29-09-2010
La expresión “literatura de cordel” agrupa unívocamente a todos los papeles que eran vendidos en la calle –expuestos a la atención del público colgando de una cuerda-, aunque tal vez se podrían matizar muchos aspectos referentes a los orígenes y los contenidos diversos de dicho material. Hay pocas dudas, sin embargo, acerca de la función que este modelo de impresos ejerció como medio de comunicación, abriendo en ocasiones un amplio campo para el debate, el contraste de pareceres o la controversia, ya fuese inmediatamente después del anuncio, narración o canturreo de la noticia impresa, ya fuese en la tranquilidad de los hogares donde la lectura del papel corría a cargo del más versado (de la familia o de la vecindad) para deleite y admiración de numerosos contertulios, la mayor parte, desde luego, analfabetos. Conocemos, por innumerables testimonios, esa costumbre de leer en voz alta este tipo de papeles durante las veladas familiares o vecinales en pueblos y ciudades de España. El carácter impreso de los pliegos alcanzaba así una nueva dimensión, memorizando y oralizando después su contenido. ¿Qué mejor tipo de diversión colectiva que la lectura comentada de cualquier romance o la interpretación de algún fragmento de tonadilla o de la última jácara cantada por las esquinas? Sería injusto pensar que sólo determinados sectores de la sociedad usaban y disfrutaban de esa escuela pública cuyos catones eran tales papeles, que tan pronto difundían noticias o anuncios oficiales como divulgaban conocimientos en forma de versos encadenados. Otra cosa sería suponer que del contenido de esos textos se hacía una interpretación única. Los más frecuentes contenían –más allá de los hechos narrados- revelaciones primarias del alma humana y reacciones espontáneas o primitivas por las que toda la sociedad sin excepción se sentía atraída, aunque luego la educación, las formas sociales o la hipocresía sirviesen en algunos de freno o de moderación a la naturalidad de la primera escucha o de la primera lectura (que, desde luego, tampoco producían el mismo efecto).
Hay que reconocer, sin embargo, que antes de llegar a esos niveles de difusión el pliego estaba en manos de profesionales de la comunicación. El ciego cantor, tradicional transmisor de ese peculiar corpus, se erigió siempre en defensor apasionado de la palabra y de la imagen plasmadas en esos papeles; en portavoz de una cultura rudimentaria, igualadora, de la que luego tratarían de desasirse personas y clases sociales condicionadas por sus maneras o sus prejuicios. También es cierto que esa didáctica tarea –aparentemente democrática y hasta filantrópica en ocasiones- sólo le convencía al ciego si le producía un beneficio. Muchas razones justificarían buena parte de las críticas que constantemente lanzaron poetas, literatos y músicos contra esta forma de comunicación, pero es evidente que los resultados económicos y la relación directa con el público sedujeron siempre a los artistas. Respecto a la relación entre éstos y las imprentas, sería una contradicción impropia de los impresores, utilizar los recursos y el talento de tales comunicadores sólo para lanzar un producto que iban a apreciar exclusivamente los iletrados y los analfabetos. Quisiera pensar, por el contrario, que hay en aquéllos un encomiable intento de crear una suerte de enciclopedias familiares por fascículos que compendiasen distintas facetas del conocimiento popular, expuestas breve y sencillamente en forma de digesto. He tenido ocasión de ver, en desvanes y sobrados de muchas casas aldeanas, colecciones de treinta o cuarenta pliegos atados, formando un cuaderno, o compartiendo estantería con algún “reportorio”, almanaque o pronóstico perpetuo, que junto a la Agricultura General del sacerdote talaverano Gabriel Alonso de Herrera venían a componer la biblioteca básica de las familias. Por encima de los textos de famosos poetas, pensadores y moralistas de épocas concretas, cuyo contenido devenía anticuado incluso antes de que sus autores pasasen a la historia, los pliegos ofrecían una variedad de literatura entretenida, atractiva y no tan depravada como siempre se la ha querido presentar. Ya digo que hay mucha incomprensión hacia estas producciones, cuando no envidia, a la hora de ser criticadas por quienes parecían tener a su cargo la salud espiritual y mental del público. No obstante, ese tipo de obritas que tantas veces ha sido tildado de subproducto o infraliteratura, atravesaba los tiempos e iba sirviendo de texto escolar a una generación tras otra. Y digo texto escolar, no tanto porque se utilizase en la escuela para aprender a leer, como bien sabemos por testimonios de Rodrigo Caro y otros, sino porque parecía advertirse en quienes se dedicaban a enjuiciar esos temas, un rechazo tardío que llegaba con la madurez o con la pérdida de la inocencia parvularia. Jovellanos, Moratín, Meléndez Valdés, critican la “depravación” del gusto en la sociedad de su época y preparan con su actitud los grandes alegatos que, ya en el siglo XIX expondrán Durán, Valera o Trueba en contra de esta forma de entender la cultura.
Pero frente a los estetas y moralistas radicales, se observa entre los impresores y difusores de papeles públicos –ciegos, cantores callejeros o ambulantes- una actitud contraria que defiende esa especie de cultura caracterizada por el desarrollo de la “imaginación real”. Juan Valera se pregunta en uno de sus escritos por qué se produce ese “divorcio absoluto entre el pueblo como tal y las clases cultas”. No pocos poetas y literatos reconocen sus preferencias hacia un estilo “natural”, aunque por imperativo de la moda utilicen la afectación de lo extranjero. ¿Es ese carácter uno de los valores defendidos por impresores y ciegos en contra de la adulteración de las costumbres antiguas y para protegerse de los estilos “ridículos” que llegaban de Italia y Francia? Probablemente sí.
La literatura de cordel parece, pues, terreno propicio para despertar en un numeroso y heterogéneo público su imaginación y conducir teatralmente sus pensamientos por los vericuetos de la ficción. Así, sin despegar los pies del suelo, lo fabuloso y lo fingido, lo novelesco y lo mítico penetraban en el meollo del usuario del pliego, más aún si el contenido llegaba recitado, cantado o gesticulado por un ciego “teatrero”que añadía o hacía añadir a su acompañante unas apostillas al texto que amplificaban las sensaciones. De este modo, con comentarios adicionales a determinados pasajes, se hacían juicios sobre personajes tan pronto como aparecían en el relato o se cargaban las tintas en algunos comportamientos, consiguiendo dirigir el fingimiento para que no alcanzara la categoría de fantasía y logrando alejar las sensaciones del ensueño personal. En suma, haciendo “creíble” lo que se estaba contando.
Julio Chocano ha hecho una recopilación meritoria y complicada –cada vez es más difícil encontrar este tipo de papeles- de todo lo que se cantaba y contaba en la Mancha en una época aparentemente lejana. Le debemos el agradecimiento más sincero por recordarnos que la importancia de lo “mediático” no es una característica exclusiva de nuestros días.