13-11-2001
Las poblaciones tienen alma. No se sabe de cierto si son los individuos quienes determinan con sus actitudes el espíritu que caracteriza a algunos pueblos o es la situación geográfica, la particular orografía, el peculiar relieve, los que vienen a dibujar el perfil de sus habitantes. También puede ser que la personalidad de algunas ciudades se forje en la fragua del lenguaje descriptivo: Penafiel en Portugal o Peñafiel en España no pueden ser sino lo que el destino quiso que fuesen: rocas firmes edificadas sobre la lealtad y la constancia. Ese es uno de los temas que preocuparon e hicieron peregrinar a los viajeros románticos: buscar el alma de una región, de una aldea, de un pueblo. A veces, los pintores que se atrevían con tan enrevesado empeño trazaban rasgos, oscurecían lienzos, estampaban colores, pretendiendo que el contorno de un rostro, las facciones –la fisiognomía- hablaran y contaran en pocas líneas ese pasado profundo y enigmático, la historia oral y gestual de los individuos, el humus de los tiempos. No era fácil tarea la de los artistas románticos, como tampoco lo era la de los escritores, condicionados muchos de ellos por el temor de incurrir en los errores de otras épocas. Los autores de los reportorios y calendarios antiguos confiaron en los humores y en los astros, que influían zodiacalmente sobre individuos y ciudades, para explicar comportamientos, desarreglos y morbos; los ilustrados quisieron transformar la vida en estadística y la hacienda en industria, demostrando lo difícil que era extraer un retrato humano de los datos catastrales. Por eso mismo, digo, los románticos se desplazaron tanto: para conseguir asomarse desde su ingenua perspectiva al interior de los pueblos a través de las ventanas de sus costumbres, más fáciles de abrir hacia dentro que hacia fuera.
El viaje fue siempre un peregrinaje -un vagar per agro, es decir por el campo-, pero también un salir de uno mismo y del propio entorno para observar a los demás. Esa dosis imprescindible de curiosidad sobrevenía cuando el diálogo íntimo estaba en crisis y se agotaban los valles de la conciencia. En ese momento, tal vez único en la vida, había que renovar indefectiblemente el paisaje interior, refrescando la mirada en amenos sotos o lavando las pupilas en claros hontanares. El viaje servía para todo eso y mucho más. Contemplar al otro y reflexionar sobre sus costumbres fue siempre terapéutico; mejor todavía si en ese reflejo se veían nuestro rostro o nuestra sangre: Lucas Marineo, el siciliano, exquisito literato y mentor de tantos hombres cultos, indaga, en uno de aquellos periplos que le llevarían a escribir su obra notable De rebus Hispaniae memoriabilibus (1530), si hay rastro de su Sicilia natal en el Valle del Duero (¡y cómo no había de encontrarlo!); almuerza en el castillo de Peñafiel y es, sin duda, el adelantado de tanto gastrónomo que ha llegado después a estas tierras para salir de aquí con la sopa de letras cocinada y en su punto. Otro famoso visitante es Maurice Margarot, francés avecindado en Londres que tarda más de cinco años en realizar un viaje por Inglaterra, Francia, Portugal, Italia, Suiza, Alemania y Holanda. Recorre más de doscientas ciudades y, entre Valladolid y Medina del Campo incluye una visita a Peñafiel. La descripción se halla en el primer volumen de su obra, que ve la luz en Londres en 1780. Algo insólito en el siglo XVIII, la centuria en que Peñafiel no aparece en ningún itinerario importante por no contar con camino de ruedas sino de herradura. Ni Matías Escribano (1758) ni el Conde de Campomanes, Don Pedro Rodríguez de Campomanes, incluyen la población en sus repertorios de vías que surcaban arriba y abajo el territorio nacional. Todavía a comienzos del XIX Peñafiel sigue estando entre los lugares comunicados por camino de herradura; en la obra Noticia de todas las ciudades, villas y lugares de este Reyno de España, el eje Valladolid-Zaragoza era un itinerario de segunda. Cuando Pascual Madoz publica su Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España, escribe acerca de esos mismos caminos: “Los que se dirigen a Valladolid, Aranda de Duero y Aragón, y los de comunicación de los pueblos del partido entre sí, todos en mal estado”. Y tal circunstancia, tal carencia, se produce precisamente entre el siglo de las luces y el siglo viajero por excelencia: anteriormente, sin embargo, y en particular desde el siglo XVI, Peñafiel aparece en muchos desplazamientos reales y en numerosos catálogos y mapas acerca de caminos y vías. Juan de Vandenesse lo visita acompañando a Carlos V el día 24 de febrero del año 1528; Juan de Villuga lo incluye en su repertorio en 1546; Ottavio Cotogno lo reseña en su obra sobre caminos de postas en Europa, publicado en 1608 y Bartolomé Joly dice pasar el río Duero por el vado de Peñafiel...Antes y después, pero en torno a esas fechas, la villa aparece en los mapas de Veronese (1559), Vicenzo Luchini (1559), Ligorio (1578), Abraham Ortelius (1570), Guillermo Blaeu (1605), Mercator (1606), Speed (que la llama Peniafuel en 1626), Hendrik Hondius (quien repite o copia la denominación en 1631), Visscher (1633), Melchior Tavernier (1638), Inselin y Mariette (1690), Rossi, De L`Isle (1701), Herman Moll (que la denomina Pennaful en 1711) y Nicolás de Fer (1715).
