13-10-2015
Jacobo Grimm, famoso mitólogo alemán, fundador de la gramática histórica y conocido recopilador de cuentos, fue una persona preocupada entre otras cosas por la etimología, obsesión que podemos apreciar en una de sus obras más conocidas, el Deutsche Wörterbuch. Grimm quiso atribuir al significado de cada término un sentido que se enriquecía con el contexto: "La lingüística que cultivo y de la que parto no ha podido nunca llenarme plenamente -escribió Grimm-, y por eso me he sentido más satisfecho siempre que he podido llegar de las palabras a las cosas". Esta frase, utilizada luego por el filólogo Hugo Schuchardt para combatir a los neogramáticos alemanes que pretendían edificar la vida entera sobre unas inmutables leyes fonéticas, sirvió de base para crear el método denominado "Sachen und Wörter", en el que, siguiendo la opinión del sabio alemán, "cada palabra tenía su propio ambiente". Aquel empeño se convirtió en ley, creó seguidores y bien pronto la dialectología y la etnografía tuvieron defensores comunes que, a pesar de las diferencias de matiz, lucharon por dar conjuntamente una explicación del mundo y de su evolución. La riqueza patrimonial y la consideración que ésta despierte en la sociedad, deben estar siempre ligados al individuo que los genera y a la relación de éste con su entorno -es decir con el territorio en el que vive- y con la educación que recibe.
Desde hace cientos de años se vienen utilizando las expresiones populares como vehículo a través del cual difundir, especialmente en la escuela, ideas y creencias. Lo que sucede es que, tanto en el caso de que se quiera proponer una instrucción basada en ese tipo de sabiduría como si se utilizan las expresiones en apoyo de otra clase de educación menos reglada, la tradición siempre está presente. Es raro el sistema educativo que no ha usado la poesía popular para reafirmar la hermosura de lo sencillo o que no ha tomado prestados refranes de la paremiología tradicional para demostrar que siempre sucede lo que la vieja sabiduría recoge y convierte en repertorio (entre otras razones porque había adagios para afirmar y negar todo).
¿Qué tipo de repertorio era ese y de dónde procedía? ¿Hasta qué punto el repertorio acumulado a lo largo de la vida por una persona era el reflejo de su mentalidad y por tanto el resumen de su personalidad, así como la respuesta a las preguntas que se planteaban en el entorno físico y cultural en que vivía? He repetido en muchas ocasiones que la temática de ese repertorio, diversa y vital, solía ser la preferida por cada uno de sus propietarios, que iban seleccionando los asuntos y motivos de canciones y romances en la línea de los deseos y aspiraciones que se iban fraguando desde la infancia. Pero inmediatamente nos asalta una duda de género: ¿a cargo de quién estaba la educación familiar -la primera base de nuestra mentalidad-? Y si concluimos que generalmente estaba a cargo de las mujeres de la casa ¿podían ser las mismas las motivaciones por las que una madre, una abuela, un aya, una maestra o una profesora construían su propio repertorio -ese que luego iban a transmitir a los niños entregados a su cuidado- a la luz de diversos estímulos y emociones? La importancia del papel jugado por las mujeres en la transmisión de expresiones populares, pero más aún en la propuesta del criterio para usarlas, es antiquísima. La realidad es que habitualmente eran las mujeres las encargadas de seleccionar y transmitir los conocimientos, al menos aquellos que se referían a la mentalidad y al comportamiento. Tal vez la relación de lo femenino con la palabra “repertorio” proceda justamente de su etimología, ya que viene del verbo latino reperire (encontrar) y en su raíz tiene mucho que ver con el hecho de dar a luz algo. Luego, una vez que se ha hecho entrega del material, vendrá la capacidad de ese mismo repertorio para superar los límites de lo doméstico, de lo etnográfico, de lo étnico, para convertirse en paradigma universal hermoso y rotundo. Una de las razones de la universalidad de todos esos temas es precisamente la posibilidad de pensarlos y usarlos en común, de aquí la importancia de que nosotros no los disgreguemos al estudiarlos. Otra, podría ser el peso de la tradición y lo bruñido de sus contornos: las posibilidades de diversas miradas, estéticas y emocionales, sobre un repertorio antiguo y nuevo que está escrito en un lenguaje humano pero ilimitado porque se transmite a la imaginación. Tales miradas arrojan una luz distinta sobre ese repertorium que por su belleza y cualidades, al final nos pertenece un poco a todos, hombres y mujeres.
Pero volvamos a la cuestión planteada: ¿por qué la sociedad patriarcal encarga a la mujer el papel esencial y primario en la transmisión de aquellos criterios que comenzarán a formar la mentalidad de los niños? ¿Se trata sólo de un ejercicio de comodidad del varón, entretenido en otras cuestiones aparentemente más perentorias y prácticas, como la de conseguir el sustento diario? Es evidente que, dentro del ámbito privado o familiar, la madre pasaba mucho más tiempo con los hijos que el padre, casi siempre ausente. Esa tradición, sobre todo en las casas en que vivían al menos tres generaciones, extendía la responsabilidad de la enseñanza no reglada a la figura de las abuelas pues el aula doméstica solía estar en la cocina. Esta solía ser, con excepciones lógicas, la consuetudo.
