28-09-2014
Los expertos en el estudio del ser humano y de su adaptación al medio, suelen dividir los hechos que son motivo de su interés en dos grandes apartados: el de las creencias y el de las técnicas. En el primero estarían las ideas y conceptos de uso común (formados a lo largo de dilatados períodos de tiempo), el lenguaje (como vehículo de materialización y comprensión de esas ideas) y los ritos y símbolos (que se adscribirían al cotidiano existir a través de las costumbres). Las técnicas vendrían representadas por los procedimientos que el ser humano ha utilizado y utiliza para trabajar sobre los materiales que le rodean en su beneficio, así como por las herramientas o artefactos que usa para modificar aquellos materiales.
La antigüedad clásica estuvo siempre preocupada por la relación del individuo con su entorno. Es más, trató, por medio de la filosofía, de encontrar en el cielo, o sea en el espacio ocupado por los dioses, un reflejo de las leyes naturales que regían en la tierra. Para ello hizo uso de la observación, permitiendo al ser humano percibir y asimilar los elementos de su entorno usando los sentidos. El Renacimiento resucitó esa visión global y antigua que colocaba al ser humano en un cosmos en el que toros, peces, cangrejos, escorpiones, cabras, leones y centauros eran reconocidos con solo observar el firmamento, desde donde influían con su presencia sobre el organismo y la vida del hombre, así como sobre los lugares que habitaba. Sol, luna y estrellas se personificaban adoptando rostros humanos y los cuatro elementos tradicionales –tierra, aire, agua y fuego- hacían de intermediarios de los planetas para incidir de algún modo en los seres que habitaban la máquina del mundo. De esa manera inteligente y cósmica era más sencillo explicar lo mágico en el terreno de las creencias, dando a la superstición el sentido etimológico de “supervivencia”, es decir, de algo antiguo y sin embargo respetado.
La pérdida paulatina a lo largo del último siglo de esos conocimientos que interpretaban de forma cercana el universo, ha sido irreparable. Nadie con autoridad ha sido capaz de explicar convincentemente el error en que se incurría al menospreciar esa sabiduría contrastada y eficaz. La tecnología ha ensoberbecido de tal modo a la sociedad que se ha decidido prescindir de aquellas preguntas eternas –origen de los mitos y de los relatos tradicionales- que hacían pensar al individuo, para quedarse sólo con las respuestas que la ciencia oficial podía “certificar”. La consigna ha sido: “el pasado ya no es necesario para el futuro”. Sin embargo sigue teniendo gran importancia esa relación entre las creencias y la técnica, práctica habitual en siglos pasados en la que hubo tan grandes maestros, de los que siempre se puede aprender.
Si hay dos publicaciones en castellano que pueden competir en ventas con el Quijote en sus diferentes ediciones, esas dos son la cartilla de las primeras enseñanzas y el calendario zaragozano. Baste decir que de la primera -de ese Catón elemental y escueto- se imprimieron más de 70 millones de ejemplares sin contar las ediciones piratas, perseguidas y condenadas por la Iglesia, en concreto por la Catedral de Valladolid, que era la que tenía el privilegio de la impresión a partir del siglo XVII para subvenir a los gastos de su construcción. Del segundo, del almanaque Zaragozano (llamado así en honor de Victoriano Zaragozano, uno de sus primeros editores), se podría hacer un congreso para analizar todos aquellos calendarios ibéricos que comienzan a hacer fortuna en el siglo XV, con el primer Renacimiento, sobre todo a partir de la publicación en Portugal y España respectivamente de dos títulos, debidos al judío Zacuto y al bachiller Hoces. El primero se tituló Almanach Perpetuum Celestium Motuum y, aunque se publicó primero en hebreo bajo el título de Compilación Magna, apareció después en latín tras la salida de España de su autor en 1492. Como profesor de astronomía en Salamanca tal vez tuvo Zacuto el privilegio de escuchar a Colón e incluso de denegar su proyecto. De hecho hizo incursiones en el arte de la navegación perfeccionando el astrolabio aunque finalmente fuesen los navegantes portugueses los que se beneficiasen de sus avances al haber sido expulsado de España y haber buscado protección en la corte de Lisboa.
