13-12-2015
El año pasado por estas fechas celebré junto a muchos amigos los cincuenta años de profesión dedicada a la música. El haber dedicado cinco décadas a trabajar a favor de la cultura tradicional no es ningún mérito; es sólo cuestión de tiempo y de constancia. Sin embargo, si tuviese que destacar algo de la actividad de todos estos años, me quedaría con un detalle básico: hoy me sigue pareciendo igual de importante que hace cincuenta años el hecho de servir de intermediario entre un pasado cultural importantísimo y las nuevas generaciones que, por muy modernas que se consideren, no deben desconocer ni desaprovechar lo esencial de aquel pasado.
Alguna vez me preguntan que si ha cambiado, a mejor o a peor, el mundo de la tradición. Suelo contestar que hace cincuenta años era inevitable chocarse con el concepto de purismo y yo me veía frecuentemente, muy a mi pesar, nadando entre dos aguas; las de quienes me consideraban un purista sólo por ponerme del lado de la tradición frente a la nada y las de quienes me veían como un traidor por no cantar con voz cascada y salir vestido con traje regional a los escenarios. Sin embargo yo siempre entendí la tradición desde otros parámetros; quería llamar la atención a los jóvenes de mi época sobre un caudal riquísimo que estábamos malgastando gratuitamente; mejor dicho: ni siquiera lo malgastábamos porque no lo conocíamos. Nos habían engañado con un oropel pero nadie nos había hablado de la verdadera cámara del tesoro y desconocíamos su existencia y su verdadero valor. Muchas veces me parecía asomarme al interior de esa cámara por el tragaluz de la emoción cuando, escuchando cantar o explicar a esos depositarios de la tradición, a esas personas mayores con quienes me entretenía conversando un día y otro, se me hacía un nudo inexplicable en la garganta y tenía que mirar insistentemente si se me había terminado la cinta para disimular mis ojos húmedos. Eso no se podía imitar tampoco.
Pero lo que había y se podía estudiar e imitar era el estilo. Y comencé a hacerlo. Empecé a componer música dentro de ese estilo y pronto comprobé que, a pesar de que no firmaba esa música y la dejaba como anónima, a la gente le gustaba tanto como la que se consideraba tradicional.
Sin embargo todo músico debe firmar sus obras, sobre todo si pretende ser un creador y producir obras con un resultado artístico. En ese sentido mi aportación ha seguido la línea de los músicos que siempre transmitieron la tradición: he tratado de comunicar un repertorio antiguo con un lenguaje personal en el que el estudio y el conocimiento de las formas antiguas sirviera de base para desarrollar algunos matices propios. A la comunicación abstracta se opone el acto concreto de conocer y sentir dentro de una experiencia vital que aporta, como en el caso del amor, frescura y pasión al acto poético o musical. Porque, como diría Zumthor, la actuación del intérprete compromete a toda su persona: “el conocimiento, la inteligencia, la sensibilidad, los nervios, los músculos, la respiración, un talento para reelaborar en un tiempo muy breve…”. No hablamos ya, por tanto, de juglares anónimos o de trovadores enamorados, sino de “personas”, que traducen un compromiso –el de comunicar sabiduría- a través de su voz y de su música, que envuelve al oyente y le eleva por encima de la realidad, destacando al mismo tiempo su pertenencia a una tierra y a una cultura y subrayando con trazos indelebles el valor mítico de la memoria. Personas preparadas, especializadas en un acto de comunicación, de interpretación, que consiste en recibir y dar en constante alternancia.