En lo que respecta a la norma escrita, sabemos que el Derecho Romano contemplaba la triple potestas del padre de familia (dominica -sobre la casa y esclavos-, maritalis -sobre la esposa- y patria -que se daba para los descendientes-) de modo que, sobre el papel, adjudicaba todas las decisiones (al menos aquellas que podían situarse en el terreno de la jurisprudencia), al varón. Las Partidas, siguiendo un poco la tradición germánica que daba el poder de las llaves en el interior de la casa a la mujer, reconocen el derecho de ambos cónyuges de educar a sus hijos ("los padres e las madres son tenudos de criar a sus fijos") (2), y sitúa a los pequeños en dependencia directa de la madre hasta los tres años siendo, a partir de esa edad, tomadas las decisiones sobre la educación conjuntamente.
La ruptura con el Antiguo Régimen que impuso la Revolución Francesa trajo aparejado un concepto del "hombre nuevo" que trataba de soslayar la educación tradicional y sentaba las bases de una regeneración social a través de la educación pública y de un buen sistema de instrucción, que quedaban a cargo del Estado. Cuando Antoine de Caritat, marqués de Condorcet, escribe en 1791 su primera memoria sobre la instrucción pública para ser presentada a los miembros del Comité, no puede sino reconocer esa costumbre centenaria que, separando la educación de la instrucción, adjudicaba la primera a las mujeres y parecía dejar la segunda para los hombres, y escribe:
"Es necesario que las mujeres compartan la instrucción dada a los hombres para que puedan vigilar la de sus hijos: Quizá -escribe- hasta serían más aptas que los hombres para dar método y claridad a los libros elementales y estarían más dispuestas por su amable flexibilidad a adecuarse al espíritu de los niños, que han observado en una edad más avanzada y cuyo desarrollo han seguido con un interés más afectuoso" (3).
Aunque en el ámbito de la instrucción en la escuela se veía como absolutamente necesaria la igualdad de géneros (al menos sobre el papel) ¿podría decirse lo mismo del ámbito doméstico en el que la influencia de la mentalidad femenina estaba por costumbre absolutamente asegurada? La labor constante de la mujer en la educación de los niños consistía básicamente en construir la mentalidad de éstos sobre dos criterios: respeto a lo establecido e inducción de un sentido práctico que les ayudara a solucionar los problemas planteados a partir de la primera infancia. ¿Y hasta qué punto el sentido común de la mujer aceptaba criterios que podrían considerarse exclusivamente masculinos en la búsqueda de soluciones para esos problemas? O por el contrario: ¿Hasta qué punto su sensibilidad -distinta de la del varón- prefería mostrar sólo la parte más emotiva y humana de las expresiones populares? En la respuesta a todas estas preguntas se manifiesta claramente no sólo la ambigüedad del tema sino la ausencia de certezas. Podríamos tener una clave en el ejemplo medieval, raro pero por eso mismo extraordinario en todos los sentidos, de una pionera: Hildegard von Bingen, la creadora del primer lenguaje artificial de la historia, llamado “Lingua ignota” (Lingua Ignota per simplicem hominem Hildegardem prolata). Hildegard, educada por una religiosa benedictina llamada Jutta von Sponheim, recibió de ella una serie de normas éticas y estéticas que la marcaron de por vida. Cuando finalmente entró en religión, no sólo enseñó a las monjas de su monasterio (como si fuesen hijas suyas) a valorar elementos esenciales en la vida y en el arte como el color y la luz, sino que también les enseñó a valorar el arte musical y su capacidad para emocionar. Muchos no entendían la importancia de la música en los ritos litúrgicos, entre ellos algunos prelados de Mainz que prohibieron usar la música en los monasterios. La prohibición provocó una respuesta escrita de Hildegard en la que exponía la relación entre la música y los estados místicos, justificando la función especulativa o práctica de las artes. Hildegard, que fue una gran compositora, se refiere a la creación musical como a una cosa extraordinaria, y escribe: "también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios, y los salmos sin enseñanza ninguna, y los cantaba sin haber estudiado nunca los pneumas ni el canto» (4). Hildegard enseñó a cantar y a interpretar la música a muchas mujeres y monjas de su época para acompañar el lento transcurrir de la vida del claustro, con un resultado sorprendentemente positivo. Otro ejemplo, mucho más cercano y tal vez más conocido aunque asimismo extraordinario, nos lo da la vida de Cipriana Álvarez Durán, la madre de Antonio Machado y Álvarez y abuela de los poetas Antonio y Manuel cuando, dedicándose a recoger cuentos en Llerena pudo recopilar en menos de medio año 50 relatos populares que luego integraría en su propio repertorio junto con los romances escritos compilados por su tío Agustín Durán. Todo ese aluvión de leyendas, canciones y romances, en este caso relacionando hábilmente épica y lírica en un mismo y ensoñador repertorio, se volcaría finalmente en las mentes infantiles de Antonio y Manuel Machado para despertar y alentar una sensibilidad peculiar que dejó huella en la historia de la poesía hispana. Lo mismo podría decirse, fuera de nuestro ámbito cultural, de los hermanos Grimm.