La reforma del calendario por el papa Gregorio XIII se basó en el resultado de un concurso convocado por el mismo pontífice entre muchos astrónomos cristianos para rectificar los inconvenientes del calendario juliano. Las Tablas de epactas se aprobaron por la Iglesia en 1582. En ellas Aloigi Giglio, autor primero de dichos cálculos, había presentado un proyecto en el que combinaba el calendario solar con las revoluciones de la luna por medio de la epacta o edad de la luna al empezar el año.
Uno de los primeros sabios en percibir la importancia de ese cambio en el calendario fue el riosecano Rodrigo Zamorano, cosmógrafo de Felipe II. Zamorano, nacido en Ríoseco y muerto en Sevilla, se distinguió, hacia el último cuarto del siglo XVI, por sus conocimientos sobre matemáticas y sobre navegación. Desde su cargo de instructor de pilotos en la Casa de Contratación de Sevilla desarrolló una actividad importantísima para el arte de navegar, aunque las insidias del cartógrafo Domingo de Villarroel introdujeran en el Sindicato de pilotos hispalense las dudas acerca del hecho de que un hombre que no se había embarcado fuese la persona adecuada para enseñar a pilotar una nave. Tras dos años de separación del cargo como consecuencia de esas insinuaciones, Zamorano pudo demostrar públicamente que sus conocimientos teóricos, superiores a los de la mayoría de los científicos de su tiempo, le bastaban para desarrollar las funciones que el cargo requería.
En su Cronología y reportorio de la razón de los tiempos, obra publicada años antes del litigio, ya había insistido Rodrigo Zamorano sobre la necesidad de observar el cosmos, relacionar los signos de la luna con el tiempo atmosférico, estudiar las estrellas, advertir en animales y plantas movimientos augurales y todo ello sin el menor asomo de esoterismo, simplemente haciendo uso del sentido común y del correcto juicio. Escribe Zamorano en la obra citada, impresa en Sevilla: “Tuvieron los filósofos por cosa muy importante y de grandísimo momento, el conocimiento de la mudanza de los tiempos y variación del estado del aire, así para la salud y vida de los hombres y de todas las cosas como para la agricultura, navegación y milicia”. Al cosmógrafo le sirvieron de gran ayuda todos aquellos pormenores y detalles, grabados en su memoria durante la infancia ríosecana, que revelaban unas causas y unos efectos entre los cambios lunares, la actitud de personas y animales, las necesidades de la tierra cultivable y el mejor resultado en las cosechas. Hoy sería un error grave ignorar que obras como la de Rodrigo Zamorano, Victoriano Zaragozano o Jerónimo Cortés, reimpresas una y otra vez hasta el siglo XX, fueron el libro de cabecera para labradores y pastores durante cinco siglos, además de la principal fuente de conocimiento para sus oficios y los mejores consejeros a la hora de efectuar las labores y trabajos del ciclo anual. El éxito de Zamorano y la perdurabilidad de sus asertos se derivan no sólo de su capacidad para observar su entorno sino también del hecho, recomendado en su tratado, de no fiarse de un solo fenómeno y contrastar la relación entre varios para extraer de todos ellos una consecuencia. Esta forma de registrar y recordar hechos cíclicos en forma de experiencias concordantes, catalogadas y fijadas en la memoria de las personas, alimentó la riqueza y variedad de las expresiones populares hasta límites nunca jamás superados. El lenguaje, el conocimiento, las creencias, bebieron así de un venero mágico cuyas ricas aguas, convertidas en cultura y consecuentemente en identidad, han sobrevivido hasta nuestros días gracias a la perfecta integración de esa aptitud (aptitud para interpretar de forma inteligente y práctica el entorno), en la vida de los individuos.
Pera vayamos a lo que nos ocupa. En el Libro cuarto, titulado "Pronóstico de la mudanza del aire", Zamorano se refiere a las nubes y a la incidencia que su aspecto, color y forma pueden tener sobre los efectos que causarán. Y así, dice hablando de los Montes: "si muestran sus cumbres cubiertas con nubes, que no las dejan ver bien, denota lluvia". Y continúa: "Nubes muchas, aunque sean rojas, equidistantes al horizonte, si por lo bajo fueren negras, significan agua.
