23-04-1995
La contemplación de estas láminas de Antonio Veredas sugiere unas reflexiones que me tomo el atrevimiento de escribir por si pudieran servir de guía para el mejor conocimiento del artista y su obra.
Presente en todas las ocasiones se encuentra el ser humano, aportando su medida, su escala a todo lo que le rodea y tendiendo un puente cabal entre las piedras monumentales y el espectador. Veredas pinta a hombres y mujeres de la ciudad, del Valle de Amblés o de cualquier otra comarca abulense, ataviados con su atuendo característico y cotidiano: Ellas con gorras de paja de centeno -de enrizo o de trenzas-; pañuelos de cabeza anudados a la nuca o bajo la sobarba; pañuelos de talle, mantones o toquillas; manteos de bayeta amarilla con los clásicos "picaos" o las tiranas adornando el vuelo. Ellos tocados con sombrero de paño o boina; blusa de percal en unos y chaleco bajo la chaquetilla de pardo en otros; calzón con polainas en los "clásicos" y pantalón largo en los modernos. Algunos, según las circunstancias, llevan la capa tobillera con esclavina protegiéndoles o, simplemente, por costumbre. Todos contribuyen a componer una imagen pintoresca -en el sentido noble que el término tuvo en el Romanticismo- que ayuda a conocer mejor la Avila de comienzos de los cuarenta. Mercados, procesiones, romerías, entierros, proporcionan el marco adecuado a unos personajes cuya principal característica parece ser el silencio; hasta los músicos -dulzaina y tamboril- que invitan a bailar frente a la ermita o el labrador que pregona sus productos entre los tenderetes del mercado grande, cabe la puerta del Alcázar, parecen haber trasladado sus sonidos a otra dimensión para no romper el aire limpio, casi transparente que refleja la atmósfera avileña. Gentes calladas, pensativas, respetuosas, en un ambiente silente y sosegado protegido por unas nubes que semejan formar un toldo de tela bajo cuyos plieges se mueve la existencia: El sereno que espera en pie -sumergido en apacible duermevela (sólo despabilados el perro y la vela del farol)- a cantar el "Ave María Purísima" y dar la hora... El entierro que sale de la calle de la muerte y de la vida al que únicamente apura ya el día desapacible... La familia recogida en ese carro entoldado (con sus tapiales azul y gualda) al que arrastran dos mulas con yugo de collera y que atraviesa por detrás de San Pedro... La procesión del 15 de octubre con la Santa, flanqueada por cuatro padres carmelitas descalzos, en andas y a hombros de sus devotos encabezados por el mayordomo con la vara... Todo respira quietud en estas instantáneas de una inerte coridianeidad, cruzada esporádicamente por la ráfaga de algún suceso ocasional.
Un costumbrista como Veredas tampoco podía olvidar el paisaje rural, la Naturaleza, y menos teniendo tan cerca la Sierra de Gredos o los pueblos peculiares del Valle del Tiétar, con sus chimeneas como mudos vigías del sosegado paso del tiempo; casas de dos pisos con la cocina en la de arriba y la cuadra en la inferior, construidas sobre la roca y generosas en piedra y madera; tablazones protegiendo de la intemperie la fachada del nivel superior que vuela cabalgando vigas y formando caprichosos volúmenes...
Realmente son hermosas y expresivas estas láminas de Veredas; sobre un colorismo calculado y sobrio, vienen a constituir el testimonio elocuente de un país que aún no había perdido sus proporciones ni sucumbido ante el halago de un modernismo desmesurado e iconoclasta.