La sabiduría no fue nunca una cuestión de género y sin embargo, aunque muchas mitologías reconocen la existencia legendaria de divinidades femeninas ligadas a la inteligencia y al conocimiento, la ausencia de la mujer en la cultura española forma parte de la historia negra de nuestro país. Tanto las razones de esa injusta situación como las consecuencias que se derivaron de un patriarcado machista y estéril, han sido estudiadas y lamentadas profunda y largamente. Sólo necesitaré recurrir a un ejemplo para denunciar los prejuicios que ni siquiera la razón o el análisis fueron capaces de moderar: cuando la escritora palentina Sofía Tartilán solicita un prólogo a Mesonero Romanos para su libro titulado Costumbres populares (estamos hablando de 1881), el madrileño le contesta con una carta prepotente e inadecuada que Tartilán, muy inteligentemente, utiliza para encabezar su obra, segura de que el tiempo, que todo lo cura, habría de servir no sólo para valorar su esfuerzo y para encomiar su capacidad e inteligencia, sino para arrojar sobre el misógino setentón de Mesonero toda la vergüenza que su escrito le debía haber procurado si lo hubiese revisado con un mínimo sentido crítico. De muestra servirán simplemente unas líneas:
"Siempre he creído -escribía Mesonero- que la índole especial del talento femenino se aviene más con la expresión de los afectos del corazón y con las galas de la poesía, que con aquellos asuntos que requieren una aptitud especial de observación y de estudio, un profundo juicio crítico, gran conocimiento del mundo, y variada y extensa instrucción" (5).
La actitud y los comentarios de Mesonero parecerían excepcionales y excesivos para el comportamiento que hoy predica la sociedad en que vivimos -aunque no siempre lo observe-, pero durante mucho tiempo fue moneda corriente, y más aún entre "intelectuales" que podrían haber intentado al menos corregir tendencias o manifestarse contrarios a costumbres poco aceptables. La frase tantas veces repetidas de Ortega y Gasset en la que un pensador como él se adhería sin condiciones a un comentario casi tabernario, es sintomática: "El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda". Sin palabras...
Pero si hacemos excepción de una grande de España y miembro de honor de la Real Academia Española que fue María Isidra de Guzmán y de la Cerda, doctora por Alcalá en el siglo XVIII, la primera licenciada en medicina por la Universidad Central fue Martina Castells y Ballespí en 1881. El periodista que reseñaba en "La Ilustración Española y Americana" el evento, lo celebraba sin ambages y se preguntaba al mismo tiempo qué es lo que había pasado en la sociedad española durante los siglos XVIII y XIX que había alejado a las mujeres del ámbito académico, y recordaba como excepciones contrarias y anteriores a ese nefasto período los ilustres nombres de Beatriz Galindo -fundadora del hospital de la Latina-, de Francisca de Nebrija -hija de Antonio de Nebrija y catedrática de Retórica en Alcalá-, de María de Mendoza -bisnieta del Marqués de Santillana- y de tantas otras mujeres que hasta el siglo XVIII habían brillado en el mundo de la literatura y en otros campos del saber.
Sería interesante conocer qué tipo de educación recibieron en su infancia esas mujeres y cómo influyó en sus preferencias, en su dedicación, en su cultura, en su repertorio -en su patrimonio, en suma- el conocimiento y asimilación de determinados valores que se les fueron comunicando e inculcando al mismo tiempo que se les proporcionaba el vestido y el alimento.
Y es que desde los primeros años, las niñas y niños reciben una serie de informaciones que, aunque parezca que llegan aisladas a su percepción, se van agrupando y relacionando de forma ordenada y lógica. Todas esas informaciones -ese acervo cultural- complementan y enriquecen la personalidad de los pequeños dotándoles de unas referencias esenciales para conocer su propio entorno así como la historia e identidad de sus antepasados, de modo que tales datos vienen a ser como el líquido que rellena un recipiente previamente formado -el carácter, la naturaleza- a cuya terminación y perfeccionamiento contribuyen básicamente. Como es de suponer, esas informaciones son de signo tan diverso y alcanzan un espectro tan amplio como sea capaz de absorber o asimilar el talento y disposición de los niños que, por principio, tienen el don de la curiosidad abierto a todas las influencias. Una parte importante de esa educación y de ese aprendizaje va construyendo un patrimonio -literario, dramático, musical, gestual, lúdico, paisajístico- que la memoria del ser humano reúne desde sus primeros años y que queda de tal manera grabado en el subconsciente, que llega a constituir un pilar básico conservado incluso hasta en los momentos en que el recuerdo o las capacidades memorísticas comienzan a debilitarse. Ese patrimonio se comunica en muchas ocasiones oralmente y se apoya por tanto en la fuerza de la palabra emitida y en la intensidad del gesto. La oralidad es, por encima de todo, un sistema de comunicación, es decir un conjunto de principios que, relacionados entre sí, contribuyen a la mejor consecución de un fin propuesto que es la transmisión de conocimientos. Y de entre esos principios, gesto, sonido y memoria forman un eje esencial, coherente, para la comprensión de los conocimientos transmitidos, así como para su asimilación y cuidadosa guarda.