Nubes rojas después de ponerse el sol, si estuvieren tendidas a la larga hacia septentrión, habrá grandes vientos dentro de tres días. Nube ventosa yendo a la parte de donde no viene el viento, significa que hacia allí irán los vientos. Nubes esparcidas ancha y largamente en las cumbres de los montes, hacia cualquier parte que vayan, de allí levantan viento, aunque otros dicen que de la parte donde ellas vienen. Nubes, cuando las más altas van a otra parte que las bajas, denotan haber más de un viento, y que después de echado el de las bajas, quedará el de las altas. Nubes, cuando a la parte del oriente aparecieren algunas como vellocinos de lana cardada, denotan vientos australes tempestuosos. Nubes, cuando estando el cielo sereno, alguna asomare por el horizonte, de allí vendrá el viento; y si con ella hubiere otra negra, también habrá lluvias. Nubes, estando el tiempo sereno, si se engendran y derraman y se tornan a juntar y llegarse al sol, habrá vientos nortes, y si juntamente se levantaren otras del mediodía, habrá viento y agua". Y acaba: "Sol, si al nacer o ponerse tuviere a los lados nubes cárdenas o verdinegras que parezcan montaña mirado desde lejos, o si tuvieren alguna barra de nubes a modo de cordillera de monte y más si las tales nubes tuvieren manchas bermejas, denota tempestad.
Si en tiempo lluvioso apareciese claridad hacia el norte, aunque hacia el ábrego haya nubes, denota serenidad". Y explica: "Serenidad se llama cuando en el aire no hay lluvias ni vapores húmedos, aunque haya algunas nubes o pequeño viento. La causa de la serenidad en el aire es no estar los planetas en disposición de levantar tanta copia de vapores y exhalaciones ni la tierra tener tanta copia de ellas que basten a enturbiarle con viento y grandes nubes".
En fin, como puede comprobarse todo un catálogo de observaciones referidas a la relación entre las formas y los tonos de las nubes, y sus efectos, tras la consiguiente evolución. Athanasius Kircher, el jesuita alemán para quien no había nada más hermoso en la vida que saber todas las cosas -loable afición-, se convirtió con sus obras en maestro de curiosos y mentor de la imaginación a través de sus incursiones pseudocientíficas que durante mucho tiempo le procuraron fama y crédito. Por cierto que Kircher, que acompañaba sus trabajos de espléndidos grabados, no perdía ocasión de mostrar en casi todos ellos unos cielos nubosos en cuyos algodonosos trazos parecían adivinarse la Auctoritas Magna, es decir la divina sabiduría, y la Ratio, o sea la razón como vínculo entre el ser supremo y nuestra bajeza. En la tierra, por otro lado, se hallaban la Auctoritas profana y el Sensus, o sentido, más cercano a nuestra humana condición. Es raro algún grabado suyo -y hay cientos- en el que no aparezcan ideas, escritos, filacterias o simplemente ángeles proclamando desde las nubes alguna verdad o algún anuncio terrible. Es más, en alguna de esas imágenes se muestran a veces rostros angelicales con hinchados mofletes donatellianos soplando sobre la tierra o arrojando algún meteoro como si fueran Cupidos lanzando lluvias de flechas. Cuando Torres Villarroel, que se proclama discípulo de Kircher, habla en su Viaje fantástico del Gran Piscator de Salamanca de algunos fenómenos meteorológicos dice que las nubes se forman con los vapores que se elevan de las aguas y otros vapores del cuerpo terráqueo: "Sepáranse las partículas áqueas, por agitación del aire, deshácense y en gotas bajan a la tierra. Y ya convertidas en lluvia las partecillas áqueas, quedan en el aire aquellas más crasas y salitrosas, que no pueden servir para lluvias y que dan unas nubes que solo sirven para materia de los vientos. La lluvia desciende a la tierra en menudas gotas como polvo. Procede de nubes poco crasas y muy cercanas a la tierra y esta se llama estilicidio. Otras, cuyas gotas son de mediano tamaño se llaman Imber. Y Nimbo llaman a la que con fuerte furia se desguaza en la tierra. Esta nube, pues, que se deshace en agua, es materia también de la nieve. De suerte que antes que se desate y resuelva en lluvia llega el viento frío y la condensa y aprieta en su región. Y así apretada, como tiene mayor peso que el aire no se puede mantener aquí y baja en nieve a la tierra".