Pese a esta presencia, como digo, una especie de fatum adverso aísla a Peñafiel en épocas posteriores, cruciales para el crecimiento. Por eso, cuando en marzo de 1883 se inauguran las obras del ferrocarril Valladolid-Ariza un mundo parece abrirse para la agricultura y el comercio de la zona. Las viejas “Diligencias del Duero” –esas que paraban y se tomaban en la inolvidable Casa de las Aldabas de Valladolid y que hacían el recorrido entre esta ciudad y Soria- cedían el paso al progreso ferroviario y a la mejora de la zona. Gamazo y Albareda intervinieron positivamente para que Teodosio Alonso Pesquera diera nuevas perspectivas a la región tratando de acabar con diligencias y galeras por muy “aceleradas” que fueran. La fiesta de aquel día queda escrita en los anales de la historia del valle del Duero: los alcaldes de Peñafiel, Padilla, Quintanilla, Tudela, Sardón, Traspinedo, Vadocondes, La Vid, Roa, Aranda, Langa, Castrillo, Almazán, Berlanga, El Burgo, San Esteban y Peñaranda estaban presentes representando a sus municipios y vibrando con la alegría de los vecinos, entusiasmados por la música de dulzaina y por el estruendo de las bombas reales y cohetes que acompañaron el acto y la comitiva...
Poco más de un siglo ha sido necesario para demostrar que aquellas almas a las que me refería al comienzo, que compendian y resumen el destino de las poblaciones, no se dejaron amilanar por una nueva derrota. Dicen que el espíritu de los pobladores de castillos y lugares amurallados es similar al cristal: muy delicado pero de estructura compacta; frágil pero diamantino, sensible aunque esté construido sobre indestructibles piedras sillares. De esa sensibilidad pueden dar fe los innumerables músicos y artistas que Peñafiel ha tenido, comenzando por su juglar más conspicuo, el músico Alfonso de Peñafiel -artista que entretuvo con su guitarra las horas de ocio y espiritualidad de Enrique de Aragón (Enrique significa “poderoso en su patria” y ésta lo era), gran Maestre de Santiago e hijo del Duque de Peñafiel Don Fernando de Antequera-, y acabando por las familias de dulzaineros –Pichilines y Mundacos- que sedujeron con sus ritmos y melodías los sentidos de tantas y tantos peñafielenses y ribereños en el siglo que ya nos dejó. Acerca de lo indestructible de las convicciones qué mejor prueba que las acendradas costumbres y los saludables hábitos que llevaron a celebrar durante siglos las glorias de la Virgen de agosto, de San Roque, de San Pablo o de San Vicente, ya fuese en el Coso cerrado ya en los espacios abiertos de Pajares o Valdovar.
Sí. Las ciudades tienen alma y el impulso de esta Peña se mantiene fiel a su paisaje –abrazada por dos ríos-, a su historia y a sus propias convicciones pese al olvido antiguo de los cartógrafos y de los caminantes.