Pues bien, todo ese repertorio, y principalmente el aprendido de viva voz pese a la supremacía de lo escrito, se iba almacenando como tesoro encubierto hasta crear con la ayuda del tiempo y la contribución preciosa de la mentalidad –que iba seleccionando y relacionando con milagrosa oportunidad-, un repertorio vital. Y en esa expresión (repertorio vital) incluiría todos aquellos temas que a lo largo de nuestra vida nos han ido llegando a través de diferentes medios –la voz de nuestra madre, los primeros cánticos con los compañeros de colegio, la radio, la televisión, los espectáculos, internet, etc.- y, por diversas razones nos han causado un impacto estético o emocional. En consecuencia, ese repertorio oral ha pasado a formar parte de nuestra existencia y se ha grabado en nuestra memoria, condicionando o modificando en ocasiones nuestro propio comportamiento. Una canción, por ejemplo, puede entrar en ese repertorio porque su letra o su música nos agradan, porque el texto contiene algunos elementos que se corresponden o se ajustan a nuestra concepción de la vida, o bien porque despierta en nosotros antiguos recuerdos o suscita nuevas posibilidades de afrontar esa misma vida. El repertorio comienza a almacenarse desde edad temprana, la infancia, continúa nutriéndose en los años jóvenes y se completa en la madurez. Tan fuerte es su influencia en nuestro aprendizaje cultural –en el cultivo de nuestra personalidad- que es muy frecuente escuchar como ejemplo –hoy día que por desgracia está tan de moda el mal de Alzheimer-, que algunas personas que padecen tal enfermedad sólo reaccionan ante situaciones que incluyan una melodía o una cancioncilla de su niñez, restos de su memoria implícita ya que su memoria explícita ha ido sufriendo una grave degeneración. Quiere esto decir, probablemente, que esos recuerdos quedan grabados tan profundamente en nuestro inconsciente que no se borran ni se atenúan con el paso de los años o con la afectación de algunas de las funciones de nuestro cerebro. La memoria implícita, por tanto, es decir aquella que lleva asociado un aprendizaje por repetición o por habituación, es más eficaz que aquella otra que necesita de facultades que relacionen objetos con personas o con sitios. Después veremos que esta relación de la memoria con lo empírico ya la había utilizado Herman Ebbinghaus al proponer un aprendizaje con sílabas sin sentido en el que sólo se memorizaba el sonido descartándose aparentemente el significado de la palabra.
Lobatón
Desde los primeros siglos de nuestra era se produce, en ese hecho al que me estoy refiriendo de transmitir creencias y conocimientos, una relación permanente entre relato e historia, lo oral y lo escrito. No todo relato es historia y sin embargo toda historia procede de un relato que tiende a fijarse por medio de la escritura. ¿Por qué la historia escrita se convierte desde fines de la Edad Media en la única fuente fiable para la instrucción teniendo como tiene el relato oral una estructura identificable y con toda probabilidad más coherente? La propia historia de las primeras comunidades cristianas serviría de ejemplo ya que los Evangelios Canónicos están muy relacionados con la transformación de una multiformidad oral (existente entre las primeras comunidades judías cristianas), en una uniformidad escrita a partir de San Pablo y por influencia helénica.
Esa uniformidad, sin embargo, acabó minando un sistema que permitía relacionar los abundantes elementos que intervenían en la transmisión oral (palabra, sonido, ritmo, contenido, gesto, etc.) debilitando la firmeza de un entramado sólido y –vuelvo a repetir- coherente que basaba su eficacia en continente y contenido. Reparemos en el continente, es decir en cómo se transmiten los conocimientos, por ejemplo: para justificar el uso de determinados recursos en esa transmisión he recurrido muchas veces al ejemplo del jesuita francés Marcel Jousse, quien dedicó su vida a intentar explicarse el misterio de la muy eficaz transmisión evangélica y estudió los posibles recitados rítmicos de Jesús a sus discípulos en lengua aramea, modo de transmisión que, según él, se perpetuó en el aprendizaje memorístico de las escuelas rabínicas. La mecánica de ese aprendizaje se basaba en la atractiva combinación de la palabra y el movimiento: un balanceo del cuerpo y un ritmo insistente y pegadizo ayudaban a memorizar textos al estilo de lo que, por poner un ejemplo cercano, se hacía en las escuelas españolas al estudiar la tabla de multiplicar o el Padre Nuestro. El ritmo binario no sólo ayudaba a repetir y fijar en la memoria sino que, en ocasiones, podía facilitar al creador las primeras bases para el paralelismo poético. Ese paralelismo iba muy unido a la bilateralidad, presente, según muchos investigadores, en el cuerpo y la mente humanos. Las fórmulas que aplican el paralelismo y la bilateralidad, por tanto, parece que siempre tuvieron un innegable éxito en la transmisión de los conocimientos primarios, pero es evidente que se han seguido aplicando con fortuna también en otras circunstancias más complejas y avanzadas en las que una simple fórmula rítmica o una cantinela se pueden adornar con determinados elementos musicales. Parece que mientras aprendemos estamos adquiriendo unos conocimientos que luego la memoria se encargará de asimilar, codificar y guardar para ser recuperados posteriormente.
Ejemplo de partidos judiciales
Herman Ebbinghaus, ya lo he mencionado, quiso estudiar empíricamente los procesos mentales seguidos en el almacenamiento y transmisión de conocimientos y puso en práctica unas técnicas para comprender mejor el aprendizaje en relación con la memoria: empezó por experimentar sus intuiciones consigo mismo y se aisló en París para dedicarse a aprender listas de palabras que no significaran nada, compuestas por dos consonantes con una vocal en medio. Al ser sílabas que no podía asociar a algo previamente conocido pudo cuantificar de forma objetiva el tiempo que tardaba en aprenderlas y lo que invertía en volver a aprenderlas, que evidentemente era menos, tanto en tiempo como en esfuerzo. Independientemente de la cuantificación de sus observaciones, Ebbinghaus llegó a la conclusión de que la memoria era susceptible de un perfeccionamiento gradual si se practicaba con ella y que, a partir de un momento determinado, la misma memoria pasaba por dos fases para olvidar o recuperar lo aprendido. Algunos siguieron trabajando tras la prematura muerte de Ebbinghaus en el tema de la consolidación y estabilidad de los conocimientos a corto y largo plazo en la memoria, con resultados claramente interesantes para comprender por qué se fijan unos contenidos y otros no.