El Piscator de Villarroel tiene mucho de imaginativo, y no deja de confesar su autor cada vez que puede la deuda con Kircher. Recuerda Villarroel en el prólogo que el jesuita alemán fue llevado por un ángel a registrar todas las oficinas del orbe pero confiesa que, en lo que respecta a su itinerario, ni quiso ser guiado por una criatura angélica ni llevado por el diablo. Concluye que el tratadito lo escribió en ocho días, más para los curiosos que para los ambiciosos, temiendo que siendo más éstos que aquéllos sus hojas podrían terminar siendo estrado de empanadas o de hojaldres. Todos sabemos que de aquel Iter Extaticum de Kircher, paseo obligado por la fantasía y por la imaginación, se pasaría al Método científico, es decir al camino hacia el conocimiento, tan sembrado de dudas y fracasos como el anterior. Sin embargo su idea del significado de todas las cosas basado en una señal o signum evocador, nos sirve esta tarde para relacionar nubes y campanas. En efecto, ambas son signa pues nos manifiestan la presencia de algo que no es patente y que hay que interpretar. En el caso de las nubes, a través de la percepción visual que va registrando la evolución de las mismas en función de una experiencia previa. En el caso de las campanas, a través de la percepción auditiva que debe traducir los sonidos según el orden, número y altura de los mismos para darlos un significado.
En alguna ocasión escribí –y este es un buen momento y lugar para recordarlo-, que de entre todos los instrumentos musicales inventados y perfeccionados por el ser humano, el que más significados tiene y por tanto el que más señales proporciona, es sin duda la campana. Y no sólo porque en el mundo cristiano su sonido se asimilara a la voz divina –es decir al más elevado pensamiento y a la más digna expresión-, sino porque durante siglos de existencia vino a convertirse en un símbolo social que aglutinaba valores, signos, recursos, formas de comunicación y claves lingüísticas cuyos datos se transmitían de una generación a la siguiente en forma de conocimientos consuetudinarios cuyos ecos todavía perduran hoy, pese a la devastación patrimonial más espantosa e inútil que han contemplado los siglos.
Siguen siendo las campanas el símbolo primero y último de cualquier núcleo rural. Marcaron el primer ámbito para su fundación y son la última señal que debe retirarse antes de certificar su desaparición. Pero esa seña de identidad tiene, como tantas otras que “distinguían” a la gente hasta hace pocos años, un escaso lustre en la escala de valores de nuestra sociedad que, digámoslo sin ambages, no por moderna y progresista ha de estar acertada en todo lo que propone. Siguen teniendo también las campanas ese carácter misterioso o hasta críptico de los objetos estudiados por la arqueología, en los que ni el aspecto formal ni el lugar en que son hallados dan cuenta cabal del largo proceso que requirió su creación o de los profundos conocimientos que se necesitaron para su fabricación.
Por último, tiene la campana algo de humano, y no sólo porque su creación necesite del barro legendario para cobijar su aleación o porque necesite ser “acristianada”, sino porque para definir algunas de sus partes se usan palabras de significado fisionómico como perfil, hombros o melena. Nada podría ser más adecuado para describir un instrumento que tiene voz propia y que es capaz de comunicar mensajes.
