09-08-2002
Hace una semana recibí la visita de José Ramón Ayllón que me traía su último libro, "Desfile de modelos", y me invitaba generosamente a hacer alguna consideración sobre el mismo en la presentación de hoy.Creo que me precipité al prometerle -cuando ya nos despedíamos- que lo leería aquella misma noche.Un libro de filosofía no es una novela y cada página, o por mejor decir cada párrafo, requiere una reflexión especial, sobre todo si -como en el caso de José Ramón- ese párrafo es el resultado de un pensamiento depurado o de la reducción a su esencia de un concepto.
El autor trata de demostrar, a lo largo de toda su obra, que conviene que el ser humano de nuestros días, se acerque a la filosofía. Más aún:que sea él mismo un filósofo, con el significado que le dio a la palabra la cultura helenística:Amigo de la sabiduría, es decir, amigo de satisfacer con el esfuerzo del espíritu todas las necesidades intelectuales y morales que al individuo pudieran planteársele. Dice el autor, y dice bien, que las preguntas fundamentales que se le podrían ocurrir a la Humanidad fueron ya contestadas por griegos y romanos. El hombre de hoy, sin embargo, piensa que le basta con saber eso, y se equivoca. Deberíamos reflexionar sobre determinados interrogantes humanos (aunque otros lo hicieran antes y los solucionaran) porque hay cuestiones que son como los ritos o las costumbres:no sólo debemos saber que existen sino que hay que vivirlos y asimilarlos a nuestra propia vida si queremos darles verdadera utilidad.
Estamos, pues, y vuelvo al discurso inicial, ante un autor que conduce a sus lectores de la mano por el camino del esfuerzo como lo haría un doctor renacentista aleccionando a sus alumnos curiosos, si bien salvando la obviedad expresa de los tratados por preguntas y respuestas.Y en ese camino a recorrer habla de la principal característica que diferencia al hombre de otras especies:la elección inteligente. El primer problema que halla quien acepte esa proposición es que la inteligencia sólo queda demostrada en la capacidad de seleccionar y casi nunca en el resultado de lo elegido.La realidad es, y reitero la idea anterior, que el individuo, en cuanto tiene capacidad para pensar prefiere eludir intencionadamente cualquier reflexión sobre las equivocaciones previas de sus antepasados y se prohibe con obstinación pasar por un camino que haya sido transitado anteriormente. Tal vez si la civilización occidental se hubiese inclinado por la opción vital de los sofistas, por ejemplo, en vez de elegir las ideas socráticas, toda la evolución del pensamiento que conocemos se habría desarrollado de modo diferente. ¿Quién sabe si aún andaríamos preocupados por el perfeccionamiento de la retórica o nos deleitaríamos escuchando
a un orador elocuente?. La vida, sin embargo, como un barco mal pilotado nos ha llevado por otros derroteros y hoy la palabra es, cada vez menos, ese perfeccionado sistema de mediación entre personas, susceptible además de reflejar un patrón de existencia. Sócrates y Cristo fueron, por ejemplo, grandes renovadores que intentaron cambiar la sociedad predicando con la palabra un comportamiento ético y un idealismo: nueva religión, nueva moral, nuevas costumbres...Pero no escribieron nada y dejaron sólo la huella de su ejemplar presencia y de su esfuerzo imposible. Dos casos singulares dentro del "desfile incesante de modelos constantemente repetidos" a que alude el autor y que le mueve a insistir en la necesidad personal de seguir un modelo ético. Un espejo limpio y bien azogado en el que se pueda reflejar nuestra compostura sin distorsiones. En suma, lo contrario de lo que supusieron para la sociedad personajes como Darwin, Nietzsche, Marx o Freud a los que, según Ayllón, volvió la mirada el mundo occidental después de la primera Guerra Mundial y cuya imagen resultó deformada (tal vez, digo yo, por haber hablado tanto de su obra y su aplicación sin haber leído nunca sus teorías) resultó deformada, repito, por exceso o por defecto. Por exceso de modestia Darwin y por exceso de pedantería Nietzsche. Por defecto de verdad Marx, que confundió el mundo con la sociedad reduciendo a sociología el método de Hegel y por la misma causa Freud quien nunca ejerció la libertad sexual y sin embargo la predicó hasta la saciedad en los demás.
