Joaquín Díaz

MUSEOS


MUSEOS

Museografía y museología

12-03-2007



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Parece evidente que la función de los museos en la sociedad de hoy, así como su futuro, está íntimamente relacionada con el grado de exigencia que muestren tanto sus directivos como los propios visitantes. Los dos usos extremos del espacio museístico, que llegaron a convivir en el siglo XX y que iban del concepto de simple almacén de objetos preciosos a un azaroso campo de pruebas en el que todo valía y casi se exigía una experiencia física, de contacto, con las piezas expuestas, demuestran que no estaba muy claro hasta esas fechas el objetivo principal de los museos y menos aún el valor social de sus resultados. La figura del “defensor del público”, muy frecuente en museos del pasado siglo –sobre todo en aquellos cercanos a la cultura anglosajona y por tanto proclives a la obligada democratización de todo-, habla bastante a las claras de esa historia un poco vergonzante del museo en la que no cabía la idea de que sus salas pudiesen tener una finalidad social. Tampoco debe confundirse esa finalidad con una suerte de tiranía en la que el gusto del público pudiera tener más peso que la opinión de los profesionales de un museo; menos aún con esa tendencia, tan del gusto de algunos visitantes de hoy, por la que un museo y una superficie comercial deben tener los mismos servicios y permitir el mismo comportamiento relajado, cuando no mal educado, en sus instalaciones. Buena parte de ese comportamiento está justificado por la confusión que genera en el visitante –habitualmente viajero o turista- el hecho de incluir en el mismo paquete a los museos y a todos los demás establecimientos de la industria del ocio, desde los bares a los parques de atracciones, donde no se necesitan ni el silencio ni una mínima concentración como bases para el enfrentamiento a una realidad distinta a la habitual. Tampoco es ajena a esa equivocación la nueva tendencia que considera a un museo como el resultado de una “eficaz” política cultural en virtud de la cual sus piezas han entrado, de alguna manera, a formar parte de un potente mercado en el que tiene mucho más peso la economía que el propio arte. Ambos conceptos, turismo y economía, pueden llegar a subvertir el verdadero sentido de un museo y transmitir a la sociedad una sensación sesgada cuando no inapropiada de sus auténticos valores. Uno de esos valores, precisamente, es el de comunicar al visitante de forma altruista, una serie de emociones que le obligan a usar los sentidos, algo tan infrecuente en una sociedad pasiva como la nuestra. Esa percepción a través de los sentidos de un mensaje múltiple con un fuerte contenido patrimonial, pone en relación al visitante con alguna parte de su propia existencia, patente o latente, que le ayuda a descubrir matices o intensidades interesantes para su formación o para mejorar su criterio. Inmersos en la era de la comunicación, recibimos tal exceso de información que apenas si tenemos tiempo para asimilarla o para aprovecharla. Se impone, por encima de la tradicional labor de aprender, la de aprender a recordar y mejor aún la de aprender a olvidar. Seleccionar lo que se nos está transmitiendo para quedarnos con lo imprescindible es tan esencial como el hecho de no cargar con un peso excesivo una pequeña barca o un frágil globo aerostático en el que nos vayamos a subir, pero requiere una capacidad de discernimiento y mucho sentido común. No podemos tampoco convertir la visita a un museo en un producto consumible, alejado por tanto de una decisión personal y voluntaria. Esta consideración, que tendría mucho que ver con las visitas guiadas en las que predominan la prisa y la desgana, nos llevaría a distinguir, en la intención de los visitantes, tres tipos más o menos característicos: el paseante, el espectador y el crítico. No son estas figuras, sin embargo, asimilables a grupos sociales determinados o de edad, sino que corresponden más bien a la voluntad potencial con que se aborda la visita a un espacio museístico. Los responsables de un museo deben trabajar siempre para conectar plenamente con quienes más les van a exigir y, al menos, coincidir en los puntos en que se pueda con quienes pasarán sin demasiadas aspiraciones por las salas. Por eso un museo debe considerar como un privilegio recibir un porcentaje elevado de espectadores y críticos que aportarán en su visita preguntas o planteamientos serios cuya visión ayudará a completar los niveles de eficacia en esa alianza que se pretende entre el mensaje y su destinatario. La incorporación de determinados departamentos como el de didáctica o el de marketing a los museos tradicionales sólo tiene ese sentido: acertar en las vías de comunicación y hacerlas más eficaces, nunca introducir criterios de educación reglada o de mercado en una institución cuyo principal cometido consiste precisamente en ayudar al individuo a ser más libre y más sabio, con todo lo que esa pretensión implica de rotura de barreras educacionales, de ausencia de prejuicios o de limpieza mental. En ese sentido son engañosas y perjudiciales las estadísticas que engloban a la fuerza sectores distintos de la industria del ocio. No puede ser la misma la intención de un museo y de un parque infantil de recreo, así como no pueden compararse los números de visitantes de una institución que cobra con los de otra gratuita. Es un error tratar de justificar