Esos mensajes fueron necesarios desde los tiempos más remotos para transmitir avisos. La Biblia nos recuerda, en el libro del Éxodo, que el vestido del Sumo Sacerdote debía de llevar unas pequeñas campanas que advirtiesen de su presencia, entre otras cosas, para salvarle de perecer fulminado cada vez que entraba en el santuario de Yahveh. La Iglesia cristiana de los primeros siglos mantuvo viva esa costumbre religiosa, heredada del pueblo hebreo, que consistía en alabar a Dios a lo largo del día, ya fuese individualmente en el propio hogar o en el trabajo, ya congregándose varias personas en el templo. Dicha tradición venía precedida generalmente -y sobre todo cuando el rezo era común- por el toque de algún instrumento que anunciaba la hora de la meditación o de la fiesta religiosa. La Biblia ya había instituido, al precisar Yahveh a Moisés la cantidad de fiestas y sacrificios a celebrar, que habría una conmemoración llamada de los "clamores" en el mes séptimo; en el mismo mes, pero cada período de cuarenta y nueve años, ordenaba el Levítico que se hiciese sonar "clamor de trompetas" coincidiendo con el jubileo, o tocar el cuerno el día de la Expiación. El salmo 33 pedía que se dieran gracias a Yahveh con la cítara o el arpa de diez cuerdas pero, en cualquier caso, haciendo sonar "la mejor música" en esa aclamación. Tal recuerdo, actualizador de las relaciones entre el género humano y la divinidad, solía ir siempre, pues, precedido del toque de algún instrumento, actividad que, pese a tener a juicio de los exégetas un origen militar, quedó instituida como costumbre religiosa gracias a la preocupación de una y otra religiones por alabar ordenadamente a Dios y hacerlo además sin descanso. De ahí esa Laus perennis de los monasterios medievales y de ahí también las Horas canónicas, que se dividieron en siete durante el día para seguir el consejo del salmista ("Siete veces al día te alabo"), decidido a no olvidarse de los mandamientos del Señor, pero también a convertir los preceptos en música o sonidos. Entre los cristianos, y una vez que los tiempos de persecución cesaron, se comenzó a usar la campana para convocar a las funciones religiosas. La Iglesia primitiva (de antes e incluso después de Constantino) tan proclive a la sencillez -y tan abocada a ella por la propia escasez de medios en el caso de eremitorios y cenobios- utilizó durante mucho tiempo para esos avisos unos desnudos leños que se golpeaban con un mazo -lignum sacrum-; esos maderos quedaron representados en la liturgia por medio de las matracas, tablillas y carracas que todavía suenan en los Oficios de la Semana Santa o en los claustros de algunos monasterios para avisar o advertir de algo.
Independientemente de que el nombre le viniese a la campana de la región de Campania o de su cercanía al campo, donde se fundían -signa campana-, lo que es cierto es que, a partir del siglo VII, se acostumbró a dar las horas canónicas con toques para advertir al pueblo y que esos toques se hacían con un instrumento que ya se denominaba campana sustituyendo el término signum con que lo habían denominado los visigodos y los mozárabes. El Pontifical romano continuó usando ambos nombres, sobre todo en las indicaciones para la bendición de las piezas a las que llama "signa vel campanae".
Había, pues, desde hace muchos siglos, una voluntad primero jerárquica y después colectiva de que las oraciones -fuesen éstas sencillos encuentros con la propia conciencia, fuesen auténticas celebraciones de exaltación- estuviesen precedidas de un toque de aviso que pudiera servir de recordación pero también de convocatoria cuando se trataba de concitar muchas voluntades.
Con el paso del tiempo, ese carácter humilde de la primera Iglesia dejó paso a una actitud expansionista que coincide con el comienzo de la utilización de la campana para usos sagrados y su consiguiente colocación en la torre del templo. Ésta, marcada en el período románico por su doble aprovechamiento -religioso y civil (defensivo sobre todo)- pronto ampararía entre sus muros y en la parte más elevada de los mismos a uno o varios de esos instrumentos que habrían de convertirse en poco tiempo en algo más que un signo. Bajo su jurisdicción, ya lo he dicho, se creaban límites o se administraba justicia; se marcaban las horas de la vida o se despedía a quienes dejaban de existir. Desde el año 789, también se tocaba la campana para anunciar el Angelus. En el siglo XII comienza a ser común, durante la Consagración y en la Elevación, tocar la campana. Desde el XIII en las procesiones y al salir el Viático.