Detengámonos un momento en esta última aseveración: ¿por qué se fijan unos contenidos y otros no? ¿Cómo influye la mentalidad en la selección, a veces involuntaria, de los elementos que constituyen el propio patrimonio, especialmente el inmaterial?
La Convención de Paris de 2003 en la que se fijaron los límites para el estudio y preservación de ese tipo de Patrimonio lo definía así:
“Se entiende por “patrimonio cultural inmaterial” los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana”.
A pesar de que la definición quiere ser muy amplia y abarcar todos los elementos que integran un patrimonio, extraña un poco no encontrar las palabras imágenes o mentalidad en esta definición que, curiosamente, alude más a hechos materiales que a los motivos que los generan. La pintura, el grabado, la fotografía sirven para transmitir innumerables muestras pictóricas que influyen en la creación de nuestra mentalidad, pero ¿de qué depende que conservemos unas imágenes y otras las olvidemos? ¿Cómo podemos además "interpretar" esas instantáneas o traducir y explicar su contenido?
A Brueghel no se le recuerda tanto por ser uno de los últimos pintores flamencos como por haber sabido captar costumbres y vivencias de los campesinos de su tiempo. De Millet sólo recordamos probablemente el recogimiento de una pareja de labradores que escucha las campanadas del Angelus en actitud ensimismada y casi mística. De Sorolla, a quien se rindió recientemente tributo por toda España gracias a una oportuna exposición, se admira el conjunto de personajes retratados en sus cuadros de costumbres, que reflejan a través de hermosos trazos y colores una identidad y una forma de vivir. Mucho más que por haber sido el creador de los modernos y precisos mapas panorámicos, se recuerda a Heinrich Berann por cuadros dramáticos como “El recogedor de heno en la montaña”, que muestra el esfuerzo humano magnificado por una atmósfera romántica. A Cristina García Rodero, la excelente fotógrafa, se le deben aquellas escenas mejoradas de una realidad que acaso todos tuvimos que vivir y a veces padecer, pero cuyas peculiaridades estéticas y aun éticas sólo supo convertir en retrato –en ejemplo- su visión privilegiada. A muchos fotógrafos deberán agradecerle todas las generaciones venideras el haber sabido captar la naturalidad de la vida cuando nadie lo necesitaba todavía, es decir antes de que la cultura del individuo se alejara de su casa y volviera disfrazada y enjoyada, como dicen que volvían antiguamente a su tierra los indianos que fracasaban para engañar a sus paisanos y para cubrir su propia vergüenza.
Es pronto para reconocer el valor de la fotografía etnográfica, particularmente el valor de esa instantánea costumbrista en la que la persona y sus circunstancias superan con creces al interés por las cosas, por las herramientas, por la mecánica, por aquellos útiles con los que trabaja la tierra, que no serían nada sin el individuo que supo crearlos, usarlos y mejorarlos. En ese sentido el trabajo de los ilustradores y en particular de los fotógrafos ha abierto un camino y ha marcado un rumbo inmejorable durante los últimos años. Alguno hizo de la necesidad virtud y supo usar el blanco y negro de la fotografía para destacar los perfiles de los personajes a los que retrató, perfiles teñidos todos ellos de aquella tristeza que una insensata contienda civil dejó en los rostros de casi todos los españoles y que se acrecentó sobrecogedoramente en la gama de grises. Pese a que el color ya existía en la fotografía desde la década de los sesenta del siglo XIX, muchos fotógrafos prefirieron prescindir durante todo el siglo XX de tonalidades que hubiesen sido ficticias en un tiempo y un país que abandonaba los umbrales de la edad media para adentrarse por los vericuetos de un laberinto fabril tan falso como ingrato. Ellos convirtieron todas sus instantáneas aparentemente inocentes, todos sus testimonios aparentemente simples, en complicadas lecciones de antropología que, transcurrido ya un tiempo cómplice, claman por una interpretación necesaria pero sobre todo por un reconocimiento colectivo si no queremos incurrir en la ingratitud y consecuentemente en el error irreparable.
