos, juguetes y estrellas sobresalía, por derecho propio y por la misma trascendencia del acto –importante y añal-, la construcción del belén. Para ello se destinaba en la casa un lugar amplio, de fácil acceso, y se disponía un estrado, convenientemente forrado de papel, para albergar, desde unos días antes de nochebuena hasta después de reyes, el tradicional nacimiento. Una vez asegurada y recubierta la entabladura, se procedía al acto solemne de convertir aquel espacio limpio y despejado en un trasunto de la Palestina romana o en un despropósito de cuidados anacronismos, que de todo eso, y mucho más, había. Se bajaba cuidadosamente del altillo la caja que contenía reunidos a pajes, pastores, camellos, soldados, musgo, corcho y papel de plata para el río. Mi padre, entre inútiles protestas de los niños que queríamos ayudarle a trazar accidentes orográficos o a ir colocando figuras, se erigía en único escenógrafo competente y tras algunas dudas, distanciamientos estudiados para mejor contemplar el resultado y entornamiento de ojos para ver con la imaginación, daba por concluida la primera y genuina colocación del belén, que para los cómputos y administración familiares era la única que contaba. Quedaba así el curioso e imprescindible escenario como un universo reducido y estático que albergaba personas, animales y cosas. De remediar el estatismo, desde luego, ya nos encargábamos nosotros, empeñados en llevar a su casa a la lavandera, así, de rodillas como estaba, o en hacer pasear por el adarve del medieval castillo de Herodes a sus sanguinarios guardianes. Eso sí, nos cuidábamos mucho de no tocar ni mover al niño Jesús, que había sido ritualmente entronizado en su rústica cuna por mi padre, tras haber permitido que mi madre acercara la figurita a nuestros inocentes labios para darle un beso suave y respetuoso. Salvo el niño Jesús, digo, el resto del planeta se movía y cobraba vida cada vez que uno de los hermanos se acercaba al tablado y se le venía a la imaginación un desplazamiento de figuras, que, según su estado de ánimo, podía ser pausado, agitado o revolucionario. Toda esa actividad no era sino un adiestramiento vital, una preparación a la espera del momento –que llegaría a partir de los dieciséis años- en que nos tocase a cada uno de nosotros poner el belén. Porque éste, no sólo constituía uno de los ritos familiares más venerados, sino que era una escuela de costumbres que nos organizaba y pertrechaba –estética y ética hermanadas- para lo que mis padres llamaban con reverencia incógnita “el día de mañana”. Y por si ese mundo, ese ámbito seguro y familiar, se nos quedaba estrecho, mis padres reservaban para la mañana de algún domingo o del propio día de Navidad, la visita a otros belenes, especialmente a aquellos cuyos personajes tenían algún movimiento. El tamaño mayor y movilidad de las figuras, sin embargo, no eran cualidades superiores a la cercanía y cordialidad que nos producían las de casa, reducidas y humildes, sobre cuyas fingidas existencias creíamos tener control como pequeños diosecillos. Después, de vuelta al hogar y ante nuestro tesoro común, mi padre trataba de dar respuesta al aluvión de preguntas que nuestra imaginación producía: los trajes de los reyes, los animales del pesebre, la forma del portal, las actitudes de los pastores, la posición del ángel anunciador entre el cielo y la tierra...Probablemente las mismas cuestiones que intrigaron a los cristianos desde los primeros siglos de existencia de nuestra religión y que la tradición, de acuerdo con los evangelios canónicos pero recurriendo también a los apócrifos, trató de completar. De este modo, el belén contribuía a sembrar en nuestras hazas la simiente de la curiosidad, la necesidad de la cultura.
Desde aquellos recuerdos íntimos e imborrables contemplo la iniciativa de esta exposición como un mensaje esencial a esta sociedad nuestra que aparenta saberlo todo; como una reivindicación también de la familia, núcleo de relación entre generaciones; como un vivero, por último, de aficiones comunes en las que la jerarquía tenga el privilegio amable y generoso de la entrega ritual de los conocimientos. A todo ello contribuye esta brillante iniciativa de la Fundación Sánchez Ruipérez (que ya comenzó hace algún tiempo de la mano de su Director Antonio Basanta la recuperación del gusto por el belén en la inolvidable muestra Oro, incienso y mirra) acompañada con un espléndido y documentado trabajo de catalogación y estudio de Leticia Arbeteta y a cuya realización final ha contribuido de forma oportuna y decisiva el patrocinio de la Junta de Castilla y León.