El auge de las catedrales, que tenían en su origen el sentido de cátedra o asiento desde donde el obispo ejercía su magisterio, coincidió con la decadencia progresiva de la vida monástica. La agrupación de los fieles, primero bajo una única parroquia y después bajo núcleos más próximos a cada individuo, es un fenómeno que se produce a lo largo de la Edad Media. Sin embargo hemos visto que ya desde comienzos del siglo VII, en el breve pontificado del papa Sabiniano, se había hecho general el uso de las campanas cuya invención se atribuía al obispo San Paulino, de la región de Nola. Desde sus mismos orígenes la función de la campana estaba clara: reunir a los fieles para que pudiesen escuchar la palabra divina y para poder rezar, pero a veces también para otros fines más casuales como expulsar demonios o conjurar tormentas. Por eso se hace decir al propio instrumento en una Glosa: "Laudo Deum verum, plebem voco, congrego Clerum, defunctum ploro, pestem fugo, demonia ejicio, festa decoro" (es decir, alabo al verdadero Dios, convoco al pueblo, congrego a los sacerdotes, lloro por los difuntos, ahuyento la peste, arrojo los demonios y adorno las fiestas).
De esa época y de ese convencimiento proceden sin duda las leyendas cristianas que transforman en campana a todos los instrumentos que aparecen en la Biblia, aunque tuviesen otros nombres claramente diferenciados. Así, el paso del Mar Rojo lo lleva a cabo el pueblo judío siguiendo a través de la noche el sonido de la campana que va tocando Moisés y el mismo profeta, ya lo he mencionado, coloca varias campanillas en la túnica de su hermano Aarón para que los hebreos supiesen cuándo salía y entraba en el templo a ejercer su sacerdocio.
En cualquier caso, parece normal que la funcionalidad múltiple sugiriese una ejecución diversa para poder distinguir con más facilidad cada uno de los avisos. De ahí que pronto aparezcan toques para fiestas de primera y de segunda clase, toques dobles, doble mayor, semidoble, simple, de difuntos, de oración, etc, etc,. Durando decía, recogiendo otras autorizadas opiniones, que el sonido de las campanas era el símbolo de la voz de los prelados, predicadores y confesores. San Isidoro había escrito antes en sus Etimologías, sin embargo, que solamente se podía llamar voz a aquella que estuviese provista de alma, acuñando para cualquier otro sonido el término "suono". En cualquier caso, la Iglesia quería dejar claro que, aunque fuesen varias las voces era uno solo el Evangelio y una la palabra divina; por eso ordenaba, justo antes del sermón -es decir, antes de la explicación de la doctrina-, tocar tres campanadas, una por cada una de las tres personas de la santísima Trinidad, al fin un solo Dios. Acerca de otros avisos existía también, como no podía ser menos, una tradición de simbolismo. Los tres toques de Ave María, por ejemplo, que regían y ordenaban la vida de pueblos y ciudades, respondían a tres memorias: el nocturno, a la Encarnación del Verbo; el de mediodía a la Pasión y el matutino a la Resurrección. El toque de vísperas recordaba el momento en que bajaron a Cristo de la cruz, etc. La dureza del metal, el yugo de la campana y la misma soga con que se hacía mover el badajo (ésta significando la humildad que debían de tener los ministros de la Iglesia) eran, en fin, otros tantos símbolos y referencias constantes para el cristiano. Todos esos signos convencionales y en muchos casos crípticos, unidos al misterio de su fundición y a la diversidad de materiales que entraban en su fabricación -barro, sebo, lino, cáñamo, borra, claras de huevo, estaño, bronce, plata- acabaron desautorizando a San Isidoro y convirtiendo a la campana en un objeto animado cuya voz siempre transmitió algo más que sonidos: comunicó signa.
