02-07-2004
Al ciudadano del mundo a comienzos del siglo XXI podría darle la impresión –equivocada, ya lo anticipo- de que se ha dicho todo acerca de las creencias, costumbres y oficios tradicionales del pasado. Desgraciadamente, sin embargo, mucha y variada documentación que se podría haber dejado escrita sobre esos temas (en realidad sobre la vida del individuo y sus afanes), desapareció con la memoria de tantos y tantos ancianos a los que nadie preguntó nada durante casi cien años porque las últimas generaciones pensaron que para qué preguntar si todo lo sabían ya...Quienes hemos dedicado la vida a escuchar y admirar las experiencias de los demás, sabemos, no obstante, que aquella actitud altanera y despectiva era vana soberbia y que la cultura inmaterial –esa que nadie se preocupaba de anotar- era también Patrimonio con mayúscula, siquiera lo hayamos venido a “descubrir” un poco tarde. Reciente es también, por tanto, el interés despertado en estudiosos y en la propia sociedad hacia las personas que han conservado amorosamente aquel Patrimonio y, más aún, hacia un tipo de repertorio sagrado que incluía elementos de la sabiduría antigua jamás escrita. Todavía estamos a tiempo de hacer hablar a quienes se especializaron, por curiosidad y por vocación, en el aprendizaje y en la transmisión de conocimientos cuyo valor principal estaba en su cualidad de bien público, entregado luego para el uso particular en cualquier tiempo y en cualquier ocasión. Ese sentido práctico –atesorar y entregar experiencias- fue más frecuente en los habitantes del medio rural, dejando para estudiosos la labor de escudriñar los misterios de la naturaleza, “disquisiciones más gratas a los aficionados a las letras, que las leen en medio de su ocio...” como acertaba a ver Columela, aquel gran escritor cuyas reflexiones sobre la agricultura (y la apicultura) todavía se leen con placer.
Temprano se produjo el descubrimiento de la importancia que para el ser humano podían tener las abejas: una de las leyendas acerca del nacimiento de Zeus, el sexto hijo de Cronos y Rea, le presentaba, recién nacido, cuidado por la ninfa Adrastea y alimentado con miel de abejas. Filósofos como Platón y Aristóteles encontraron para sus contemporáneos cualidades admirables en el comportamiento y producción de la abeja, y escritores como Virgilio, en sus Geórgicas, sembraron el germen de la admiración e interés despertados hasta nuestros tiempos por la actividad apícola.
Los autores del extraordinario trabajo que se me ha permitido prologar descubren, en los archivos o documentos y en la encuesta personal, un entramado complejo, a caballo entre la norma y la consuetudo, pero siempre sostenido por citas y documentos abundantes, derivados de la importancia económica que la producción y el comercio de miel y cera tuvieron tradicionalmente. El estudio, minucioso y clarificador, parte de una documentación local para llegar a universales conclusiones. Sorprende gratamente, por ejemplo, encontrar reseñada en Canarias una costumbre antigua y muy extendida consistente en atraer a las abejas con sonido continuado de voz o de algún instrumento. Así lo refleja el grabador Arnold Vanwestrout en la lámina CIV del Gabinetto Armonico, obra debida a la pluma del jesuita Filippo Bonanni y a la curiosidad infatigable de su maestro, el nunca suficientemente admirado Athanasius Kircher.
En fin, un trabajo sugerente, ameno, radicalmente nuevo pese a su carácter histórico, e imprescindible tanto para los aficionados a la naturaleza como para sus beneficiarios.