Distintos códigos, pero esenciales asimismo para la correcta interpretación del mensaje, eran los utilizados para el sonido. Durante los años en que realicé con más asiduidad trabajo de campo, entre 1965 y 1978, solía entrevistar a muchas personas que, a su condición de buenos cantores o de eficaces comunicadores, unían la facultad de haber dirigido “comedias” u obras de teatro, representadas, con todas las dificultades que uno pueda imaginarse, en los pequeños salones de baile o en las iglesias de las localidades en las que me aventuraba a preguntar. De ese modo supe cómo se ponían en escena autos populares de gran solera, como por ejemplo los autos de Reyes y los autos de pastores, cómo se obtenían los recursos para solucionar problemas técnicos de sastrería y escenografía o cómo aquel director se las arreglaba para que declamaran textos largos y complicados personas que ni siquiera sabían leer. Aprendí mucho sobre la representación popular, entendiendo por tal no sólo la que salía de las mentes de los especialistas sino aquella otra que, habiéndose concebido para un espacio escénico y una sala convencionales, venía a representarse finalmente en un escenario inadecuado y en unas condiciones frecuentemente adversas. A todo eso añadiré que, al charlar con mis interlocutores sobre los textos representados, comenzaban a salir de los cajones de sus cómodas o de los anaqueles desvencijados de sus estanterías una serie de polvorientos papeles –manuscritos algunos e impresos los más- que desvelaban tanto la existencia y uso de textos de autor en el medio rural como unas preferencias muy particulares hacia temas o títulos determinados. Durante los primeros años de recopilaciones copié esos textos a mano -y así conservo la danza del pueblo zamorano de Lobeznos, por ejemplo- pero poco a poco, gracias a los avances técnicos, pude fotografiarlos, escanearlos o, simplemente, llevármelos para coleccionarlos gracias a la generosidad de mis informantes. Comenzó de ese modo a tomar cuerpo una gran colección de pliegos, incrementada a lo largo de los años gracias a casuales adquisiciones y a la generosidad de los amigos, y que ya supera los seis mil, manifestándose tan heterogénea como las personas y lugares de donde procede, pero siendo representativa también de un período concreto de tiempo (casi todos los títulos son del siglo XIX), de un gusto peculiar y de un extenso ámbito que, indudablemente, abarcaba también el medio rural. Hay, hasta superar los 500 títulos, óperas, operetas, dramas, melodramas, zarzuelas, juguetes cómicos, comedias, estampas, églogas, farsas, entremeses, humoradas, guiñoles líricos, fantasías líricas, bocetos líricos, bailes fantásticos, pasatiempos, piezas, revistas, parodias, pasillos, sainetes, etc. Pero si hay algo, sin embargo, que predomine hasta el extremo de llamar la atención es la superioridad en número de las representaciones cantadas. Parece normal que en un tipo de papeles que se han impreso para mantener vivo el rescoldo de la memoria, destacase una afición popular -la de cantar siguiendo un guión- que además ha constituido a lo largo de los siglos una contrastada fórmula de transmisión de conocimientos. Por otro lado, ¿se habría arriesgado un editor a imprimir algo que no tuviese luego aceptación entre un público numeroso?: descartado. ¿Habría adquirido el público, con lo que se miraban las perras en las fechas de que estamos hablando, algo que no le gustase?: imposible. Luego habría que reconocer, matices aparte, una cierta tendencia a publicar asiduamente textos relativos a representaciones en las que se cantaba y además una predilección en los lectores hacia la adquisición de esos mismos temas, que luego pasarían a un mismo compartimento en la memoria de los individuos, perdiendo, por poco funcional, la adscripción a géneros o a tipos que pudiésemos haberles dado previamente los estudiosos. Los repertorios de los cantores populares, vuelvo a repetir, se basan más en la selección de temas que responden a su mentalidad o a la idiosincrasia del colectivo al que representan, que a las modas, pero está claro que en un repertorio tipo de un cantor se acumulan, junto a romances y canciones, temas litúrgicos y temas teatrales, de los que el intérprete ha tomado aquellos cantables que le resultan más atractivos porque coinciden con sus gustos o con sus sueños y que pasan a pertenecer a otro contexto, siquiera sea un contexto tan paradójico e incoherente como pueda serlo la vida de una persona.
Cabría decir que con la llegada del siglo XX y el aparente desinterés por las coplas que durante siglos llevaron y vendieron los ciegos termina una etapa en la difusión del teatro musical, pero justamente el año 1911 llega para el género español la época de mayor expansión. En un catálogo de la compañía francesa Gramophone, instalada en España en Barcelona en la calle Balmes, aparecen ya fragmentos y pasajes de más de 200 zarzuelas que seguirán manteniendo una afición -más individualizada, desde luego- hacia los cantables de mayor éxito del género. Entre esa fecha, 1911, en que todavía los discos de ebonita eran un producto bastante caro, y la llegada de la radio (en mayo de 1925 se retransmite por las ondas la primera zarzuela desde radio Madrid, en concreto la Bejarana) hay unos años en que se sigue editando música popular y de zarzuela (recuérdense los extraordinarios de la revista “El Cine”) y se prepara un público que, nacido en plena época de creación del género, transmitiría a sus descendientes una pasión por el mismo fuera de toda duda, dando origen además a esa otra generación que, a través de los primeros discos de pizarra y las emisiones de radio escuchadas en la infancia -acrecentadas por la contemplación en directo de alguna que otra función- haría pervivir la afición al género chico hasta nuestros días. Todas las zarzuelas, al menos las que mayor éxito alcanzaron, se manifiestan como un género de extracción popular y de resultados sorprendentes pero reales sobre el repertorio personal de varias generaciones de españoles que aprendieron a situarse, -a geolocalizarse diría yo- por medio de argumentos que hablaban de aldeas, de lugares, de entornos, de orígenes rústicos y de paisajes urbanos.