Claro que, para que esas señales pudiesen sonar claras y precisas era necesario que sus fabricantes, casi siempre nómadas hasta el siglo XIX, advirtiesen a los párrocos de su presencia y se ofreciesen de forma clara para fundir o reparar cualquier pieza que se les encargase. Voy a leer dos noticias o anuncios, aparecidos en un periódico de Valladolid, en las que se puede observar el estilo y funciones con que se hacían presentes los maestros fundidores: "D.Nicolás Mª Diez, vecino de Villarente, fabricante de campanas, anuncia a los párrocos y pueblos, que continúa haciendo fundiciones y presentando las mismas seguridades en sus compromisos, añadiendo los grandes adelantos que ha hecho en la facultad, por haberla ejercido en diferentes puntos de Europa y América; pueden dirigirse a él, tanto para cambiar las campanas viejas, cuanto para hacer éstas nuevas o de nueva planta, como lo tiene acreditado en las ciudades de León, Astorga, Zamora, Valladolid, Palencia, Santander, Burgos y obispado de Oviedo, como también compra las campanas viejas y toda clase de metal campanil. El sobre de las cartas a León".
"D. Fernando Ballesteros y Lastra, vecino de Meruelo, provincia de Santander, maestro campanero, pone en conocimiento de los Sres. Párrocos que, a invitación de algunos sres. curas y alcaldes de varias provincias ha resuelto continuar en el ejercicio de su profesión, ofreciendo todas las seguridades y garantías que ha prestado en las muchas fundiciones que ha hecho en los obispados de Palencia, Santander, Segovia, Ávila, Toledo, Zamora y Valladolid: y las que tanto honor le han dispensado en las fundiciones que ha hecho en Dueñas, para la Sta. Iglesia del mismo. Y para Santander, las de la Catedral, y al mismo tiempo también en Rueda, La Seca, Villaverde de Medina, Valladolid, Toledo, Cebreros y Madrid...La última fundición ha sido en Renedo de Esgueva, que de varios pueblos le buscaron con empeño para que fundiese las que había en ellos deterioradas. Está establecido el obrador principal (aunque tiene otros muchos) en Renedo, donde dirigirán los sobres en los pueblos que quieran fundir alguna".
Otro documento, en este caso del Archivo diocesano de Valladolid, nos permite conocer qué tipo de contratos se hacían entre fundidores y parroquias. Un campanero se compromete a realizar la hechura de la campana de la Iglesia de San Andrés de la villa de Urueña:
"Yo, Francisco de la Vega maestro de hacer campanas digo que en 1a yglesia de sant andres de la Villa de urueña ay una campana quevrada que la yglesia de la dicha villa no se puede servir della y en la yglesia de Santa maria de la villa de Villa bragima ay un esquilon pequeño, suplico a v.m. me mande dar su licencia para que yo lo pueda hacer y para que lo haga"
Con la licencia concedida el 18 de agosto de 1604, a continuación sigue la confirmación de dicha licencia expedida en Palencia. El documento trata de la licencia de la construcción de la campana de Urueña dentro de un proyecto de fabricación de varias campanas de las localidades de Castildevela, Vallejo, Belmonte, Amusquillo, Tordehumos, Tamariz, Urueña, Peñaflor, Villalba y Santa María de Villabrágima.
El maestro campanero sería finalmente D. Pedro García Guerra, también citado como Pedro Guerra, por la defunción en el interregno de D. Francisco de la Vega a quien se le había encargado anteriormente y quien ya tenía las campanas viejas.
El encargo lo hace D. Martín de Axpe y Sierra, obispo de Palencia y conde de Pernía, el 7 de Agosto de 1607 o sea tres años después de haber concedido la primera licencia.
Se ordena al fundidor que la campana sea de dimensiones y forma según la costumbre, que se funda la otra campana vieja y se tasen tres quintales de metal para la merma que hubiera. Los materiales, el horno y el molde por cuenta de la iglesia de San Andrés.
Se acuerda que el campanero ponga tres quintales de buen metal (cobre y estaño) para la merma y se calcula que de cada doce libras habrá una de pérdida que pagará la iglesia al precio que esté por esas fechas, en Castromonte.
El mantenimiento de comida y cama del maestro campanero y su personal será por cuenta del cura y mayordomo de San Andrés pero según lo que el cura haya recaudado de las limosnas para el gasto de la campana en el pueblo.
"Debe entregar la campana limpia, buena, sana y de buenas voces a contento del cura y mayordomo de la dicha iglesia, sin raja, pelo, ni fuente, ni fealdad ...puesta en 1a torre ...subirla y enejarla por la cuenta de la dicha iglesia ... ... debe estar hecha para el día de santa cruz de Septiembre de 1609 y puesta de forma que pueda tañer".