Interpretar es, precisamente, plasmar la expresión poética y musical en una representación única e irrepetible que exterioriza esa idea y le añade gestos y detalles. En la música tradicional, esa exteriorización sigue el siguiente proceso: se parte de una mentalidad, esa mentalidad se transforma en expresiones susceptibles de ser trasmitidas y todo ello se expone finalmente ante un público. Hay en ese proceso seis factores fundamentales: un comunicante -es decir, alguien que quiere decir algo-, un oyente, un código, un mensaje, un contexto o referente y una conexión psicológica entre comunicante y oyente. En toda esa evolución se utilizan marcos adecuados para la correcta comprensión del nuevo mensaje que se quiere transmitir, pero también se concede gran importancia a una imprescindible fidelidad a la tradición que se manifiesta en la elección de determinadas fórmulas de un lenguaje antiguo constitutivas de un código especial, conocido por los que escuchan. Sobre la base de ese código antiguo está construida una parte del repertorio que cada generación reconoce como propio y que le es familiar. La experiencia del musicólogo rumano Constantin Brailoiou en su trabajo de campo fue determinante en este aspecto. Brailoiou recogía en cada pueblo por separado a intérpretes de cada una de las cuatro generaciones que constituían un grupo de población: niños, mozos, adultos y ancianos. Un tanto por ciento de canciones representaba el núcleo de temas que cada generación aportaba al repertorio común identitario y otro tanto por ciento estaba constituído por aquellos temas que todas las generaciones conocían y aceptaban como “propios” de la comunidad, o sea de todos. El equilibrio entre estos dos repertorios constituía la clave correcta para la conservación y evolución de la cultura común.
Cuando hablamos de la capacidad de algunos intérpretes, especialistas en música tradicional, de su facilidad para convencer, de su facultad de conectar con un auditorio, estamos hablando de una actividad específica -la de usar la música para comunicar convincentemente- actividad tan importante como la de crear, aunque rara vez se describan sus cualidades o se mencionen los secretos que esa actividad encierra. Para triunfar en ese oficio es tan determinante sentir como comunicar bien lo que se siente y no es ocioso saber que esa comunicación llega a ser tan personal que, en muchos casos, caracteriza y perpetúa el estilo del intérprete y de otros que le imitarán. Todavía hoy se puede leer en la poesía de los trovadores la expresión “esto se toca o se canta al son de…”, costumbre que ha perdurado hasta nuestros días en los que aún se recuerda a determinados artistas e intérpretes que dejaron sus nombres ligados a fórmulas interpretativas.
Ayer recibí la visita en Urueña de un grupo de músicos iraníes. Los músicos estamos condenados a entendernos. De hecho, no es casualidad que usemos para la música un tipo de grafía casi universal, si exceptuamos, claro está, la costumbre de aquellos pueblos que, todavía hoy, transmiten la música de viva voz sin recurrir a la notación. A los sistemas alfabético y neumático que nos recuerda la historia se impuso definitivamente esa notación pautada cuyas normas permiten reproducir con bastante fidelidad la expresión del autor o la intención del transcriptor de un tema tradicional. Sin embargo, hay cuestiones de fondo en las que todavía no existe acuerdo –y sinceramente espero que no lo haya en beneficio de la diversidad y riqueza de la cultura-. No todas las lenguas coinciden, por ejemplo, en la denominación de la actividad musical; un término que corresponda al concepto que nosotros damos a la palabra música falta en muchas lenguas y dialectos del mundo, donde la producción musical está dividida en varias categorías que podríamos comparar con lo que nosotros denominamos poesía, melodía y danza.
Pues bien, al estudio de unas leyes generales que permitan conocer mejor los procesos creativos y su normativa, contribuyen sin duda reuniones como la convocada este año en Olmedo, que ha servido para poder contrastar opiniones de intérpretes, de compositores, de historiadores de la música, de etnomusicólogos y de aficionados a la cultura tradicional que habrán podido comprobar que, en el fondo, tampoco estamos tan lejos del concepto global con que se conoce a la música en otras latitudes, y que reune en una sola idea aquello que nos mueve por dentro y por fuera. Es decir la poesía, el sonido y la danza.
Lo que nos ha reunido en Olmedo estos días es, y se refleja en el título de la convocatoria, conseguir que los antiguos instrumentos canten con voz propia y novedosa; que la música nueva suene en instrumentos antiguos. El experimento no es inédito aunque a día de hoy es sorprendentemente inusual. Hay que agradecer vivamente a quienes lo han conseguido y también a quienes han hecho posible que la voz de la tradición tenga un eco actual.