He repasado algunos de los códigos usados para interpretar la comunicación escrita y oral de un tipo de patrimonio porque mi afición hacia el papel impreso que luego se cantaba o se recitaba es bastante temprana. Las tediosas convalecencias de las enfermedades leves de la infancia las entretenía hojeando los libros de Bertoldo o los cuentos de Calleja que mi padre trasladaba ritualmente desde las estanterías de su despacho hasta la cama en la que me encontraba. Sin embargo no tuve plena consciencia de la importancia de esos trasvases hasta que me tocó soportar un largo postoperatorio tras una extirpación complicada de las amígdalas. Mi padre se sintió generoso entonces y me trajo el Viaje por España del Barón Charles Davillier con las ilustraciones inolvidables de Doré. En la edición familiar, las interesantes notas de Arturo del Hoyo incluían también diversos grabados entre los cuales me llamó la atención en especial una aleluya sobre Don Pedro I. “Contar hoy la vida quiero, de Don Pedro el justiciero / él hizo acatar la ley, desde el zapatero al rey”. Durante toda mi vida he recordado algunos de aquellos pareados y en mi memoria están frescas aún las líneas claras con las que Pérez despachaba en 48 viñetas encargadas por José María Marés (el impresor catalán afincado en Madrid) la vida de un monarca polémico pero siempre interesante. El descubrimiento reciente de un manga japonés debido a la extraordinaria dibujante Yasuko Aoike y titulado Alcázar –que por cierto ha alcanzado en Japón un éxito impresionante y que desarrolla en 13 volúmenes la azarosa vida del rey Don Pedro el Cruel- demuestra hasta qué punto los arquetipos siguen vivos y siguen importando en la transmisión de un patrimonio común.
El recuerdo permanente de aquellos versos y mi relación posterior con el universo de la tradición oral me permitió también entender mejor y contemplar con naturalidad el frecuente trasvase de canciones, romances o relatos desde el ingenio o la memoria hasta el papel impreso y viceversa.
Puede que alguno de los oficios que se encargó de mantener tradicionalmente esta industria –como el oficio de impresor- tuviese una mayor sensación de responsabilidad que otros al suponer que era depositario del mapa del tesoro y que la mera presión de los tipos sobre el papel ya daba al contenido una permanencia que lo fijaba y lo aseguraba contra el olvido. En cualquier caso, y del olvido sigo hablando, los últimos cincuenta años nos han proporcionado motivos más que sobrados para no creer en la permanencia de nada y para desconfiar de la indemnidad de todo aquello que parecía quedar atado y bien atado.
Algunos de esos pliegos especificaban en su última página las colecciones publicadas, sus títulos y los lugares de venta: por esas informaciones podemos deducir que los libreros, impresores o depositarios ofrecían con la misma naturalidad romances, jácaras, sainetes, aleluyas, ruedas de los enamorados, de los amantes y de la fortuna, libritos de cortejar, juegos de manos, recetarios de cocina, almanaques, horóscopos, libros de adivinar sueños y la influencia de los planetas. Anunciaban además variados surtidos en novelas históricas, folletines, revistas teatrales, argumentos reducidos de zarzuelas y óperas, folletos de cine, cancioneros, etc. etc. etc. Las colecciones más abundantes son del siglo XIX y corresponden a imprentas que hicieron su agosto con un público adicto y entregado. Ya he recordado muchas veces algún escrito de Antonio Trueba, o sea Antón el de los cantares, en el que manifiesta que llegó a reunir 20.000 papeles de este tipo (que luego quiso quemar por inadecuados e inmorales), aseveración que siempre me pareció exagerada pero que, según pasa el tiempo y voy conociendo más imprentas, me va pareciendo menos desmedida. Hubo establecimientos tipográficos que llegaron a publicar entre 200 y 500 títulos diferentes, colecciones de sainetes que fueron numerosísimas, romances que aparecieron en sucesivas versiones y ediciones, pliegos con canciones de moda constantemente cambiantes y todo tipo de remendería que sabemos se tiraba por miles de ejemplares y que, a mi modo de ver, hace cada vez más verosímil la opinión de Trueba.