En este tipo de contratos sólo se especificaba que la campana estuviese bien colocada y sonase correctamente a juicio de sus usuarios. Los tiempos modernos han traído también la costumbre de asegurar las piezas contra accidentes y fundamentalmente contra los rayos que pudiesen caer sobre el campanario o sobre las mismas campanas, función preservadora que en el mundo tradicional se encargaba a Santa Bárbara al menos desde el siglo XII, ya que Bárbara era uno de los 14 santos protectores medievales. La caída de una exhalación sobre personas o caballerías, o el simple hecho de que un nublado acabara con las cosechas era mucho más temido en tiempos pasados que en la actualidad. Sin embargo siguen todavía usándose oraciones para solicitar la protección de la Santa como la que decía
Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita
en el ara de la cruz
paternoster amén Jesús,
cantinela que se recitaba cada vez que un rayo rasgaba el cielo preñado de esas nubes bermejas que anunciaba Rodrigo Zamorano y antes de que el trueno sonase. Desde siempre, y a pesar de que había un toque específico para alejar los nublados, el "tente nublo", la Iglesia dio más importancia a las oraciones que a los sonidos, por muy estridentes que fueran. De hecho, durante los siglos XIX y XX se formaron dos corrientes, una que quería atribuir a las campanas o al estampido del cañón una influencia negativa sobre las tormentas ya que servían para dispersarlas y otra, muy fuerte desde la influencia de los enciclopedistas, que negaba cualquier creencia o costumbre que no tuviese una base científica. El jesuita Juan Ferreres, a comienzos del siglo XX, escribió un tratado sobre las campanas en el parecía inclinarse por las razones de los enciclopedistas, y negaba cualquier credibilidad a los usos tradicionales. Eso sí, por si acaso, venía a sentenciar con las palabras del doctor Gockel, autor de una célebre obra titulada "el Temporal", que el verdadero peligro era estar agarrado a la cuerda cuando el rayo caía. Y añadía el sabio alemán: "Se conseguiría tal vez que el peligro fuese menor poniendo la cabeza de la campana en comunicación metálica con el pararrayos. Esta medida serviría también de defensa a la misma armazón, muchas veces perjudicada por el rayo. Mas esta precaución no defiende por completo a la persona que tañe durante la tempestad". Pese a esta aséptica opinión, concluye el padre Ferreres: "Nótese que los rayos no caen ahora sobre los campanarios y campaneros con más frecuencia que hace ocho o diez siglos y, sin embargo, hasta que los enciclopedistas, por su odio a la Iglesia, comenzaron a declamar contra el toque de las campanas durante las tempestades, exagerando el peligro, nadie se había dado cuenta de que tal peligro fuese cosa notable. Tan lejos estuvieron de ver dicho peligro, que en no pocos puntos existe aún hoy la costumbre de llevar una gran campana por medio de la campiña y hacerla tocar por una persona pagada al efecto, siempre que amenaza tormenta, dando a esta campana el nombre significativo de Salvatierra".
Como se ve, la ambigüedad de la doctrina de la Iglesia en muchos casos permitía poner una vela a Dios y otra al diablo, como dicen que hacían los campaneros a su patrono San Miguel, protector de campaneros y romaneros y que tenía a Luzbel vencido a sus pies. Se aseguraba que esa vela no debía arder o acercarse mucho a la cara del demonio el día 29 de septiembre, porque en esa fecha el arcángel tomaba el día libre y de ese modo el diablo podía hacer de las suyas.
No nos extrañemos demasiado de esa ambigüedad. El Dios de los griegos, Zeus, vivía en el Olimpo pero era denominado "recolector de nubes"; el de los hebreos y los cristianos que se describe en la Biblia, se solía esconder o aparecer en una nube. El del Nuevo Testamento hablaba en parábolas y prometía que vendría entre las nubes el último día. ¿Cabe mayor ambigüedad? Pues sí: que quienes estudiamos las nubes no podamos estar en ellas, como probablemente sería nuestro deseo sino que debamos apartarnos de ellas para observarlas mejor y percibir su esencia.