21-12-2005
Desde los tiempos en que el ser humano decide vivir de forma sedentaria, el viaje deja de ser su principal y obligada actividad y se transforma en un acto voluntario que suele responder a dos causas: la búsqueda de nuevos recursos o la necesidad, la mayor parte de las veces inconsciente, de volver a un nomadismo primordial. Dejando aparte el tema de la búsqueda de recursos porque nos llevaría al estudio de la génesis de las civilizaciones y al consiguiente control de aquellos mismos recursos (llámense metales o petróleo), nos quedaremos con la atávica afición a salir del propio hogar para satisfacer dos necesidades: la curiosidad y la inquietud. De ésta, de la insatisfacción interna, provendrían todas las peregrinaciones que lanzaban al individuo per agro para recorrer grandes distancias que acrecentaban su fe y mejoraban su salud física y su condición humana. La curiosidad, virtud con la que nos vamos a quedar en esta breve intervención es característica que Ian Robertson, uno de los grandes estudiosos del viaje romántico, descubre en casi todos los británicos que llegan a la península ibérica en el siglo XIX, aunque él la apellide con el calificativo, no siempre justo, de impertinente.
La curiosidad también me llevaba, hace ya bastantes años, tal vez veinte, a buscar en algunas tiendas de grabados madrileñas aquellas estampaciones que, producto de un viaje físico o mental de determinados artistas plásticos, retrataban a nuestros antepasados con más o menos fidelidad antes de que apareciese la fotografía. En uno de aquellos establecimientos, Frame, entablé amistad con su propietario, Jaime Armero, a quien, en desplazamientos esporádicos a Madrid, transmitía mi afición por los grabados de trajes y de quien iba recibiendo interesantísima información sobre colecciones calcográficas. Fue precisamente Jaime quien me descubrió la existencia de un libro titulado Old Spain que me dejó desde el principio maravillado. A la magnífica, lujosa diría yo, edición londinense se añadía la cualidad de contener un texto culto y unos dibujos sorprendentemente buenos. Pese a salirse de la época de mis preferencias –el libro se había editado en 1936- fui adquiriendo poco a poco algunas de aquellas láminas grandes que eran el reflejo de la generosidad de espíritu de autores y editor. También íbamos hablando de vez en cuando Jaime y yo de la oportunidad de editar en español, casi siempre como una hipótesis con pocas posibilidades de llegar a hacerse realidad, aquel libro ejemplar. Hace aproximadamente un año Jaime me presentó a un profesor de literatura, Antonio Giménez Cruz, que, retirado ya de su actividad académica desarrollada en buena parte en América, había mostrado su disposición a estudiar el texto y había comenzado ya, junto a Alvaro Armero, hermano de Jaime, a traducir y anotar su contenido. Antonio tenía ya en su haber numerosos trabajos –alguno de ellos imprescindible como el dedicado a la España pintoresca de David Roberts y editado por la Universidad de Málaga- sobre el tema de los viajeros y había tenido ya la oportunidad de seguir en España –cuánto le debe la cultura española a los períodos sabáticos promovidos por universidades extranjeras- la bibliografía esencial sobre los visitantes británicos en su período más fecundo.
El proceso desde aquel momento hasta este otro, en el que por fin se presenta el libro, podría parecer largo pero se resume fácilmente: tanto la Junta de Castilla y León como Tfmedia, empresa de diseño gráfico que tiene su sede en Urueña, demostraron cumplido interés por hacer un libro que respondiera, con unas características más actuales, al enorme esfuerzo que supuso el original, de modo que los medios puestos a nuestra disposición, su dedicación y su trabajo se traducen en un resultado admirable con el que podemos disfrutar, por fin, de una edición asequible.
El matrimonio Bone, los autores del libro –y esto lo explicará mejor Antonio- buscaban en España una respuesta animada a su propio interés en la cultura y en el individuo. Muchas veces se ha dicho que las poblaciones tienen alma. No se sabe de cierto si son los individuos quienes determinan con sus actitudes el espíritu que caracteriza a algunos pueblos o es la situación geográfica, la particular orografía, el peculiar relieve, los que vienen a dibujar el perfil de sus habitantes. Ese es uno de los temas que preocuparon e hicieron peregrinar a los viajeros románticos: buscar el alma de una región, de una aldea, de un pueblo. A veces, los pintores que se atrevían con tan enrevesado empeño trazaban rasgos, oscurecían lienzos, estampaban colores, pretendiendo que el contorno de un rostro, las facciones –la fisiognomía- hablaran y contaran en pocas líneas ese pasado profundo y enigmático, la historia oral y gestual de los individuos, el humus de los tiempos. No era fácil tarea la de los artistas románticos, como tampoco lo era la de los escritores, condicionados muchos de ellos por el temor de incurrir en los errores de otras épocas. Los autores de los reportorios y calendarios antiguos recurrieron a los humores y a los astros, que influían zodiacalmente sobre individuos y ciudades, para explicar comportamientos, desarreglos y morbos; los ilustrados quisieron transformar la vida en estadística y la hacienda en industria, demostrando lo difícil que era extraer un retrato humano de los datos catastrales. Por eso mismo, digo, los románticos se desplazaron tanto: para conseguir asomarse desde su ingenua perspectiva al interior de los pueblos a través de las ventanas de sus costumbres, más fáciles de abrir hacia dentro que hacia fuera.
El viaje fue siempre un peregrinaje –ya lo decía antes-, pero también un salir de uno mismo y del propio entorno para observar a los demás. Esa dosis imprescindible de curiosidad sobrevenía cuando el diálogo íntimo estaba en crisis y se agotaban los valles de la conciencia. En ese momento, tal vez único en la vida, había que renovar indefectiblemente el paisaje interior, refrescando la mirada en amenos sotos o lavando las pupilas en claros hontanares. El viaje servía para todo eso y mucho más. Contemplar al otro y reflexionar sobre sus costumbres fue siempre terapéutico.
Las razones por las que los Bone vienen a España las aporta Antonio Giménez en su prólogo. Esa sería la causa, sin duda personal, pero el efecto, el resultado, es un comentario conjunto, de alto nivel artístico y estético y de pública admiración por el país y su historia. Las críticas, en el texto de Gertrude, que no abundan, son fundamentalmente juiciosas y positivas, de modo que uno puede tomarlas como un deseo no velado de construir una España mejor y más ordenada. Las ilustraciones de Muirhead, en las que se perciben dos estilos diferentes (preciso y precioso uno y desenfadado el otro) son de lo mejorcito que se ha hecho sobre la España del primer tercio del siglo XX.
Creo que con esta edición, quienes hemos trabajado en ella -Junta de Castilla y León, Frame, Antonio Giménez y Alvaro Armero, Tfmedia y nuestra propia Fundación de la Diputación de Valladolid- también hemos pretendido recuperar un espíritu de admiración por las bellezas de España; una mirada positiva que pase por encima de los defectos diarios y muestre lo mejor de las grandes obras, esas que precisamente hicieron los hombres con la intención de que les sobrevivieran.