la existencia de un museo basándose solamente en el elevado número de visitantes. Nadie pregunta a éstos por el grado de satisfacción de la visita o, si se les pregunta, su respuesta suele ser lo suficientemente compleja como para no incluirla después en ninguna estadística al uso de las que sirven para llamar la atención puntualmente en los medios de comunicación. La labor de un museo representa mucho más de lo que se ve. Sólo un tanto por ciento mínimo de todo un trabajo de equipo aparece en las exposiciones permanentes y poco más en las exposiciones temporales. Por tanto no se puede valorar un recinto museístico sólo por el número de espectadores, sino por la oportunidad del mensaje, el alcance del mismo, su adecuada transmisión y sus aportaciones al desarrollo de ese tan deseado cultivo personal. La comunicación fluida entre mensaje y destinatario es una experiencia individual en la que el estado de ánimo, el conocimiento previo de determinadas materias, su articulación en las vivencias de cada persona y el nivel de curiosidad tienen mucho que ver en el resultado final, a veces más que el propio valor material de lo expuesto. La idea previa o la vinculación existencial que tenga el visitante con lo expuesto le van a predisponer a favor o en contra de las piezas y de la orientación del mensaje que con esas piezas pretende ofrecer el responsable del museo. En este caso el lenguaje utilizado, tanto si es de signos como de significados, es importante en la comprensión y en la correcta percepción del sentido del mensaje; también la adecuada relación entre los signos y las piezas, pero lo determinante es cómo se dice y quién se supone que lo dice. Siempre se acude para explicar este extremo al conocido ejemplo del director de circo que, al ser advertido de que la carpa ha empezado a arder, echa mano de la única persona que tiene a su lado, que es un payaso, para transmitir al público la noticia. El público, pese a la gravedad del aviso lo toma como una broma, porque no espera del payaso otro tipo de mensaje y cree sin ningún asomo de duda en lo que su experiencia anterior le está transmitiendo.
La comunicación, por tanto, no se da en un solo sentido y habitualmente es modificada o moldeada por quien la recibe a la medida de su propia idiosincrasia. Un cuadro, por ejemplo, es una pieza inerte a la que un visitante sólo puede admirar y que, como mucho, le sugiere algo concreto o una abstracción; un instrumento musical, sin embargo, es un objeto susceptible de ser usado para crear y el verdadero arte comienza cuando una persona lo toma en sus manos y extrae sonidos vivos de la pieza, inexpresiva e inmóvil hasta ese instante. La relación, por tanto, con el individuo en este caso, oscilará entre la simple consideración del objeto material como resultado de un trabajo manual y la posibilidad de insuflar vida a ese objeto inanimado. Basta simplemente con que exista esa posibilidad en la mente del espectador para que la pieza tenga otro sentido. Por otra parte, las piezas de un museo, en su conjunto, constituyen también un mensaje del que el visitante extraerá sus propias conclusiones que no necesariamente deben acabar al final de la visita física. Las propuestas pueden continuar haciendo efecto en el ánimo del espectador, quien revisará a posteriori sus ideas sobre las piezas expuestas y el mensaje, e incorporará a sus estereotipos nuevas perspectivas, tantas y tan diversas como hayan sido las relaciones de los objetos con sus cinco sentidos. Entre esas relaciones estará precisamente la posibilidad de considerar las piezas de un museo no sólo como objetos materiales sino como representaciones de un espacio y un tiempo distintos al nuestro. En un museo moderno, es decir en un espacio dotado de un centro de documentación con archivos, biblioteca, mediateca, etc., no es necesario que las líneas de trabajo se expliciten constantemente. La filosofía de la exposición y el sentido de la investigación no tienen porqué ser los mismos tampoco. El museo que tenga como finalidad principal resaltar la capacidad mediadora entre el mundo intemporal de la creación o de las creencias y el visitante, no tiene porqué olvidar tampoco la interpretación de la historia y la cultura a través del estudio de los estratos sociales, ni mucho menos obviar la heterogeneidad de los discursos que proceden de diferentes lenguajes. Lo que verdaderamente distingue a un museo del siglo XXI de uno del siglo XIX es que la filosofía que lo inspira trasciende el objeto y puede ser abordada y estudiada desde múltiples y enriquecedoras perspectivas, incluso, como veíamos antes, la del museo-mercado, excluyendo de esa denominación cualquier aspecto peyorativo. Es evidente que el museo-templo que emanó de las tendencias estéticas del siglo XVIII dio paso al museo-escuela del siglo XIX que, a su vez, ha sido sustituido por el museo-lugar de encuentro y comunicación del siglo XX. Las posibilidades que ofrece una estructura compleja capaz de cumplir funciones de almacenaje, estudio, contemplación y creación a partir de los objetos, nos dirá qué podemos esperar del museo del siglo XXI. Sin embargo, sería impropio separar los resultados científicos de ese museo de los resultados sociales. Es decir, dado que las exposiciones no lo son si carecen de público visitante y dado que éste tiene un diferente comportamiento según el mensaje presentado y el grado de satisfacción que esa presentación deja en su