¿Quiere esto decir que sólo en el medio, en la moderación, estaría la virtud?. No necesariamente. Aristóteles decía -y el autor invoca la frase y el uso incorrecto que de ella se ha hecho- que en el medio está la virtud cuando los extremos son corruptos. Utilización defectuosa que me recuerda lo propensos que somos a utilizar sólo la parte de la frase que nos interesa y no el texto completo. Quien haya bebido alguna vez en esa fuente inagotable del lenguaje que es el Vocabulario de refranes y frases proverbiales del inefable maestro Gonzalo Correas conocerá la costumbre que se practica desde tiempo inmemorial entre los hispanos de tener para cada ocasión un refrán y su contrario, por si acaso; pero le llamará también la atención el hábito de concluir una paremia o refrán que se puede aplicar a casi todos los casos con una frase pedestre que parece que debe pronunciarse en voz más baja y que le da el toque confuso y divertido que debió tener la sentencia en su origen. Por ejemplo: Lo bien hecho bien parece "y lo decía una mujer mientras ahorcaban a su marido en la plaza".
No es extraño, por tanto, que, ante ese uso equívoco de los vocablos y las frases, el autor concluya que los grandes discursos de nuestro siglo, por trascendentales que nos parezcan, se han construido sobre la falacia del significado errático de su propio continente:es decir, que, siguiendo la reflexión de Ayllón, "las palabras carecen de sentido fijo".
Tampoco quedan muy definidas, añado yo, las intenciones contenidas en los mensajes. José Ramón Ayllón cita de pasada a Allan Bloom cuando pone en tela de juicio el verdadero valor artístico del rock and roll, enmascarado (según Bloom) en deseos sexuales rudimentarios y sin cultivar. El tema, como casi todos, no se puede reducir a unas conclusiones que responden más al resultado de una política internacional acerca de la identidad adobada con intereses consumistas, que a la esencia de una forma musical que nació al amparo y con el aliento de culturas africanas, latinas, franco-americanas y hawaianas. Quien pretenda ver un "estilo" americano -a la manera del cine de Hollywood, por ejemplo- en el rock and roll, se salta el origen y la evolución del género para ir directamente a la edad de la comercialización del mismo; comercialización cómoda, por otra parte, por ser un producto final de formas sencillas y fácilmente indigenizables.
Las funciones rituales o sociales que podría contener este tipo de música -no más alarmantes o subversivas que las que pudieron tener la folía en el siglo XVI, la contradanza en el XVIII o el llamado baile agarrado a finales del XIX- han pasado a ser empaquetadas y vendidas como un aliciente más del mundo del entretenimiento. Las propias compañías discográficas internacionales alientan variantes localistas del género -con sus nombres propios y todo- para reconstruir artificialmente la necesidad de una identidad como antídoto contra algunos aspectos poco deseables del progreso industrial. Bien entendido que esa identidad no es exclusivamente cultural ni se refiere a las señas estables y esenciales de un grupo, sino que refleja más bien una política económica y de mercado que pretende crear una fuerte interdependencia planetaria.
Conozco tan bien el tema y estoy tan familiarizado con él que me creo autorizado a decir con Ayllón que el asunto no tiene remedio. Sólo nos queda el derecho a expresar nuestro desacuerdo por la forma en que se ha producido la invasión. Cualquiera que haya estudiado Historia puede deducir de su contenido que, con periodicidad cíclica, se producen -necesarias o no- invasiones que acaban con culturas decrépitas e inyectan sangre nueva y belicosa en las venas, paradójicamente esclerosadas por el refinamiento, de las viejas civilizaciones. Estas invasiones siempre respondieron, por lo menos hasta hoy, a un modelo -seguramente diseñado por antiguos estrategas- que llevaba implícitos determinados e invariables requisitos: Preparación del plan, desplazamiento del ejército e impedimenta hasta los límites de la tierra a conquistar, irrupción violenta, aniquilación de la resistencia activa, imposición forzosa de nuevas normativas acordes con la idiosincrasia y tradición jurídica de los vencedores, etc, etc. Para qué continuar; por activa y por pasiva conocemos el proceso y sus resultados.
Nuestros días, sin embargo, nos han traido una novedosa y sofisticada forma de invasión. Su procedencia está clara pero no así sus tácticas;sin una actividad bélica, sin violencia física, sin aparente barbarie, ha modificado nuestras vidas atacando dos puntos neurálgicos y vitales:nuestras ansiedades y nuestra curiosidad. Se ha conquistado nuestra voluntad y se ha reducido cualquier tipo de discrepancia pues todos estábamos convencidos de antemano de la necesidad de ser invadidos. Ya tenemos al caballo de Ulises dentro de Troya; ahora falta por saber quién viene dentro.
Frente a esta guerra espectáculo en la que además se han suprimido lo clásicos papeles -todos venimos a ser espectadores pasivos pero encaramados al escenario- José Ramón Ayllón propone una solución tan sencilla como insólita: volver a pensar. Para ello nos invita a este paseo ameno y documentado por los caminos del
conocimiento cuyas orillas están adornadas con algunas de las mejores flores que ha sido capaz de cultivar el talento humano.