17-09-2008
Que el arte es una forma de comunicación parece hoy fuera de toda duda en términos generales, siquiera los dos extremos de esa comunicación –quien la elabora y quien la recibe- estén tan condicionados a veces y actúen de manera tan subjetiva, que el encuentro y la comprensión no se garantizan necesariamente. En efecto, el arte es el resultado de una creación en la que algo “inventado” se transforma -gracias a unos recursos y unos códigos compartidos- en un mensaje, cuyo lenguaje puede expresar sentimientos, sensaciones, emociones o ensueños; no necesariamente aquellos mismos que ha sentido el creador del mensaje, pero sí aquellos susceptibles de tender un puente entre el artista y el observador de su obra.
El arte pictórico, en particular la plasmación de una realidad traducida (transformada) por la técnica, la habilidad o la voluntad del pintor, requieren también, –como cualquier intento de transmisión de algo con una intención comunicativa-, de un lenguaje y por tanto de un sistema de signos y de códigos. Un artista de extraordinaria sensibilidad, como es el caso de Juan Manuel Báez Mezquita, nos invita a una lectura de algunos paisajes y entornos –a una interpretación de diferentes espacios- proponiéndonos un conjunto de reglas a través de las cuales la realidad, lo objetivo, adquiere entidad propia y nos conecta con la luz, la atmósfera, la naturaleza, la tierra y todo aquello que, en su opinión, es digno de formar un conjunto sosegado y estético. Porque, del mismo modo que un escritor o un narrador fían a su palabra, a su verbo, la capacidad para comunicar el estado de ánimo, así Báez nos transporta al lugar, la estación y el instante en que él desea que un fragmento de la realidad se comprenda mejor y se aprecie plenamente. La técnica adecuada se parece de ese modo a la palabra precisa; el sentido estético a la intención en la emisión de la voz. La naturalidad en esa transmisión, la fluidez de ese coloquio, nos permite disfrutar casi inconscientemente de esos espacios. Y sin embargo esa naturalidad se ha conseguido con una preparación meticulosa y una pasión incontenible. Nada se deja al azar, todo está donde debe estar y cumple exactamente su papel. Báez es como aquel perfecto anfitrión que nos invita a su casa y consigue inmediatamente que nos sintamos cómodos: una luz adecuada, un orden en los objetos, un ambiente confortable invitan a la reflexión y al diálogo…
Baéz se confiesa un arquitecto que pinta. En este caso su formación básica, su preparación técnica, le permiten elevarse por encima del sentido práctico de una disciplina para profundizar en el étimo original de la arquitectura que es el de “ser el primero en construir” algo. Su construcción personal se articula con elementos primitivos como tierra, aire o agua, pero su talento artístico se sobrepone añadiéndoles valores circunstanciales como luminosidad, color o densidad atmosférica que dan como resultado esos “espacios” únicos a los que nos transporta con tanta maestría como amabilidad.