contemplación, habremos de convenir que las opiniones de ese espectador tienen suficiente importancia para ser consideradas como una ayuda y no como una carga. Ya he mostrado mi escepticismo hacia las encuestas, particularmente las escritas que además se entregan a última hora al visitante y que éste debe cumplimentar deprisa y corriendo y sin posibilidad de haber madurado sus reacciones. Otras encuestas orales dejan ver su poca fiabilidad cuando incluyen preguntas como edad o preparación: recordemos aquellas encuestas realizadas por bellas azafatas que tenían que aceptar constantes mentiras de los hombres maduros entrevistados quienes simulaban tener menos edad de la que en realidad tenían o se inventaban títulos o profesiones universitarias que no poseían. Son, sin embargo, muy ilustrativas las conversaciones breves –no superiores a los dos o tres minutos- en las que los propios visitantes, sin preguntas previas y habitualmente inductoras, expresan su interés, su opinión sobre la visita, su grado de satisfacción por la misma y, finalmente su deseo de volver para detenerse más en determinadas secciones o su pretensión de hacer de embajadores de la colección ante amigos o conocidos a los que invitarán a acercarse hasta el museo. Todas estas opiniones suelen emanar de forma natural o espontánea y constituir un termómetro fiable que muestra el verdadero estado de ánimo del visitante al salir del recinto museístico. Los cuidados dispensados al espectador por parte del museo nunca serán superfluos e influirán de forma determinante en su opinión final, aunque aparentemente no tengan que ver de manera directa con lo expuesto. Habrá que evitarle la fatiga física, la saturación visual, el exceso de señalización; habrá que disponer recorridos sencillos y con posibilidades de ser alterados sin que esa alteración suponga una privación de información o la pérdida de espacios o piezas importantes. Determinante será, asimismo, la proporción humana de los espacios, la asequibilidad de los objetos para todos merced a su colocación a una altura media entre todas las posibles. En el caso de visitantes con alguna discapacidad será preciso ofrecer alternativas que se adecúen a sus carencias sensitivas o de movilidad; a un grupo de ciegos, por ejemplo, le puede facilitar enormemente el sentido de la proporción el hecho de tocar alguna de las piezas, no necesariamente las de la exposición sino alguna similar sacada del almacén. Algo en apariencia tan intrascendente como la cantidad de dedos marcados en una vitrina puede indicarnos que una pieza seduce y cumple con su función de atraer la atención o la admiración del visitante. Si éste se olvida los dípticos o los tira al salir hay que revisar inmediatamente su diseño o su formato. Si da las gracias después de haber pagado indica generalmente que, según su criterio, ha recibido más de lo que se le ha pedido. En otras palabras, interesaría sobremanera a los responsables de un museo conocer cómo y qué aprende el visitante, qué repercusión tiene en él la visita y cómo se pueden potenciar o mejorar los medios para que esa visita sea más fructífera. Todo ello no tiene un método ni responde a idénticos parámetros por lo que sería muy difícil crear cuestionarios aplicables a diferentes situaciones, colecciones o visitantes. Cualquier test que parta de evaluaciones interesadas o se haga en un momento inadecuado no ayuda en el fondo al demandante y estorba al demandado.
Mucho más importante si es que hablamos de lenguaje y comunicación sería saber cómo funciona el lenguaje que usamos, particularmente quienes nos encargamos de la redacción de señales, cartelas y dípticos, en el entorno del museo. El lenguaje nunca es inocuo, sino que ayuda a construir ideas y conceptos de modo que habrá que cuidar extraordinariamente la construcción de frases, la conexión entre señales y la contextualización de las piezas. Importan los textos que se escriben para leer en el museo pero incluso también lo que se van a leer fuera. La visita no acaba en la salida sino que se prolonga, muchas veces involuntariamente, una vez que se ha abandonado el recinto museístico y podría decirse que los mejores resultados incluyen el recuerdo o las sugerencias que se producen al cabo del tiempo.
En resumen, se hace necesario un entendimiento, una complicidad cada vez más intensa entre los responsables de los museos y sus usuarios si de verdad se pretende que éstos aprovechen las visitas y que aquellos puedan transmitir de forma eficaz sus mensajes. Esa natural y deseada coordinación llegará a través de un lenguaje compartido y unos intereses comunes para poder afirmar que la comunicación se produce con garantía en ambos sentidos y fructifica en los resultados deseables. El hecho de que todavía se sigan usando símiles para definir a un museo (es parecido a un templo, es como una escuela, etc.) significa que no se ha dado aún con una fórmula que defina su personalidad y describa perfectamente sus contenidos y sus fines. En cualquier caso hay que partir del objeto como valor esencial aun cuando dicho objeto sea susceptible de diversas lecturas y transmita diferentes sensaciones subjetivas. Hablamos, naturalmente del objeto considerado como símbolo y no como material inerte; es decir, hablamos de las piezas como elementos que nos vinculan a un pasado patrimonial más o menos cercano pero también como interlocutoras silenciosas de la inventiva humana y de la capacidad artística.