Muchas veces he dicho que uno de los pecados de nuestra sociedad, en lo que se refiere a la adquisición de conocimientos, es la especialización, sobre todo si esa especialización conduce a un aislamiento del objeto de estudio. Y más aún si ese aislamiento supone la exclusión del entorno. Si uno no es capaz de relacionar los datos, si se obsesiona con un hecho y lo estudia aislado del contexto o a la luz de una sola disciplina, tendrá problemas a la hora de interpretarlo correctamente. Porque lo cierto es que el hecho de adquirir conocimientos, de construir el armazón formativo, es como levantar unas paredes cuya cimentación ayudará al ser humano a edificar y contemplar la estructura de su propia vida. Sin esa casa, es decir sin el verbo como medio de expresión o exteriorización anímica, el individuo estaría desnudo y disperso. Lo construido le ayuda a fabricar una imagen externa de sus sentimientos y a proyectar sobre esa imagen su mentalidad y su personalidad, con todos los elementos permanentes que las componen y los respectivos factores culturales que las originaron. Aunque lo construido tenga ya una forma fija –es decir, se escriba o se imprima-, quedará indeleble en su constitución buena parte del proceso intelectual previo. De ese modo, entre lo escrito (esto es, el soporte físico) y el hecho que se describe, se podría establecer una relación similar a la que existe entre un sueño y la realidad. Las imágenes son en ese plano más importantes que los conceptos y, al igual que atribuir la causa del sueño a un estímulo puede ser más o menos útil, sin embargo el significado psíquico del mismo sólo llega a desentrañarse recurriendo a formas arcaicas de la función psíquica que han sobrevivido al crecimiento de la conciencia humana manteniendo ideas primarias sobre las que el individuo moderno ha alzado su morada primero y después sofisticados edificios. La casa como refugio y como símbolo del propio individuo tiene, lo sabemos, innumerables referencias y apasionados defensores. Carl Jung, hijo de padres muy religiosos y protestantes, se debatió durante muchos años entre el respeto a las creencias de sus antepasados o a las teorías de su propio maestro Freud, y la evolución personal. En la época en que trabajaba con Sigmund Freud tuvo precisamente un sueño que transcribe en uno de sus libros y que tiene que ver con el símil que estoy tratando de explicar: “Soñé que estaba en mi casa –escribe Jung- al parecer en el primer piso, en una salita abrigada, grata, amueblada al estilo del siglo XVIII. Estaba asombrado de que jamás hubiese visto esa habitación y empecé a preguntarme cómo sería la planta baja. Bajé la escalera y me encontré que era más bien oscura, con paredes apaneladas y mobiliario pesado del siglo XVI o aun anterior. Mi sorpresa y mi curiosidad aumentaron. Necesitaba ver más de la restante estructura de esa casa. Así es que bajé a la bodega, donde encontré una puerta que daba a un tramo de escalones de piedra que conducían a un gran espacio abovedado. El suelo estaba formado por grandes losas de piedra y las paredes parecían muy antiguas. Examiné la argamasa y vi que estaba mezclada con trozos de barro cocido. Evidentemente, las paredes eran de origen romano. Mi excitación iba en aumento. En un rincón, vi una argolla de hierro en una losa. Tiré de la argolla y vi otro tramo estrecho de escalones que llevaban a una especie de cueva que parecía una tumba prehistórica donde había dos calaveras, algunos huesos y trozos rotos de vasijas. Entonces me desperté”.
Como podemos comprobar, Jung –para quien su casa significa su propia alma- pasa en el sueño de la comodidad de los conocimientos cercanos, representados por la estancia en la que se encuentra, a un piso inferior donde muebles pesados y materiales más sólidos le sugieren antigüedad y le invitan a investigar. En la piedra y la argamasa reconoce la deuda con el mundo clásico representado por la cultura de la antigua Roma. Finalmente, el descenso a la parte más lóbrega y profunda de la casa le pone en relación con el mundo prehistórico y con el origen de la especie. La explicación que la psiquiatría da a los sueños en que nos vemos en nuestra propia casa está siempre unida a la interpretación de nuestra personalidad. Y no es difícil de comprender: en realidad, aunque no siempre haya sido así, la casa significa la construcción del propio entramado anímico y algunas de sus características podrían servirnos para desvelar secretos íntimos nunca confesados o aspectos de nuestra alma sobre los que probablemente nunca hemos reflexionado conscientemente.
Y si las casas representan nuestra propia alma ¿cómo no van a tener espíritu las poblaciones en las que vivimos o el territorio que nos rodea? Por supuesto que las poblaciones tienen alma. No se sabe de cierto si son los individuos quienes determinan con sus actitudes el espíritu que caracteriza a algunos pueblos o es la situación geográfica, la particular orografía, el peculiar relieve, los que vienen a dibujar el perfil de sus habitantes. Ese, precisamente, es uno de los temas que preocuparon e hicieron peregrinar a los viajeros románticos: buscar el alma de una región, de una aldea, de un pueblo. Hemos visto que a veces, los pintores que se atrevían con tan enrevesado empeño trazaban rasgos, oscurecían lienzos, estampaban colores, pretendiendo que el contorno de un rostro, las facciones –la fisiognomía- hablaran y contaran en pocas líneas ese pasado profundo y enigmático, la historia oral y gestual de los individuos, el humus de los tiempos. No era fácil tarea la de los artistas románticos, como tampoco lo era la de los escritores, condicionados muchos de ellos por el temor de incurrir en los errores de otras épocas. Los autores de los reportorios y calendarios antiguos confiaron en los humores y en los astros, que influían zodiacalmente sobre individuos y ciudades, para explicar comportamientos, desarreglos y morbos; los ilustrados quisieron transformar la vida en estadística y la hacienda en industria, demostrando lo difícil que era extraer un retrato humano de los datos catastrales. Por eso mismo, digo, los románticos se desplazaron tanto: para conseguir asomarse desde su ingenua perspectiva al interior de los pueblos a través de las ventanas de sus costumbres, más fáciles de abrir hacia dentro que hacia fuera.
Termino: Quienes trabajamos en el terreno de los conocimientos legados por la tradición tenemos un concepto muy claro: nada en la vida de los individuos se produce aisladamente. Cualquier hecho que tenga que ver con el desarrollo de la personalidad, con la expresión artística, con la relación con otras personas o con el entorno, se conecta indefectiblemente con otros aspectos adyacentes, de tal modo que resulta imposible la comprensión perfecta de ese mismo hecho sin conocer las circunstancias que lo provocaron. No se puede decir que se ha estudiado a fondo un texto si se desconoce el contexto en el que se produjo. No se puede estar seguro de que se conoce un territorio sin conocer las costumbres y personalidad de sus habitantes. Sin saber qué sentido tenía nombrar los pagos o descifrar el firmamento. Aprender a relacionar, pues. No aislar, sino contribuir. No disgregar sino concurrir.