16-04-2007
Claudio Rodríguez fue un maestro de la palabra, todo el mundo lo sabe. Por eso es tan difícil escribir un texto que hable de su mágica actividad sin caer en tópicos innecesarios que sobran siempre en estas biografías apresuradas e injustas en que se convierten las presentaciones breves. Porque además de ser maestro de la palabra, Claudio fue esclavo del sentimiento, sometido de por vida a las emociones que su propia epidermis le inoculaba al contacto con el aire de la existencia o con el alma de los otros. Claudio, huérfano de la felicidad y apasionado por la naturaleza –añorada, pero presentida en palabras que significan en su obra mucho más de lo que dicen- transforma magistralmente el pesimismo en lucidez y transmite a todo lo que toca el peso de lo substancial. Ese peso, esa transustanciación de la palabra en piedra sillar, ha cimentado su poesía dando la impresión de que sobre ese fundamento era difícil levantar un edificio musical. De ahí el mérito de Luis Ramos, intérprete aquí de las emociones del poeta y traductor cabal de la forma de su verbo. Luis Ramos acierta a describir los contornos sencillos que limitan la palabra pétrea, ponderada, de Claudio, poniéndola en contacto con el aire que respiramos y permitiéndonos acariciar su superficie.